Hasta ahora he consagrado varios capítulos a detallar todos los pormenores de mi insignificante existencia. Pero ésta no es una biografía propiamente dicha y, por tanto, puedo pasar en silencio el transcurso de mi vida durante ocho años a partir de los diez, no consagrándole más que algunas breves líneas. 

Una vez que la fiebre tífica hubo cumplido su tarea de devastación en Lowood, desapareció por sí misma, pero no antes de que su virulencia hubiese llamado la atención pública. Hecha una investigación sobre el origen de la epidemia, la indignación general fue muy grande. Lo malsano del emplazamiento del colegio, la cantidad y calidad de la comida de las niñas, el agua infectada que se usaba en su preparación y la insuficiente limpieza, vestuario e instalación de las recogidas, produjeron un resultado muy mortificante para Mr. Brocklehurst, pero muy beneficioso para la institución. 

Personas adineradas y bondadosas del condado suscribieron generosas aportaciones para la mejora del colegio, se establecieron nuevas reglas, y los fondos de la escuela se enviaron a una Comisión que debía administrarlos. Lo muy influyente que era Mr. Brocklehurst impidió que fuese destituido, pero se le relegó al cargo de tesorero y otras personas, más compasivas y mejores que él, asumieron parte de los deberes que antes ejerciera. La escuela, muy mejorada, se convirtió entonces en una verdadera institución de utilidad pública. Yo viví en ella ocho años desde su reorganización: seis como discípula y dos como profesora, y puedo atestiguar, en ambos sentidos, el saludable cambio operado en la casa. 

Durante aquellos ocho años mi vida fue monótona, pero no infeliz, porque nunca estuve ociosa. Tenía a mi alcance las posibilidades de adquirir una sólida instrucción, era aplicada y deseaba sobresalir en todo y granjearme las simpatías de las profesoras. Cuando llegué a ser la primera discípula de la primera clase, fui promovida a profesora y desempeñé el cargo durante dos años, al cabo de los cuales mi vida se modificó. 

Miss Temple, a través de todos los cambios, había conservado su cargo de inspectora. A ella debía yo casi todos mis conocimientos. Su trato y amistad eran mi mayor solaz: era para mí una madre, una maestra y una compañera. Al fin se casó con un sacerdote, un hombre tan excelente, que casi se merecía una mujer como ella, y se trasladó a otra parte a vivir. Perdí, pues, a aquella buena amiga. 

Al irse me pareció que se iban también todos los sentimientos, todas las ideas que me hicieran considerar, en cierto modo, a Lowood como mi propia casa. Yo había asimilado muchas de las cualidades de Miss Temple: el orden, la serenidad, la autoconvicción de que era feliz. A los ojos de las demás pasaba por un carácter disciplinado y tranquilo y hasta a mí misma me lo parecía. 

Pero el destino, en forma del padre Nasmyth, se interpuso entre Miss Temple y yo. La vi, por última vez, a raíz de la boda, subir, con su ropa de viaje, a la silla de Posta que se la llevaba, y luego contemplé el vehículo subir la colina y desaparecer entre los árboles. Me retiré a mi alcoba y pasé a solas casi todo el resto del día que, en atención a lo excepcional del caso, se consideraba semi festivo. 

Todo el tiempo estuve paseando por mi cuarto. Al principio creí que sólo me hallaba triste por la pérdida de mi amiga. Pero al cabo de mis reflexiones llegué a otro descubrimiento, y era el de que, desaparecida Miss Temple y, con ella, la atmósfera de serenidad que la rodeaba y que yo asimilara, se esfumaban también todos los pensamientos y todas las inclinaciones que el contacto con ella me produjeran, y volvía a sentirme en mi elemento natural y a experimentar las antiguas emociones. Hasta entonces, mi mundo había estado reducido a las paredes de Lowood y mi experiencia se constreñía a la de sus reglas y sistemas. Más ahora recordaba que había otro mundo, y en él un amplio campo de esperanzas, sensaciones y goces para quien tuviera el valor de arrastrar sus peligros. 

Abrí la ventana y miré al exterior. Los dos cuerpos del edificio, el jardín, las colinas que lo dominaban... Mis ojos contemplaron las cumbres azules; aquellas alturas cubiertas de rocas y matorrales eran como los límites de un presidio, de un destierro... Imaginé la blanca carretera que, bordeando el flanco de una montaña, se desvanecía entre otras dos, en un desfiladero, y evoqué la lejana época en que yo siguiera aquel camino. Recordé el descenso entre las montañas: parecía que hubiera transcurrido un siglo desde que llegara a Lowood para no volver a salir de él. Mis vacaciones habían transcurrido siempre en el colegio. Mi tía no me llamó nunca a Gateshead, ni ella ni sus hijos me visitaron jamás. 

Yo no me comunicaba para nada con el mundo exterior. Reglas escolares, deberes escolares, costumbres escolares, voces, rostros, tipos, preferencias y antipatías dentro de la escuela: tal era lo que yo conocía del mundo. Y ahora sentía que esto no me bastaba, que estaba fatigada de la ruina de aquellos ocho años. 

Deseaba libertad, ansiaba la libertad y oré a Dios por conseguir la libertad. Necesitaba cambios, alicientes nuevos y, en conclusión, reconociendo lo difícil que era conseguir la libertad anhelada, rogué a Dios que, al menos, si había de continuar en servidumbre, me concediese una servidumbre distinta. 

En aquel momento, la campana llamó a cenar y yo descendí las escaleras. 

No pude reanudar el hilo de mis pensamientos hasta la hora de acostarme. Y, aun entonces, otra profesora que compartía mi alcoba me abrumó con una prolongada efusión de locuacidad. ¡Con qué afán deseaba yo que el sueño impusiese silencio a mi compañera! Se me figuraba que, si podía retrotraerme a mis meditaciones de poco antes, junto a la ventana, quizá lograra que se me ocurriese alguna sugerencia capaz de facilitar la consecución de mis deseos. 

Al fin, Miss Gryce comenzó a roncar. Era una robusta galesa llena de salud. Hasta entonces, sus ruidos nasales me habían molestado considerablemente. Pero aquella noche fue un alivio para mí oírla roncar, porque ello me libraba de inoportunidades. Y mis pensamientos de antes recuperaron instantáneamente su actividad. 

«Una nueva servidumbre», reflexioné. Cierto que esa palabra no suena tan dulce como las de libertad, alegría, sensación. Pero tales vocablos, aunque deliciosos, no son para mí más que eso: meros vocablos, y probablemente muy difíciles de convertir en realidades. Mas una nueva servidumbre es cosa hacedera. Servir, se puede siempre. Yo he servido aquí ocho años. ¿Por qué no he de poder hacerlo en otro sitio? Sí, sí puedo. Nadie tiene derecho a mandar en mi voluntad. Lo que pienso es realizable: no hace falta más sino que mi imaginación descubra los medios de conseguirlo. 

Me senté en el lecho, quizá para estimular mi imaginación. La noche era fría. Me eché un chal sobre los hombros y concentré mis pensamientos en el modo de resolver el problema que me preocupaba. 

«¿Qué quiero? Un empleo nuevo, en un sitio nuevo, entre caras nuevas y en condiciones nuevas. Quiero esto, porque no puedo aspirar a cosa mejor. ¿Qué hacen los que desean obtener un empleo diferente al que tienen? Supongo que apelarán a sus amigos, pero yo no tengo amigos. Ahora bien, hay muchos que no tienen amigos y se valen por sí mismos. ¿Cómo lo hacen?» 

Yo no podía decirlo, ni tenía quien me lo aclarara. Traté de poner en orden mi cerebro para encontrar la respuesta justa y pronta. Trabajé mentalmente durante una hora, con intensidad. Mis sienes y mi pulso latían apresurados. Pero mis esfuerzos eran inútiles: me debatía en un caos mental. Excitada y febril por aquella estéril tarea, di un paseo por la alcoba para calmarme. A través de la cortina de la ventana vi brillar algunas estrellas. Sentí un escalofrío y me volví al lecho. 

Sin duda, en mi ausencia del lecho, un hada bondadosa había colocado la anhelada sugerencia sobre mi almohada porque, apenas acostada, di con la solución: 

«Los que desean un empleo, se anuncian. Por tanto, hay que anunciarse en el diario del condado.» 

¿Cómo hacerlo? La respuesta fue también inmediata: «Pones el texto del anuncio y el importe en un sobre dirigido al editor del periódico y lo depositas todo, en la primera oportunidad que tengas, en la oficina de Correos, advirtiendo en el anuncio que dirijan la contestación a J. E., Lista de Correos. Al cabo de una semana puedes ir a buscar las cartas que haya y obrar en consonancia con ellas.» 

Una vez que hube estudiado el plan y dado los últimos toques, me sentí satisfecha y pude dormirme al fin. Me levanté muy temprano, redacté mi anuncio y lo guardé en el sobre antes de que hubiera tocado la campana dando la señal de levantarse. 

