Cuando una Tercera Parte del Mundo Murió
Revista Historia Cristiana, Edición
49
Cuando una Tercera Parte del Mundo Murió
Por Mark Galli
En octubre de 1347, cuando un buque comercial Genoveso recién llegado de la Crimea atracó en un puerto de Sicilia, hombres muertos y moribundos yacían en los remos. Los marineros tenían hinchazones negras del tamaño de huevos en sus axilas e ingles, hinchazones por las que escurrían sangre y pus, y forúnculos y manchas negras propagadas sobre la piel. Los enfermos soportaban el dolor severo y morían a los cinco días después de la aparición de los primeros síntomas.
Otros síntomas aparecieron en algunas de las siguientes víctimas: fiebre continua y escupitajos de sangre. Estas víctimas tosían, sudaban copiosamente, y morían a los tres días o menos, incluso a veces en 24 horas. Independientemente de los síntomas, sobre todo las víctimas olían fatal, y la depresión y desesperación se apoderaba de ellos cuando contraían la enfermedad.
La enfermedad, la peste bubónica, era tan letal que algunos se iban a la cama bien y morían antes de la mañana; algunos médicos contraían la enfermedad al lado de la cama del paciente y morían antes que el paciente.
Transportada por barcos que viajaban a lo largo de las costas y de los ríos, a principios de 1348, la plaga había penetrado en Italia, en el Norte de África, en Francia, y había cruzado el Canal de la Mancha. Al mismo tiempo, se movió a través de los Alpes en Suiza y alcanzó el este de Hungría.
En un área determinada, la peste causaba estragos en un periodo de cuatro a seis meses y luego desaparecía, excepto en las grandes ciudades. Allí se desaceleraba durante el invierno, sólo para reaparecer en la primavera para arrasar durante otro período de seis meses. En 1349 llegó a París y comenzó a propagarse a través de Inglaterra, Escocia e Irlanda, así como en Noruega, Suecia, Dinamarca, Prusia e Islandia, a veces de manera escalofriante. Frente a la costa de Noruega, un buque que deambulaba sin rumbo, finalmente tocó tierra en Bergen. A bordo de la nave, las personas descubrieron una carga de lana y una tripulación muerta.
A mediados de los años 1350, la peste había pasado a través de la mayor parte de Europa. La tasa de mortalidad oscilaba entre el 20 por ciento en algunos lugares y hasta el 90 por ciento en otros. En muchos pueblos rurales, los últimos sobrevivientes se alejaban, y la aldea se sumergía en el desierto, dejando sólo montículos cubiertos de hierba. En general la estimación de un observador medieval coincide con el de los demógrafos modernos: "una tercera parte del mundo murió." Eso habría significado alrededor de 20 millones de muertes.
En otras palabras, desde 1347 hasta aproximadamente 1350, la Europa medieval experimentó quizás la mayor calamidad en la historia humana. No debería sorprendernos que esta plaga, o la Muerte Negra como se le suele llamar, dejara su marca en el cristianismo medieval. Pero en muchos casos, la marca que dejaba lucía tan terrible como los mismos síntomas de la Muerte Negra.
Abandonando a los Seres Queridos
Al principio, las personas estaban simplemente atónitas y los testigos atemorizados tendían a exagerar sus informes. En Aviñón, Francia, cronistas estiman el número de muertos en 62,000 (y algunos en 120,000), aunque la población de la ciudad era probablemente inferior a 50,000. Exageración o no, la peste asoló ciudades y grandes proyectos llegaron a un punto muerto: en Siena, Italia, a medida que la Muerte Negra se llevó a más de la mitad de los habitantes, el trabajo fue abandonado en la gran catedral, proyectada para ser la más grande del mundo.
La principal preocupación en un primer momento fue enterrar a todos los cadáveres. Cuando los cementerios se llenaron, en Aviñón los cuerpos eran arrojados al río Ródano hasta que se excavaron entierros masivos. En Londres, los cadáveres eran apilados hasta que se desbordaban fuera de las fosas. Los cadáveres eran dejados al frente de los portales y la luz de cada mañana revelaba nuevas pilas de cuerpos.
En lugar de fomentar la ayuda mutua, la letalidad de la plaga ahuyentaba a las personas. Un fraile Siciliano, informó: "Los jueces y los notarios se niegan a venir y hacer los testamentos de los moribundos", y lo que es peor, "incluso los sacerdotes no vienen a escuchar sus confesiones." En un relato denominado el Decamerón, el autor dice, "Un hombre rechazaba a otro … sus parientes se mantenían distantes, el hermano era abandonado por el hermano, el marido a menudo por la esposa; más aún, y apenas se podía creer, se descubrió que padres y madres abandonaban a sus propios hijos a su suerte, los desatendían, no los visitaban, como si fueran desconocidos".
Sin embargo, también había áreas de extraordinaria caridad cristiana. Según un cronista francés, las monjas de un hospital de la ciudad, "no teniendo miedo a la muerte, atendían al enfermo con toda la dulzura y humildad." Nuevas monjas sustituían a las que morían, hasta que la mayoría habían muerto: "Muchas veces renovadas por la muerte [ellas] ahora descansan en paz con Cristo, como creemos devotamente".
Aplacando la Ira de Dios
Para la mayoría de las personas existía una sola explicación de la calamidad: la ira de Dios. Un flagelo tan arrollador tenía que ser el castigo divino por el pecado. Un escritor comparó la plaga con el Diluvio.
Los esfuerzos para calmar la ira de Dios adoptaron muchas formas, pero las más comunes fueron las procesiones autorizadas al principio por el papa. Algunas duraban hasta tres días, y a algunas asistían más de 2,000 (lo cual, por supuesto, ayudaban a propagar la peste). Los penitentes Iban descalzos y vestían saco; se espolvoreaban con cenizas, lloraban, oraban, desprendían su cabello, cargaban velas y reliquias. Ellos daban vueltas por las calles de la ciudad, rogando por la misericordia de Jesús, de María y de los santos.
Cuando la peste se negó a ser abatida, las procesiones pasaron a ser de ceremonias de remordimiento a auto flagelaciones. Los flagelantes creían que eran los redentores de la sociedad; ellos representaban la flagelación de Cristo en su propio cuerpo para expiar el pecado del hombre.
Despojados hasta la cintura, golpeándose con látigos de cuero con puntas de hierros afilados hasta que fluyera la sangre, grupos de 200 a 300 (y a veces hasta de 1,000), marchaban de ciudad a ciudad. Le rogaban a Cristo y a María por piedad y los pobladores sollozaban y gemían por simpatía. Ellos hacían esto tres veces al día, dos veces públicamente en la plaza de la iglesia, y una vez en privado.
Ellos se organizaban bajo la guía de un maestro líder de la iglesia durante 33 1/2 días—para representar los años de Cristo en la tierra. Prometían apoyo mutuo y obediencia al Maestro. No les era permitido bañarse, afeitarse, cambiarse de ropa, dormir en camas, hablar o tener relaciones sexuales con mujeres sin el permiso del Maestro.
El movimiento se extendió rápidamente desde Alemania a través de los Países Bajos con dirección a Francia. Cientos de bandas recorrían la tierra, sobreexcitados en emociones de una ciudad a otra. Los habitantes los recibían con el repique de las campanas de la iglesia y les ofrecían su hospitalidad. Los niños eran llevados hacia ellos para ser sanados. La gente sumergía trapos en la sangre de los flagelantes, los presionaban contra sus ojos y los conservaban como reliquias.
Los flagelantes rápidamente se volvieron arrogantes y comenzaron a atacar abiertamente a la iglesia. Los Maestros comenzaron a escuchar las confesiones, concediéndoles la absolución e imponiéndoles penitencia. Los sacerdotes que trataban de detenerlos eran apedreados; los opositores eran denunciados como Anticristos. Los flagelantes se apropiaban de las iglesias, interrumpían los servicios, ridiculizaban la Eucaristía, saqueaban los altares, y reclamaban el poder para echar fuera demonios y para resucitar a los muertos.