El anuncio rezaba así: 

«Señorita joven, acostumbrada a enseñar (no me faltaba razón: ¿acaso no había ejercido de maestra durante dos años?), desea colocación en casa particular para educar niños menores de catorce años (yo pensaba que, teniendo yo dieciocho, no me respetarían mis pupilos si contaban mi edad aproximada). Conoce todo lo esencial para dar una buena instrucción, así como francés, dibujo y música (en aquellos tiempos, lector, éste ahora reducido cuadro de conocimientos, era muy pasadero). Dirigirse a J. E., Lista de Correos, Lowton, condado de...» 

Todo el día permaneció aquel importante documento en mi gaveta. Después del té, pedí permiso a la nueva inspectora para ir a Lowton a hacer algunos recadillos míos y de algunas de mis discípulas. Otorgado el permiso, me puse en marcha. Había una caminata de dos millas y la tarde caía ya, pero los días eran largos aún. Visité una o dos tiendas, deposité mi carta y regresé en medio de una lluvia torrencial, con las ropas caladas, pero con el corazón alegre. 

La semana siguiente me pareció muy larga. Llegó, no obstante, a su término, como todas las cosas de este mundo, y de nuevo, al caer de una agradable tarde de otoño, me encontré recorriendo a pie el camino de Lowton. La ruta era pintoresca, pero yo pensaba más en las cartas que hubiera o no hubiese en Correos que en el encanto que pudieran tener arroyos, praderas y cañadas. 

El pretexto de mi excursión, esta vez, era tomarme medida de unos zapatos. Fui, pues, primero al zapatero y luego recorrí la quieta calle que conducía a la administración de Correos, la cual estaba a cargo de una anciana señora que usaba lentes y llevaba mitones negros. 

-¿Hay cartas a nombre de J. E.? -pregunté. 

Me miró por encima de los lentes y revolvió en un cajón. No aparecía nada y mis esperanzas comenzaron a decaer. Al fin encontró una carta dirigida a J. E. La examinó largamente y luego me la tendió a través del mostrador, no sin dirigirme otra inquisitiva y desconfiada mirada. 

-¿No hay más que una? -interrogué. -Nada más -repuso. 

La guardé en el bolsillo y me apresuré a regresar. La disciplina del establecimiento exigía que yo estuviese de vuelta antes de las ocho y eran ya casi las siete y media. 

Al llegar, tenía que cumplir varias obligaciones todavía: estar con las muchachas durante la hora de estudio, leerles las oraciones, acompañarlas al lecho y cenar con las demás profesoras. Luego, al retirarme, la inevitable Miss Gryce me acompañó. En el candelero sólo quedaba un pequeño cabo de vela y temí que la conversación de mi compañera durase más que el cabo, pero afortunadamente la pesada cena que había deglutido hizo sobre ella un efecto soporífico. Antes de terminar de desvestirme, ya estaba roncando. 

Quedaba aún una pulgada de vela: a su luz leí la carta, que era muy breve: 

«Si J. E. posee los conocimientos indicados en su anuncio del pasado jueves, y si puede dar buenas referencias de su competencia y conducta, se le ofrece un empleo para atender a una sola niña, de diez años de edad. El sueldo son treinta libras al año. J. E. puede enviar informes, nombre, dirección y demás detalles a: Mrs. Fairfax, Thornfield, Millcote, condado de...» 

Examiné detenidamente el papel: la escritura era un poco anticuada e insegura, como de mano de anciana. Tal circunstancia me pareció satisfactoria. Yo temía, al lanzarme a aquella empresa por mis propios medios, verme envuelta en algún enredo, y deseaba que todo marchase bien, con seriedad, en regla. Y me parecía que una señora anciana era un buen elemento en un asunto como el que tenía entre manos. Me parecía ver a Mrs. Fairfax con un gorrito y un traje negro de viuda, tal vez seca de trato, pero no grosera: un tipo de señora inglesa a la antigua usanza. Thornfield era, sin duda, el nombre de su casa, seguramente un lugar limpio y ordenado. Millcote, condado de... Evoqué mentalmente el mapa de Inglaterra. Millcote estaba situado setenta millas más cerca de Londres que el lugar donde yo residía ahora, y era un centro fabril. Mejor que mejor: habría más movimiento, más vida. Mi cambio iba a ser completo. La idea de vivir entre inmensas chimeneas y nubes de humo no era muy fascinadora, «pero -pensé- sin duda Thornfield estará bastante lejos de la ciudad». 

En aquel momento se extinguió la luz. 

Al día siguiente di nuevos pasos en mi asunto. Mis planes no podían continuar secretos: era preciso comunicarlos a los demás para que llegasen a buen fin. Pedí y obtuve una audiencia de la inspectora y le indiqué que tenía la posibilidad de obtener una colocación con doble sueldo de las quince libras anuales que me pagaban en Lowood. Le rogué que hablase con Mr. Brocklehurst u otro miembro del patronato para que me autorizasen a citar el colegio como referencia. Ella consintió amablemente en actuar como mediadora. 

La inspectora, en efecto, habló del asunto con Mr. Brocklehurst, y éste dijo que había que contar ante todo con mi tía, que era mi tutora por derecho propio. 

Se escribió, por tanto, a Mrs. Reed. Mi tía respondió que yo podía hacer lo que quisiera, ya que ella había renunciado, desde mucho tiempo atrás, a intervenir en mis asuntos. 

La carta fue pasada al patronato y éste, tras un pesado trámite, me concedió permiso para trasladarme al nuevo empleo que se me ofrecía, dándome, además, la seguridad de que se me expediría un certificado acreditativo de mi capacidad y buen comportamiento, como alumna y como profesora, firmado por los directores de la institución. 

Una vez que se me entregó dicho certificado -en lo que se tardó un mes- envié copia de él a Mrs. Fairfax, quien contestó diciendo que estaba satisfecha y que en un plazo de quince días podía ir a tomar posesión de mi puesto de institutriz. 

La quincena pasó rápidamente. Inicié mis preparativos. Yo no tenía mucha ropa, sino sólo la imprescindible. La guardé en el mismo baúl que ocho años atrás trajera a Lowood. 

Todo quedó empaquetado y preparado. Media hora después fue llamado el recadero que debía llevar mi equipaje a Lowton. Yo saldría a la mañana siguiente, muy temprano, para tomar allí la diligencia. Tenía ya limpios y a punto mi traje negro de viaje, mi sombrero, mis guantes y mi manguito, y había revisado todos mis cajones para asegurarme de que no me dejaba nada. Pero aunque había pasado todo el día en pie, me resultaba imposible estar quieta siquiera un instante, tal era mi excitación. Aquella 

noche iba a cerrarse una época de mi vida y una nueva iba a abrirse a la mañana siguiente. ¿Quién podía dormir en el intervalo? 

Una criada me abordó en el pasillo por el que yo paseaba inquieta como un alma en pena. 

-Señorita -me dijo-: una persona desea hablar con usted. 

No pregunté quién era. Pensé que el mandadero. Corrí escaleras abajo y me dirigí a la cocina, donde supuse que le habrían hecho pasar. Al cruzar el salón en que nos reuníamos las maestras, una persona salió a mi encuentro: 

-¡Es ella! ¡Estoy segura! -dijo la persona que me cortaba el paso, cogiéndome la mano. 

Miré y vi a una mujer joven aún, con aspecto de sirvienta bien vestida. Tenía el cabello y los ojos negros y su talante era muy agradable. 

-¿Es posible que no me recuerde usted, Miss Jane? -dijo con voz y sonrisa que reconocí en seguida. 

La besé y abracé. 

-¡Bessie, Bessie, Bessie! -fue cuanto acerté a decir. Ella lloraba y reía a la vez. Luego las dos pasamos al salón. Junto al fuego había un niño de unos tres años con un trajecito a rayas. 

-Mi hijo -dijo Bessie.
-¿Con que te has casado, Bessie?
-Sí, hace unos cinco años. Con Robert Leaven, el cochero. Además de Bobby, tengo 

una niña y la he bautizado con el nombre de Jane.
-¿No vives en Gateshead?
-Vivo en la portería. El portero antiguo se fue. -¿Cómo están todos allí? Pero antes, 

siéntate, Bessie. ¿Quieres sentarte en mis rodillas, Bobby?
Bobby prefirió instalarse en las de su madre.
-No está usted muy alta ni muy guapa, Miss Jane -dijo Bessie-. Se me figura que no 

le ha ido muy bien en el colegio. Miss Eliza le lleva a usted la cabeza y con Miss Georgiana se pueden hacer dos como usted. 

-¿Es muy guapa? 

-Mucho. El último invierno estuvo en Londres y todos la admiraban. Un señorito joven se enamoró de ella. ¿No sabe lo que pasó? Pues que huyeron juntos. Pero les encontraron a tiempo y los detuvieron. Fue Miss Eliza quien les encontró. Creo que está envidiosa de su hermana. Ahora las dos se llevan como perro y gato: están riñendo siempre. 

-¿Y John Reed? 

-No es lo que su madre hubiera deseado. Le suspendieron en los exámenes. Sus tíos querían que fuese abogado, pero es un libertino y un holgazán y temo que no haga nunca nada de provecho. 

-¿Qué aspecto tiene?
-Es muy alto y algunos dicen que guapo. ¡Pero con aquellos labios tan gruesos! -¿Y mi tía?
-De aspecto bien, pero yo creo que la procesión anda por dentro. La conducta del 

señorito la disgusta mucho. ¡No sabe usted el dinero que gasta ese chico!
-¿Vienes de parte de mi tía, Bessie?
-No. Hace mucho que tenía deseos de verla, y como he oído que se ha recibido una 

carta diciendo que se marcha usted a otro sitio, he querido visitarla antes de que se aleje más de mí. 

-Me parece que te defraudo, Bessie -dije, notando que, en efecto, sus miradas no indicaban una admiración profunda, aunque sí afecto sincero. 

-No crea: está usted bastante bien y tiene aspecto de verdadera señorita. Vale usted más de lo que esperaba: usted, de niña, no era guapa. 

La sincera contestación de Bessie me hizo sonreír. Comprendía que era exacta, pero confieso que no me halagaba en exceso: a los dieciocho años se desea agradar y la convicción de que no se tiene un aspecto muy atractivo dista mucho de ser lisonjera. 

-En cambio, debe usted de ser muy inteligente -agregó Bessie por vía de consuelo-. ¿Sabe usted mucho? ¿Toca el piano? 

-Un poco. 

En el salón había uno. Bessie lo abrió y me pidió que le regalase con una audición. Toqué uno o dos valses, y ella se mostró encantada. 

-¡Las señoritas no tocan tan bien! -dijo con entusiasmo-. ¡Ya sabía yo que usted las superaría! ¿Sabe usted dibujar? 

-Ese cuadro de encima de la chimenea es uno de los que he pintado. 

Era un cuadrito a la aguada que había regalado a la inspectora como muestra de mi agradecimiento por su intervención en el asunto de mi empleo. 

-¡Qué bonito es! Es tan lindo como los que pinta el maestro de dibujo del señorito. Las señoritas no harían nunca cosa semejante. ¿También sabe usted francés? 

-Sí, Bessie: lo leo y lo hablo. -¿Y bordar?
-Sí.
-¡Es usted una señorita completa! Ahora querría hacerle otra pregunta ¿No ha oído 

hablar nunca de sus parientes por parte de padre?
-Nunca en mi vida.
-Pues la señora decía siempre que eran pobres y despreciables, pero yo creo que no, 

porque hace siete años, un tal Mr. Eyre fue a Gateshead y preguntó por usted. La señora le dijo que estaba usted en un colegio a cincuenta millas de distancia y él se disgustó mucho. 

Tenía que embarcar para un país lejano y el buque zarpaba de Londres al cabo de uno o dos días. No podía esperar. Aparentaba ser todo un caballero. Creo que era hermano de su padre, señorita. 

-¿A qué país se iba, Bessie? 

-A una isla a miles de millas de aquí: un sitio que produce vino. Me lo dijo el mayordomo. 

-¿Madeira? -sugerí. -Madeira: eso es. -¿Y se fue, dices? 

-Sí: sólo estuvo unos minutos en la casa. La señora lo recibió con mucha altivez y cuando se marchó dijo que era «un vil mercader». Mi Robert cree que debe ser exportador de vinos. 

Durante más de una hora, Bessie y yo hablamos de los viejos tiempos. Luego tuvo que dejarme. A la mañana siguiente la vi durante un momento en Lowton, mientras esperaba la diligencia. Nos separamos, al fin, en la puerta de la posada de Brocklehurst. Ella tomó el camino de Lowood Fell para esperar el coche que la conduciría a Gateshead. Yo subí al carruaje que iba a llevarme hacia una nueva vida y una nueva tarea en los desconocidos alrededores de Millcote. 

XI
Cada nuevo capítulo de una novela es como un nuevo cuadro en una obra teatral.

Así, pues, lector, al subir el telón, imagínate una estancia en una posada de Millcote, con sus paredes empapeladas, como todas las posadas las tienen, con la acostumbrada alfombra, los acostumbrados muebles y los acostumbrados adornos, incluyendo, desde luego, entre ellos un retrato de Jorge III y otro del príncipe de Gales. La escena es 

visible al lector gracias a la luz de una lámpara de aceite colgada del techo y a la claridad de un excelente fuego junto al que estoy sentada envuelta en mi manto y tocada con mi sombrero. Mi manguito y mi paraguas están sobre la mesa y yo procuro devolver el calor y la elasticidad a mis miembros entumecidos y embotados por un viaje de dieciséis horas, que son las que median entre las cuatro de la madrugada, en que salí de Lowton, y las ocho de la noche, que en este momento están sonando en el reloj del municipio de Millcote. 

No imagines, lector, que mi aspecto tranquilo refleja la serenidad de mi ánimo. Al pararse la diligencia, yo esperaba que alguien me aguardase. Miré, pues, afanosa, en torno mío, mientras me apeaba utilizando los peldaños de la escalerita colocada al efecto para mi comodidad, intentando descubrir algo que se pareciese al coche que, sin duda, debía conducirme a Thornfield y oír alguna voz que pronunciase mi nombre. Pero nada semejante se veía ni oía. 

Interrogué a un mozo de la posada si alguien había preguntado por Miss Eyre y la contestación fue negativa. No tuve más remedio que pedir una habitación, en la que me ha encontrado el lector en espera de los que debían ir a buscarme, mientras toda clase de dudas y temores poblaban mis pensamientos. 

Para una joven inexperta es muy extraña la sensación que le produce el encontrarse sola en el mundo, cortada toda conexión con su vida anterior, sin divisar puerto a qué acogerse y no pudiendo, por múltiples razones, volver, caso de no hallarlo, al puesto de partida. El encanto de la aventura embellece tal sensación, un impulso de suficiencia personal la anima, pero el temor contribuye mucho a estropearlo todo. Y el temor era el que predominaba sobre mis restantes sentimientos cuando, pasada media hora, continuaba sola, sin que nadie se presentase a recogerme. 

Toqué la campanilla. 

-¿Está cerca de aquí un sitio llamado Thornfield? - pregunté al camarero que acudió a la llamada. -¿Thornfield?... No lo conozco, señorita. Voy a averiguarlo en el bar. 

Desapareció, pero reapareció en seguida. -¿Se apellida usted Eyre, señorita? -Sí. -Abajo la espera una persona.
Le seguí, tomando mi paraguas y mi manguito, y salí. Un hombre estaba en pie y, a 

la luz de un farol, distinguí un coche de un solo caballo parado junto a la puerta. -Ese será su equipaje, ¿no? dijo aquel hombre, con bastante brusquedad. Señalaba mi baúl, que estaba en el pasillo. -Sí.
Lo cargó en el vehículo y yo subí a él. Era una especie de carricoche. Inquirí si 

Thornfield estaba muy lejos. -Unas seis millas -repuso.
-¿Tardaremos mucho en llegar? -Cosa de hora y media.
Aseguró la portezuela y saltó al pescante. Partimos, íbamos lo bastante despacio 

para darme tiempo a pensar holgadamente. Estaba satisfecha de llegar al fin de mi viaje. Instalada a mi placer en el cómodo aunque no elegante carruaje, reflexionaba del modo más optimista posible. 

«A juzgar por el aspecto del criado y del coche -pensaba yo-, Mrs. Fairfax es una mujer de pocas pretensiones. Tanto mejor: la única vez que he vivido con personas encopetadas fui muy desgraciada. Quizá la señora viva sola con la niña. Si es así, y si la señora es medianamente amable, haré todo lo posible para que nos entendamos bien. Ahora que, a veces, esos buenos propósitos no son correspondidos. En Lowood, sí lo fueron; pero en cambio, mi tía respondía con repulsas agrias a mis buenas intenciones. Esperemos que Mrs. Fairfax no sea como Mrs. Reed: si lo fuera, no seré yo quien pase con ella mucho tiempo.» 

Me asomé a la ventanilla. Millcote estaba lejos ya. A juzgar por sus luces, era bastante mayor que Lowton. Había muchas casas esparcidas por el campo. La región era distinta a Lowood: más populosa, menos pintoresca, más animada y menos romántica. 

Los caminos eran malos, la noche brumosa. El caballo iba al paso. A lo que me parecía, la hora y media se convertiría en dos horas. Al fin, el cochero se volvió hacia mí y me dijo: 

-Ya no estamos lejos de Thornfield. 

Miré de nuevo por la ventanilla. Pasábamos junto a una iglesia. Su torre, achatada, se elevaba hacia el cielo. Divisé una hilera de luces y supuse que era un pueblo o aldea. 