Expiación Asesina
Entonces los auto torturadores y otros cristianos redirigieron su ansiedad hacia otro grupo: los Judíos. Los Judíos eran sospechosos del envenenamiento de los pozos de la ciudad, con la intención de "matar y destruir a toda la cristiandad y tener el señorío sobre todo el mundo." Los linchamientos comenzaron en la primavera de 1348 tras las primeras muertes a causa de la plaga. En Francia, los judíos eran sacados de sus casas y arrojados a las hogueras.
El Papa Clemente VI trató de detener la histeria. Dijo que los cristianos que les imputaban la pestilencia a los judíos habían sido "seducidos por aquel mentiroso, el Diablo", y que la acusación del envenenamiento y las matanzas eran una "cosa horrible". Exhortó a los sacerdotes a tomar bajo su protección a los judíos al igual que él se había ofrecido a hacerlo, pero su voz apenas fue escuchada en medio de la prisa por encontrar un chivo expiatorio.
En una ciudad, una comunidad entera de varios cientos de judíos fue quemada en una casa de madera construida especialmente para ese propósito. Los 2,000 judíos de Estrasburgo, Francia, fueron trasladados al cementerio, donde aquellos que no se convertían eran quemados en hileras de estacas.
Finalmente, la iglesia y el estado obtuvieron la ventaja. Cuando Clemente VI pidió su detención, los flagelantes se dispersaron y huyeron, "desapareciendo tan rápidamente como habían llegado", escribió un testigo, "como espectros nocturnos o fantasmas burlones".
Secuelas Furiosas
La plaga estallaba alrededor de una vez por década durante los próximos sesenta años en diversos lugares. A pesar de todo el exceso de dolor y de muerte, hubo pocos efectos profundos duraderos en la sociedad.
Algunos señalaron el triste efecto sobre la moral, "rebajando la virtud en todo el mundo." Hubo una orgía de codicia con la abundancia de mercancía disponible de las secuelas. Los campesinos tomaban herramientas y ganado no reclamados. Los pobres se trasladaban a casas abandonadas, dormían en camas, y comían con plata. Proliferaban las demandas para obtener tierras desiertas.
Otros observaron una mejora: muchas personas que vivían juntas se casaron, y los juramentos y las apuestas habían disminuido de modo que los fabricantes de dados estaban convirtiendo su producto en cadenas para rezar.
La educación superior se benefició. El emperador Carlos IV sintió profundamente la causa del "valioso conocimiento que la loca furia de la muerte pestilencial ha reprimido a lo largo de la amplia esfera del mundo." Él fundó la Universidad de Praga en el año de la peste en 1348. En 1353, se fundaron tres nuevos colegios en Cambridge, uno de ellos financiado por los ingresos derivados de las misas a los muertos.
La iglesia también fue enriquecida, primero por las ofrendas de los peregrinos que, en 1350, acudieron a Roma en busca de la absolución de sus pecados. Además, una serie de herencias fueron hechas a las instituciones religiosas. En octubre de 1348, el Consejo de Siena había suspendido temporalmente sus impuestos anuales hacia las organizaciones benéficas religiosas porque éstas se encontraban tan "inmensamente enriquecidas y ciertamente cebadas" por las herencias.
Pero la iglesia también cosechó muchas críticas. La mayoría del clero resultó estar tan asustado y ser tan egoísta como el resto de la población, algunos estafaban a las personas por sus servicios durante la crisis. Esto fue severamente condenado por el Papa Clemente VI y violentamente resentido por el pueblo. En Worcester, Inglaterra, por ejemplo, los ciudadanos rompieron las puertas del priorato, atacaron a los monjes, y trataron de prenderle fuego a los edificios.
Un contemporáneo escribió, "cuando aquellos que tienen el título de pastor actúan como lobos, la herejía crece en el jardín de la iglesia." La mayoría de las personas trabajaban con esfuerzo al igual que antes, pero el descontento ante el comportamiento de la iglesia en un momento crítico, aceleró los movimientos de reforma, que iban a surgir de manera descontrolada un siglo y medio más tarde.
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