Diez minutos después, el conductor se apeó y abrió una verja. La atravesamos y subimos despacio una pendiente. El coche se detuvo ante la puerta de una casa de la que salía luz por entre los cortinajes de una ventana arqueada. Las demás estaban oscuras. Una criada abrió la puerta. Me apeé y la seguí. 

-Por aquí, señorita-dijo la muchacha. 

Me condujo, a través de un vestíbulo cuadrado flanqueado de altas puertas, hasta un cuarto cuya doble iluminación de fuego y bujías casi me dejó ciega durante un momento por contraste con las tinieblas en que había estado sumida durante dos horas. Cuando pude ver, me hallé agradablemente sorprendida por un cuadro atractivo y alegre. 

El cuarto era pequeño, alfombrado. Junto a la chimenea había una mesita redonda y, a su lado, un sillón de alto respaldo y antigua forma, en el que se hallaba sentada una ancianita con gorrito de viuda, vestida de seda negra y delantal de muselina blanca. Mrs. Fairfax era tal como yo me la había imaginado, sólo que menos altanera, mucho más sencilla... Estaba haciendo calceta y un enorme gato dormía a sus pies. No faltaba detalle alguno para dar la impresión de un hogar tranquilo y confortable. No podía esperarme mejor recibimiento que el que me hizo: se levantó en seguida y acudió a mí. 

-¿Cómo está usted, querida? Vendrá aburrida, sin duda, ¡John conduce tan despacio! Acérquese al fuego; debe usted de sentirse helada. 

-Hablo con Mrs. Fairfax, ¿verdad? -Sí. Siéntese. 

Me instaló en su propia butaca y comenzó a quitarme el chal y el sombrero. Le rogué, agradecida, que no se molestara. 

-No es molestia. Debe usted de tener las manos entumecidas. Prepara algo caliente y un par de bocadillos, Leah. Aquí están las llaves de la despensa. 

Sacó del bolsillo un gran manojo de llaves y las entregó a la criada. -Acérquese más al fuego, querida-me dijo-. ¿Ha traído usted su equipaje?
-Sí, señora.
-Voy a ver si lo han llevado a su cuarto -declaró. Y salió de la estancia.
«Me trata como a una visitante», pensé. No esperaba yo tan buen recibimiento. 

Creía que me acogería con frialdad e indiferencia. Pero no nos entusiasmemos demasiado pronto. 

La señora volvió. Quitó la labor y uno o dos libros que había sobre la mesa, y cuando Leah trajo lo pedido, ella misma me lo ofreció. 

Me sentía confundida viéndome tratada con amabilidad tan insólita para mí; pero notando que Mrs. Fairfax procedía como si aquello fuese cosa corriente, acepté sus atenciones con naturalidad. 

-¿Tendré el gusto de ver esta noche a Miss Fairfax? -pregunté.
-¿Qué dice, querida? Soy un poco sorda -repuso, aproximando el oído a mi boca. Repetí la pregunta con más claridad.
-¿Miss Fairfax? Querrá decir Miss Varens. Así se apellida su futura discípula. -¡Ah! ¿No es hija suya? -No. No tengo familia. 

Hubiera deseado saber algo más, pero comprendí que era incorrecto hacer excesivas preguntas. Además, lo averiguaría todo más adelante. 

-Celebro -continuó, sentándose a la mesa frente a mí y poniendo al gato sobre sus rodillas- que haya venido usted. No es agradable vivir aquí sola. Por algún tiempo se está bien, porque Thornfield, aunque algo descuidada estos años últimos, es una hermosa residencia antigua. Pero ya sabe usted que, en invierno, se siente una muy sola, aun viviendo en el mejor de los sitios, si no tiene quien la acompañe. Claro que tengo a Leah, que es una buena chica, y a John y a su mujer, que son excelentes personas; pero al fin y al cabo son criados y no se puede hablar con ellos de igual a igual. Es preciso guardar las distancias para no perder autoridad ante ellos. El pasado invierno, que fue muy frío como usted sabe, desde noviembre a febrero no vino aquí alma humana, fuera del carnicero y el cartero. A veces hacía que la muchacha me leyese algo, pero la pobre se aburría. En primavera y verano se está mejor. Precisamente la pequeña Adèle Varens vino, con su niñera, a principios del otoño. Un niño anima siempre mucho una casa. Y ahora que está usted aquí también, me sentiré completamente satisfecha. 

Mi corazón se confortaba oyendo la agradable conversación de la digna señora. Acerqué mi butaca a la suya y expresé mi deseo de que mi compañía le resultara lo atractiva que ella esperaba. 

-No quiero entretenerla por esta noche-me dijo-. Son cerca de las doce; usted ha viajado durante todo el día y debe de estar muy cansada. Si se ha calentado ya, váyase a dormir. He mandado que le preparen la alcoba contigua a la mía. Aunque es un cuartito pequeño, supongo que lo preferirá usted a uno de los grandes aposentos de la parte de delante. Están mejor amueblados, pero son sombríos y solitarios. Yo nunca duermo en ellos. 

Le agradecí sus atenciones y, como, en efecto, me sentía cansada, la seguí a mi habitación. Cogió la bujía y me guió. Antes fue a cerciorarse de que la puerta del vestíbulo estaba bien cerrada. Recogió la llave y comenzó a subir al piso principal. Peldaños y barandillas eran de roble, la ventana de la escalera era alta y enrejada, y todo, incluso la amplia galería en que se abrían las puertas de los dormitorios, parecía pertenecer más a una iglesia que a una casa particular. En escaleras y galerías 

soplaba un aire frío y lóbrego. Me sentí feliz cuando vi que mi habitación era de pequeñas dimensiones y estaba amueblada al estilo moderno. 

Después de que la señora me hubo deseado, con amabilidad, buenas noches y me quedé sola, miré detalladamente a mi alrededor, y el agradable aspecto de mi cuarto disipó en parte la impresión que me produjeran el inmenso vestíbulo, la sombría y espaciosa escalera y la larga y helada galería. Al sentirme, tras un día de fatiga corporal e inquietud moral, llegada felizmente a puerto de refugio, un impulso de gratitud inflamó mi corazón. Me arrodillé a los pies del lecho, di gracias a Dios y le rogué que me ayudase en mi camino y me permitiese corresponder a la bondad con que era acogida desde el principio en aquella casa. Aquella noche pude acostarme sin zozobras ni temores. Me dormí pronto y profundamente. Cuando desperté, era día claro. 

A1 despertar, la alcoba me pareció de nuevo un cuartito muy lindo. El sol entraba alegremente a través de los azules visillos de algodón de la ventana. En vez del escueto entarimado y los fríos muros enyesados de Lowood, mi habitación tenía el suelo alfombrado y empapeladas las paredes. El aspecto externo de las cosas influye mucho en las personas jóvenes. Tuve la impresión de que empezaba para mí una nueva época de mi vida, en la cual las satisfacciones iban a ser tantas como antes las pesadumbres. Sentíame optimista: parecíame que iba a suceder algo muy agradable, no dentro de un día ni de un mes, pero sí en un período indeterminado, en lo futuro. 

Me levanté y me vestí con el mayor esmero posible. Tenía que ser sencilla en mi atuendo, porque no poseía nada que no fuese sencillísimo, pero me gustaba no dar una impresión de descuido o desaliño y deseaba parecer tan bien como mi falta de belleza me lo permitía. Con frecuencia lamentaba no ser más hermosa: me hubiera gustado tener las mejillas rosadas, la nariz recta y la boca pequeña y roja. Hubiese querido también ser alta, majestuosa y bien conformada, y me parecía una desdicha verme tan baja, tan pálida y de facciones tan irregulares y tan pronunciadas. 

Difícil sería decir en qué se basarían y a qué tendían tales aspiraciones, aunque, en el fondo, me parece que eran lógicas y naturales. Fuera como fuese, cuando me hube peinado cuidadosamente y vestido mi traje negro, de una sencillez casi cuáquera, y mi cuello blanco, juzgué que estaba lo bastante aseada y presentable para comparecer ante Mrs. Fairfax y para que mi discípula no experimentase desagrado al verme. Abrí la ventana de mi cuarto, me cercioré de que dejaba todos mis efectos en orden sobre el tocador y salí. 

Atravesé la larga y solemne galería, descendí los inseguros peldaños de roble y llegué al vestíbulo. Me detuve un momento a contemplar las pinturas de los muros, una de las cuales representaba un torvo caballero con coraza, y otra una señora con el cabello empolvado y un collar de perlas. Del techo pendía una lámpara de bronce. Había también un enorme reloj cuya caja era de roble curiosamente trabajado con aplicaciones de negro ébano. Todo me parecía grandioso e imponente, pero quizá se debiera a que yo estaba poco acostumbrada a la magnificencia. 

La puerta vidriera del vestíbulo estaba abierta. Me detuve en el umbral. Hacía una hermosa mañana de otoño. El sol iluminaba blandamente frondas y praderas, verdes aún. 

Salí y examiné la fachada del edificio. Tenía tres pisos. Era una casa hidalga, no un castillo señorial. Las almenas que cubrían su parte superior le daban un aspecto muy pintoresco. En aquellos almenares habitaban innumerables cornejas, que en este momento volaban en bandadas. El terreno inmediato a la casa estaba separado de los prados cercanos por un seto sobre el que destacaban grandes arbustos espinosos, fuertes, nudosos y duros como robles. Semejante vegetación aclaraba la etimología del nombre del lugar. Más allá de los prados se elevaban colinas, no tan altas como las que circundaban Lowood, no tan fragosas y sin tanto aspecto de barrera de separación del mundo habitado, pero sí lo bastante silenciosas y desiertas para dar la impresión de que Thornfield estaba en medio de una soledad extraña en las proximidades de una villa tan populosa como Millcote. En una de las colinas se divisaban, medio ocultos entre los árboles, los tejados de una aldea. La iglesia estaba próxima a Thornfield y su vieja torre se erguía sobre un collado. 

Mientras yo disfrutaba del paisaje y del aire puro, escuchaba los graznidos de las cornejas y pensaba, contemplando la residencia, en lo grande que era para una viejecita sola como Mrs. Fairfax, ella en persona apareció en la puerta. 

-¿Ya vestida? -dijo-. ¡Muy madrugadora es usted!
Me acerqué a la anciana, quien me recibió con un beso y un apretón de manos. -¿Le gusta Thornfield? -me preguntó. Yo contesté que mucho.
-Sí -dijo-: es un sitio muy hermoso. Pero temo que tienda a desmerecer si Mr. 

Rochester no se decide a venir a vivir aquí o, al menos, a pasar en la casa temporadas frecuentes. Las buenas propiedades requieren la presencia de sus propietarios. 

-¿Quién es Mr. Rochester? -interrogué. 

-El propietario de Thornfield -dijo ella con naturalidad-, ¿sabía que el amo se llama Rochester? 

Yo lo ignoraba y jamás había oído hablar de aquel caballero, pero la anciana parecía dar por descontado que Mr. Rochester debía ser universalmente conocido, y que su existencia debía ser adivinada en cualquier caso por inspiración divina. 

-Creí -dije- que Thornfield era propiedad de usted. , Thornfield significa, literalmente, en inglés, campo de espinos. 

-¿Mía? ¡Bendito sea Dios! ¡Mía! Yo no soy más que la administradora, el ama de llaves. Soy algo pariente, eso sí, de los Rochester por parte de madre y mi marido un pariente cercano. Mi marido, que en paz descanse, era sacerdote: el párroco de esa iglesia que ve usted ahí. La madre de Mr. Rochester fue una Fairfax, prima segunda de mi esposo. Pero yo nunca me he considerado como parienta, sino como una simple ama de llaves. El amo es muy bueno conmigo y yo no aspiro a más. 

-¿Y la niña? -pregunté. 

-Está a cargo de Mr. Rochester y él me mandó que le buscase institutriz. La niña vino con su bonne, como llama a la niñera. 

El enigma quedaba explicado. La afable ancianita no era una gran señora, sino una subalterna, como yo. No por ello me sentí menos atraída hacia la anciana; al contrario. La igualdad entre las dos era real y no dependía de mera condescendencia de su parte y, por tanto, yo me sentía más a gusto, menos sujeta. 

Mientras pensaba en esto, una niña, seguida de su niñera, apareció corriendo en la explanada. Al principio no pareció reparar en mí. No debía de tener más de siete u ocho años. Era de frágil contextura y su rostro estaba muy pálido. Sus cabellos abundantísimos y rizados, descendían casi hasta su cintura. 

-Buenos días, Miss Adèle -dijo Mrs. Fairfax-. Venga a ver a la señora que se va a encargar de su educación para que pueda usted llegar a ser una mujer de provecho. 

Ella se acercó.
-C'est la gouvernante? -preguntó a su niñera, refiriéndose a mí.
La niñera repuso: -Mais oui, certainement.
-¿Son extranjeras? -pregunté extrañada de oírlas hablar en francés.
-La niñera sí, y Adèle ha nacido en el continente y creo que ha vivido siempre 

en él hasta hace seis meses.
Al principio no entendía nada de inglés, pero ahora hablaba ya un poco. Yo no la 

comprendo, porque revuelve los dos idiomas, mas confío en que llegará a hablar nuestra lengua bien. 

Afortunadamente, yo había practicado mucho el francés con Madame Pierrot, con quien todas las veces que me era posible conversaba en su idioma. Durante aquellos siete años, procuré aprender cuanto pude y me esforcé en imitar el acento y la pronunciación de mi profesora. Así, pues, había adquirido bastante soltura en la lengua francesa y me resultó fácil entenderme con Adèle. 

Cuando se cercioró de que yo era su profesora, se acercó y me tendió la mano. La llevé a desayunar y le dirigí algunas frases en su propio idioma. Al principio me contestaba irónicamente, pero después de llevar algún tiempo a la mesa y examinarme durante diez minutos a su gusto con sus grandes ojos castaños, comenzó de pronto a hablar con gran rapidez. 

-Usted habla en francés tan bien como Mr. Rochester -dijo en su lengua-. Podré hablarla como a él y a Sophie. ¡Qué contenta se pondrá Sophie! Aquí nadie la comprende: Mrs. Fairfax no entiende más que inglés. Sophie es mi niñera: vino conmigo por el mar en un barco muy grande que echaba mucho humo, mucho, y yo me puse mala, y Sophie y Mr. Rochester. Mr. Rochester se tumbó en un sofá en un sitio que se llamaba el salón, y Sophie y yo en dos camas pequeñas en otro lugar. Yo creía que 

iba a caerme de la mía: estaba en una pared, como un estante. Y luego, señorita... ¿Cómo se llama usted? -Eyre, Jane Eyre. 

-¿Cómo? No sé decirlo. Bueno; pues el barco se paró por la mañana en una ciudad muy grande con muchas casas negras y mucho humo, más fea que la ciudad de que veníamos, y Mr. Rochester me cogió en brazos y me llevó a tierra por un tablón, y Sophie detrás. Y luego fuimos en un coche a una casa mayor y más bonita que ésta. Se llama un hotel. Estuvimos allí una semana y Sophie y yo íbamos a pasear todos los días a un sitio verde lleno de árboles que se llama el parque. Allí había muchos niños y un estanque con pájaros y yo les echaba migas. 

-¿La entiende usted cuando habla tan deprisa? - me preguntó la anciana. 

Yo la comprendía muy bien, porque estaba acostumbrada a la no menos veloz manera de hablar de Madame Pierrot. 

-Pregúntele algo sobre sus padres -continuó Mrs. Fairfax. 

-Adèle -interrogué-: ¿con quién vivías cuando estabas en esa ciudad bonita de que me has hablado? -Vivía con mamá, pero mamá se fue al cielo. Mamá me enseñaba a cantar y a bailar y a decir versos. Iban a casa muchos señores y muchas señoras a ver a mamá, y yo bailaba delante de todos, o me sentaba en las rodillas de alguno y cantaba. Me gustaba mucho. ¿Quiere usted oírme cantar? 

El desayuno había concluido y yo le permití que me diera una muestra de sus habilidades. La pequeña dejó su silla, se colocó sobre mis rodillas, echó hacia atrás sus cabellos rizados y, levantando los ojos al techo y juntando sus manos ante sí con coquetería, comenzó a cantar un aria de ópera, que versaba sobre las vicisitudes de una mujer abandonada por su adorador y que, apelando a su amor propio, se presentaba una noche, ataviada con sus mejores galas, en un baile al que asistía también el perjuro, para demostrarle, con la alegría de su aspecto, lo poco que el abandono le afectaba. 

El tema me pareció muy poco apropiado para un cantar infantil. Por mucho que reconociese que la gracia consistía precisamente en que fueran labios infantiles los que profirieran tales amargas quejas de amor, no por ello dejaba de parecerme una cosa de muy mal gusto.
Adèle cantó con bastante buena entonación y con toda la inocencia propia de su edad. Acabado el cantar, saltó de mis rodillas y dijo: 

-Ahora voy a recitar versos. 

Y, adoptando una actitud adecuada, comenzó: -La ligue des rats, fábula de la Fontaine... 

Y declamó la fábula con un énfasis, un cuidado y una voz y unos ademanes tales, que demostraban a las claras lo mucho que le habían hecho ensayar aquella recitación. -¿Te enseñó tu mamá esos versos? -pregunté. -Sí. Me acostumbró a poner la mano 

así al decir: «Qu'avez vous donc?, lui dit un de ces rats, parlen!» ¿Quiere ver cómo bailo? 

-No; ahora, no. Después de que tu mamá se fuera al cielo, como tú dices, ¿con quién fuiste a vivir? 

-Con Madame Frédéric y su marido. Se encargaron de mí, pero no eran parientes míos. Me parece que deben de ser pobres, porque su casa no es tan bonita como la de mamá. Pero estuve poco tiempo con ellos. Mr. Rochester me preguntó si me gustaría ir a vivir con él a Inglaterra y dije que sí, porque yo conocía a Mr. Rochester antes que a Madame Frédéric, y me regalaba vestidos y juguetes, y era muy bueno conmigo. Pero no ha cumplido lo que me decía, porque me ha traído aquí y se ha ido, y a lo mejor no volveré a verle jamás. 

Adèle y yo pasamos a la biblioteca, la cual, por orden expresa de Mr. Rochester, debía servir de cuarto de estudio. Casi todos los libros estaban guardados bajo llave en 

estanterías protegidas por cristales, pero había sido dejado fuera un volumen que contenía las nociones elementales de primera enseñanza, y varios volúmenes de literatura amena: poesía, biografía, novelas, viajes... Supuse que Mr. Rochester, al sacar aquellos libros, pensó que bastarían para llenar las necesidades de lectura de la institutriz y, en efecto, por el momento me satisficieron bastante. Comparados con el escaso surtido de lecturas a que estaba acostumbrada en Lowood, tales libros me parecieron un abundante arsenal de instrucción y entretenimiento. En la misma habitación había un piano muy bien afinado, un caballete y otros útiles de pintura y dos esferas terráqueas. 

Mi discípula era dócil, aunque poco aplicada. No estaba acostumbrada a un trabajo organizado. Consideré imprudente sobrecargarla al principio, así que, después de hablarle mucho y enseñarle sólo un poco, la llevé con su niñera. Todavía no era mediodía y resolví emplear el tiempo en dibujar algunas cosas para uso de la niña. 

Cuando subía a coger papeles y lápices, Mrs. Fairfax me llamó.
-Supongo que ya habrá terminado sus horas de clase -me dijo.
Hablaba desde una estancia cuyas puertas estaban abiertas. Entré. La habitación era 

amplia y magnífica, con sillas y cortinajes rojos, una alfombra turca, zócalos de nogal, un gran ventanal con vidrieras de colores y un techo muy alto, decorado con ricas molduras. La anciana estaba quitando el polvo de algunos magníficos jarrones que había sobre el aparador.

Yo no había visto nunca nada tan majestuoso. No pude por menos de exclamar: -¡Qué habitación tan hermosa!
-Sí. Es el comedor. He venido a abrir la ventana para que se ventile un poco, porque 

los cuartos cerrados toman un olor muy desagradable. Aquel salón huele como una cueva. 

Señalaba un arco situado frente a la ventana y cubierto por un gran cortinón, descorrido en aquel momento. Lancé una ojeada al interior. Era un saloncito seguido de un boudoir. Ambos estaban cubiertos de suntuosas alfombras blancas adornadas de guirnaldas de flores. Los artesonados eran blancos también y representaban uvas y hojas de vid. En contraste con aquellas blancas tonalidades, las otomanas y divanes eran de vivo carmesí. Vasos de centelleante cristal de Bohemia, color rojo rubí, ornaban la chimenea, de pálido mármol de Paros, y grandes espejos colocados entre las ventanas multiplicaban la decoración, toda nieve y fuego. 

-Qué ordenados tiene usted estos cuartos. Mrs. Fairfax! -dije-. ¡Ni una mota de polvo! A no ser por el olor a cerrado, se diría que están habitados continuamente. 

-Es que, Miss Eyre, aunque Mr. Rochester viene pocas veces, cuando llega lo hace siempre de improviso. Y como he observado que le disgusta mucho no encontrar a punto las cosas, procuro tenerlo todo siempre dispuesto por si se presenta de pronto. 

-¿Entonces Mr. Rochester es un hombre escrupuloso, de esos que se fijan en todo? 

-No, no es así, precisamente. Pero es un hombre de gustos y costumbres muy refinados y quiere que todo responda a ese modo de ser suyo. 

-¿Le aprecia usted? ¿Le aprecia la gente en general? -Sí; su familia, aquí, ha sido siempre muy estimada. Casi todas las tierras de la vecindad, hasta donde alcanza la vista, pertenecen a los Rochester desde tiempo inmemorial. 

-Yo no me refiero a las propiedades. ¿Le estima usted, aparte de eso, por sus cualidades personales? -Claro que le estimo, como es mi obligación. Los colonos dicen, por su parte, que es un señor justo y generoso. Pero le conocen poco, porque no ha vivido apenas entre ellos. 

-Me refería más bien a su carácter. ¿No tiene algún rasgo peculiar? 

-Su carácter es irreprochable, según creo. Un poco raro, eso sí. Ha viajado mucho, ha visto mucho y me parece inteligente. Pero en realidad he tratado muy poco con él. 

-¿En qué consisten sus rarezas? 

-No sé en qué; no es fácil decirlo. Pero se notan cuando se le habla. Nunca se puede saber si bromea o no, si está enfadado o contento. En fin, no se le puede comprender o, al menos, yo no le comprendo; pero por lo demás, es un amo admirable. 

Esto fue cuanto me contó la anciana respecto a nuestro patrón. Hay personas que tienen la propiedad de no saber describir en absoluto los caracteres de las otras, y Mrs. Fairfax pertenecía, sin duda, a esa clase de gentes. A sus ojos, el señor Rochester no era más que Mr. Rochester: esto es, un caballero y un propietario. A juicio de ella, sobraba toda otra averiguación. Se encontraba evidentemente sorprendida de mis preguntas. 

Salimos del comedor y me propuso mostrarme toda la casa. Subimos y bajamos escaleras, entramos en habitaciones y más habitaciones. Yo admiraba lo bien arreglado que todo se hallaba. Los aposentos de la parte de delante eran muy espaciosos. Los cuartos del tercer piso, oscuros y bajos de techo, interesaban por su aspecto de antigüedad. Se notaba que a medida que las modas fueron evolucionando, los muebles de los pisos principales habían sido transportados al tercero. A la escasa luz que entraba por las ventanas angostas, distinguíanse camas inmensas, antiguos arcones de roble o nogal con cabezas de querubes y complicados dibujos en forma de palma sobre las tapas. Junto a aquellas verdaderas reproducciones del arca judaica se veían hileras de venerables sillas estrechas y de alto respaldo; escabeles más arcaicos aún, en cuyos respaldos tapizados quedaban vestigios de antiguos bordados hechos por dedos que hacía dos generaciones se pudrían en la sepultura. 

Semejantes objetos fuera de uso daban al tercer piso de Thornfield el aspecto de una casa de antaño o de un almacén de reliquias. El melancólico silencio de aquellas estancias me agradaba; pero seguro que no hubiera dormido tranquila en uno de los enormes lechos vacíos, cerrados algunos, como armarios, con enormes puertas de nogal, cubiertos por antiguas cortinas a la inglesa, con extraños bordados que representaban no menos extrañas flores, extraños pájaros y otras mil y mil raras figuras, sin duda de aspecto temeroso por la noche, cuando las iluminase la pálida y triste luz de la luna filtrándose por las ventanas. 

-¿Duermen en estos cuartos los criados? -pregunté. 

-No. En éstos de aquí no duerme nadie. La servidumbre habita en otros, al extremo del pasillo. Seguro que si en Thornfield Hall hubiera un fantasma, su guarida estaría por estos rincones. 

-Eso creo yo. ¿No tienen ustedes fantasma? -Nadie ha oído hablar de él -repuso la anciana, sonriendo. 

-¿Tampoco hay leyendas que se refieran a cosas de ese estilo? 

-Creo que no. Se dice que, en sus tiempos, los Rochester eran una raza de gentes más bien violentas que pacíficas... Quizá sea en virtud de tal razón por lo que duermen tranquilos en sus tumbas. 

-Hartos de turbulencia, reposan tranquilos, ¿no? -comenté-. ¿Y adónde me lleva usted ahora? -añadí, viendo que se preparaba a salir. 

-Arriba de todo. ¿No quiere ver el panorama que se domina desde lo alto? 

Subimos a los desvanes por una estrecha gradería, y luego, siguiendo una escalera de mano y una claraboya, alcanzamos el tejado del edificio. Pude ver claramente el interior de los nidos de las aves entre las almenas. Los campos se extendían ante nosotros: primero, la explanada contigua a la casa; después, las praderas; el bosque, seco y pardo, dividido en dos por un sendero; la iglesia, el camino, las colinas... Todo 

ello bañado por la luz suave de un sol otoñal y limitado por un horizonte despejado y azul. 

Cuando retornamos y pasamos la claraboya, me encontré en tinieblas. El desván me parecía oscuro como una mazmorra, en comparación a la espléndida bóveda diáfana que un momento antes me cubría y bajo la que se alargaba la brillante perspectiva de praderas, campos y colinas de que Thornfield era centro. 

La anciana se detuvo un momento para cerrar la claraboya. Mientras tanto, yo descendí la estrecha escalera que conducía al pasillo que separaba las habitaciones delanteras y traseras del tercer piso. Era un corredor angosto, bajo de techo, oscuro, con sólo una ventanilla en su lejano extremo y con dos hileras de puertecillas negras a ambos lados, como los pasillos del castillo de Barba Azul. 

De pronto, escuché el sonido que menos podía figurarme oír en tal lugar: una risotada. Una extraña risotada, aguda, penetrante, conturbadora. Me detuve. El sonido se repitió, primero apagado, luego convertido en una estrepitosa carcajada que despertó todos los ecos de las solitarias estancias. 

Oí a Mrs. Fairfax descender las escaleras. Le pregunté: -¿Ha oído usted esa risa? ¿Qué es? 

-Alguna de las criadas -repuso-. Quizá Grace Poole. 

-Pero, ¿la ha oído usted bien? -volví a preguntar. -Sí, muy bien. Es Grace. La oigo a menudo. Una de estas habitaciones es la suya. Leah está con ella a veces y cuando se hallan juntas suelen armar un alboroto que... La risa se repitió, otra vez apagada, y terminó en un curioso murmullo. 

-¡Grace! -exclamó Mrs. Fairfax. 

Confieso que yo no esperaba respuesta alguna de Grace, porque la risotada me parecía tener un acento trágico y sobrenatural como jamás oyera. Aunque estábamos en pleno día, circunstancia poco propicia a las manifestaciones fantasmagóricas, yo no podía evitar cierto temor. Sin embargo, pronto me convencí de que todo sentimiento que no fuese el del asombro estaba de más. 

Se abrió la puerta más próxima y salió de ella una criada: una mujer de treinta a cuarenta años, de figura maciza, de rojos cabellos, de cara chata. Imposible imaginar una aparición menos fantasmal y menos novelesca. 

-No haga tanto ruido, Grace -dijo la anciana-. Recuerde mis órdenes.
Grace se fue sin decir palabra.
-Esta mujer ayuda a Leah en su trabajo -dijo la viuda-. En ciertos aspectos deja algo 

que desear, pero hace bastante bien las faenas domésticas. Y, dígame, ¿qué le parece su nueva discípula? 

La conversación, así derivada hacia Adèle, continuó hasta que alcanzamos las agradables y luminosas regiones inferiores. Adèle, que se nos reunió en el vestíbulo, exclamó: 

-La comida está en la mesa, señoras. -Y añadió: tengo mucho apetito... 

La comida, en efecto, se hallaba ya a punto en el gabinete de Mrs. Fairfax. XII 

La esperanza de que mi vida transcurriese sin ulteriores deseos de novedad, como cabía suponer en virtud de mis primeras impresiones en Thornfield Hall, comenzó a disiparse a medida que fui adquiriendo mayor conocimiento del lugar y sus habitantes. Y no porque me encontrase a disgusto. Mrs. Fairfax era, como aparentaba, una mujer de plácido carácter y amable natural, de bastante educación y mediana inteligencia. Mi discípula era una niña muy viva que, por estar muy mimada, tenía a veces caprichos y antojos; pero como se hallaba enteramente confiada a mi cuidado, sin ajenas intromisiones, pronto rectificó sus defectillos y se hizo obediente y tratable. No tenía ni 

mucho talento, ni acusados rasgos de carácter ni un especial desarrollo de sentimientos o inclinaciones que la elevasen sobre el nivel habitual de los niños de su edad, pero tampoco vicios o faltas peores de lo corriente. Hizo razonables progresos en sus estudios y pronto experimentó hacia mí un vivo, aunque quizá no muy profundo, afecto. Y como ella era sencilla, alegre y amiga de complacer, me inspiró la suficiente simpatía para que las dos nos sintiéramos contentas la una de la otra. 

Este lenguaje, entre paréntesis, puede parecer tibio a aquellos que sustentan solemnes doctrinas sobre la naturaleza angelical de los niños y sobre el deber de que los encargados de su educación profesen hacia ellos un afecto idolátrico, pero yo no escribo para adular egoísmos paternos ni para repetir tópicos. Yo sentía solícito interés por la instrucción y el bienestar de Adéle y experimentaba sincero agradecimiento hacia la amabilidad de Mrs. Fairfax; todo ello de modo reposado y tranquilo. 

En ocasiones, mientras Adèle jugaba con su niñera y Mrs. Fairfax estaba ocupada en la despensa, yo salía a dar un paseo sola. Otras veces, subía las escaleras que conducían al último piso, alcanzaba el ático y, desde arriba, contemplaba campos y colinas. Más allá de la línea del horizonte existía, según imaginaba, un mundo activo, ciudades, regiones llenas de vida que conocía por referencia, pero que no había visto jamás. Y sentía en mi interior el afán de ver todo aquello de cerca, de tratar más gentes, de experimentar el encanto de otras personas. Apreciaba cuanto había de bueno en Mrs. Fairfax y en Adèle, pero creía en otra clase de bondad más calurosa, más apasionada, que deseaba conocer. 

Sin duda habrá muchos que me censuren considerándome una perenne descontenta. Pero yo no podía evitarlo: era algo consustancial conmigo misma. Cuando sentía con mucha intensidad aquellas impresiones, mi único alivio consistía en subir al tercer piso, pasear a lo largo del pasillo y dejar que mi imaginación irguiese ante mí, en la soledad, un cuento maravilloso que nunca acababa: la narración, llena de color, fuego y sensaciones, de la existencia que yo deseaba vivir y no vivía. 

Es inútil aconsejar calma a los humanos cuando experimentan esa inquietud que yo experimentaba. Si necesitan acción y no la encuentran, ellos mismos la inventarán. Hay millones de seres condenados a una suerte menos agradable que la mía de aquella época, y esos millones viven en silenciosa protesta contra su destino. Nadie sabe cuántas rebeliones, aparte de las políticas, fermentan en los ánimos de las gentes. Se supone generalmente que las mujeres son más tranquilas, pero la realidad es que las mujeres sienten igual que los hombres, que necesitan ejercitar sus facultades y desarrollar sus esfuerzos como sus hermanos masculinos, aunque ellos piensen que deben vivir reducidas a preparar budines, tocar el piano, bordar y hacer punto, y critiquen o se burlen de las que aspiran a realizar o aprender más de lo acostumbrado en su sexo. 

En aquellos paseos por el tercer piso, era frecuente oír las carcajadas de Grace Poole, que tan mal efecto me hicieran el primer día. A las carcajadas se unían con frecuencia extraños murmullos, todavía más raros que su risa. Había días en que Grace permanecía silenciosa del todo, pero otros hacía aún más ruido del corriente. En ocasiones yo la veía salir o entrar en su cuarto llevando, ora una jofaina, ora una bandeja o un plato, ora (perdona, lector romántico, que te diga la verdad desnuda) un gran jarro de cerveza. Su aspecto vulgar disipaba inmediatamente la curiosidad que sus carcajadas producían. Intenté algunas veces entablar conversación con ella, pero Grace parecía persona de pocas palabras. Solía contestarme con monosílabos que cortaban todo propósito de seguir la charla. 

Los demás habitantes de la casa: John y su mujer, Leah la doncella y Sophie la niñera, eran gentes corrientes. A veces, yo hablaba en francés con Sophie y le hacía 

preguntas sobre asuntos referentes a su país; pero ella tenía muy escasas dotes de narradora y sus respuestas más que animarme a continuar preguntándole, parecían dichas adrede para desalentarme y confundirme. 

Pasaron octubre, noviembre y diciembre. Una tarde de enero, Mrs. Fairfax me pidió que concediese fiesta a Adèle, alegando que hacía frío. La niñera secundó la petición con energía y yo, recordando lo preciosas que en mi infancia fueran las fiestas para mí, resolví complacerlas. El día, aunque frío, era despejado y sereno. Fatigada de haber pasado la mañana entera en la biblioteca, aproveché con gusto la circunstancia de que el ama de llaves hubiese escrito una carta, para ofrecerme a llevarla a Hay al correo. Me puse el sombrero y el abrigo y me preparé a salir. Las dos millas de distancia se presentaban como un agradable paseo invernal. Adèle quedó sentada en su sillita en el gabinete de Mrs. Fairfax. Le entregué su mejor muñeca (habitualmente guardada en un cajón y envuelta en papel plata), le ofrecí un libro de cuentos, respondí con un beso a su «Vuelva pronto, mi buena amiga Miss Jane», y emprendí la marcha. 

El suelo estaba endurecido, el aire en calma y el camino solitario. Anduve primero de prisa para entrar en - calor, y luego comencé a caminar más lentamente, para gozar mejor el placer del paseo. Daban las tres de la tarde cuando pasé junto al campanario de la iglesia. Un sol pálido y suave iluminaba el paisaje. De allí a Thornfield había una milla de distancia por un sendero cuyos bordes engalanaban en verano rosas silvestres, avellanas y zarzamoras en otoño y escaramujos y acerolas en invierno; pero cuyo mayor encanto, de todos modos, consistía en su silencio y su soledad. A ambos lados extendíanse los campos desiertos. 

A mitad de camino, me senté junto a la puertecilla de una valía. Envuelta en mi manteleta y con las manos en el manguito, no sentía frío, a pesar de la fuerte helada que había congelado el arroyito que corría por el centro del camino. 

Desde mi asiento se distinguía, hacia el Oeste, la mole de Thonrfield Hall, cuyas almenas se recortaban bajo el cielo. Contemplé el edificio hasta que el sol se hundió entre los árboles. Entonces volví mi mirada hacia el Este. 

Sobre lo alto de la colina comenzaba a levantarse la luna, pálida aún como una ligera nube. De las chimeneas de Hay, medio oculto entre los árboles a una milla de distancia, salía un humo azul. Ningún ruido delatador de vida llegaba desde el pueblecillo, pero mi oído percibía el rumor de los arroyuelos en las laderas, argentinos los más cercanos, tenues como un murmullo los más remotos. 

Un bronco rumor de fuertes pisadas rompió el encanto de aquellos dulces rumores, como en una pintura el negro perfil de un roble o de un peñasco colocado en primer término rompe la armonía de los azules montes lejanos, de los suaves horizontes... Era evidente que un caballo galopaba por el camino. 

En aquella época yo era joven y toda clase de fantasías, ora brillantes, ora lúgubres poblaban mi mente: los recuerdos de los cuentos que me contaban de niña, y a los que la juventud añadiera renovados vigor y colores. Mientras procuraba distinguir entre la penumbra la aparición del caballo, evocaba ciertas historias de Bessie en las que figuraba un espíritu de los países del Norte de Inglaterra, el Gytrash, que en forma de caballo, mula o perro gigantesco, recorría los caminos solitarios y asaltaba a los viajeros. 

Antes de ver el caballo, distinguí entre los árboles un enorme perro a manchas blancas y negras, fiel reproducción del Gytrash de Bessie, pero al aparecer el corcel, que iba montado por un hombre, el hechizo se disipó. Nadie montaba nunca el Gytrash, éste andaba siempre sólo y, en fin, según mis referencias, los duendes muy rara vez adoptaban la forma humana. No se trataba, pues, de duende alguno, sino de algún viajero que por el atajo se dirigía a Millcote. Pasó ante mí y yo dejé de mirarle, mas a 

los pocos instantes oí un juramento y el ruido de una caída. El animal había resbalado en el hielo que cubría el camino y hombre y caballo se habían desplomado en tierra. El perro acudió corriendo y, viendo a su amo en el suelo y oyendo relinchar al caballo, comenzó a ladrar con tal fuerza, que todos los ámbitos del horizonte resonaron con sus ladridos. Giró alrededor del grupo de los dos caídos y luego se dirigió hacia mí, como única ayuda que veía a mano. Era todo lo que él podía hacer. Yo, atendiendo su tácita invitación, me dirigí hacia el viajero, que en aquel momento luchaba por desembarazarse del estribo. Se movía con tanto vigor, que supuse que no se había lesionado mucho, pero no obstante, le pregunté: 

-¿Se ha hecho daño? 

Me pareció que juraba de nuevo, aunque no puedo asegurarlo. De todos modos, es indudable que profería para sí algunas palabras que le impedían contestarme. -¿Puedo ayudarle en algo? -continué. -Quitándose de en medio - contestó. 

Lo hice así y él comenzó a tratar de incorporarse, primero sobre sus rodillas y luego sobre sus pies. Fue una tarea larga y trabajosa, acompañada de tales ladridos del can, que me hicieron apartarme a unas varas más de distancia, aunque no me fui hasta asistir al desenlace del suceso. Todo concluyó bien, el caballo se incorporó y un enérgico: «¡Calla, Piloto!» hizo enmudecer al perro. El viajero entonces se palpó pies y piernas, como para cerciorarse de si se habían roto algo o no, y alguna novedad debió de encontrar, porque se acercó a la valla junto a la que yo estuviera sentada y se sentó, a su vez. 

Pensando que podría serle útil, me aproximé: 

-Si se ha lastimado y necesita ayuda, puedo ir a buscar a alguien a Hay o a Thornfield Hall. 

-Gracias. Yo mismo iré. No hay nada roto: es una simple dislocación.
Y se puso en pie de nuevo, pero no pudo reprimir un involuntario «¡ay!».
A la última claridad del día y a la primera de la Luna, pude examinar a aquel

hombre. Bajo el gabán que vestía podía apreciarse la vigorosa complexión de su cuerpo. Tenía el rostro moreno, los rasgos acusados y las cejas espesas. Debía de contar unos treinta y cinco años. De haberse tratado de un joven arrogante, no hubiera sido yo quien le preguntara contra su deseo ni quien le hubiese ofrecido servicios que no me pedía. Yo había visto raras veces jóvenes guapos, y nunca había hablado a ninguno. Experimentaba una admiración teórica por la belleza, la fascinación y la elegancia, pero reconocía las escasas probabilidades de que un hombre que reuniese tales dotes me mirase con agrado sin ulterior mal pensamiento. Así, pues, si aquel viajero me hubiera contestado amablemente, si hubiese recibido con agradecimiento o declinado con amabilidad la oferta de mis servicios, seguramente yo me habría apresurado a alejarme. Pero su aspereza me hacía sentirme segura, y por ello, en vez de marcharme, insistí: 

-No le dejaré solo, señor, en esa forma y en este camino solitario, hasta que no le vea montado. 

Me miró. 

-Creo que lo que debía usted hacer –repuso es estar ya en su casa, si la tiene. ¿De dónde viene usted? 

-De allá arriba. No me da miedo caminar a la luz de la luna. Si lo desea, iré a Hay a buscar ayuda para usted; precisamente iba allí a echar una carta. 

-Entonces, ¿vive en esa casa? -dijo, señalando a Thornfield Hall, cuya masa oscura, iluminada por la Luna, se destacaba entre los árboles. 

-Sí, señor.
-¿De quién es esa casa? -De Mr. Rochester. -¿No le ha visto usted nunca? -No. -¿Ni sabe dónde está? Usted no es, desde luego, una criada... -dijo. 

-No. 

Lanzó una ojeada a mis vestidos, tan sencillos como siempre; un abrigo negro y un sombrero negro, no muy elegantes. Pareció quedar perplejo. Yo le ayudé a comprender: 

-Soy la institutriz.
-¡La institutriz! ¡El diablo me lleve si no me había olvidado de ...! ¡La institutriz! Volvió a examinarme con la mirada. Luego comenzó a andar, dando evidentes 

muestras de que sentía fuertes dolores.
-Si es usted tan amable -dijo-, puede auxiliarme. ¿No lleva usted paraguas? Me 

serviría como bastón. -No.
-Bien: coja las bridas del caballo y hágale acercarse. No tenga miedo.
De haber estado sola, no me hubiera, en efecto, atrevido, pero no obstante le 

obedecí. Dejé mi manguito en la valla y me aproximé al caballo. Mas éste se empeñaba en no dejarme coger las bridas. En vano traté de alcanzar su cabeza, haciendo repetidos esfuerzos y con mucho miedo de sufrir una coz. El viajero me miraba atentamente y al fin rompió a reír. 

-Veo -murmuró- que, puesto que la montaña no viene al profeta, es el profeta quien debe ir a la montaña. No tengo más remedio que rogarla que se aproxime. Me acerqué. 

-Perdóneme -continuó- si me veo obligado a utilizar sus servicios. 

Apoyó su pesada mano en mi hombro y en tal forma llegó hasta su caballo. Empuñó la brida y, con un esfuerzo, montó. Al realizarlo, hizo una mueca: debía dolerle mucho el pie dislocado. 

-Le ruego que me dé el látigo -dijo-. Lo he dejado en la cuneta.
Lo busqué y lo encontré.
-Gracias. Ahora vaya a Hay a depositar su carta y vuelva lo antes que pueda. Espoleó al caballo y partió. El perro se lanzó en pos suyo y los tres se 

desvanecieron:
como un arbusto que arranca el huracán de la estepa...
Cogí mi manguito y me puse en marcha. El incidente había pasado ya para mí. 

Aunque poco novelesco y nada importante, había significado, sin embargo, un cambio, aunque breve, en mi monótona vida. Mi ayuda había sido solicitada y útil y me alegraba de haberla podido prestar. Por trivial que aquel hecho pareciese, daba alguna actividad a mi pasiva existencia, era un cuadro más introducido en el museo de mi memoria, y un cuadro diferente a los habituales, porque su protagonista era varón, fuerte y moreno. Creía verle aún cuando deposité mi carta en Hay y mientras regresaba a casa rápidamente. En el punto donde estuviera sentada, me detuve un instante, como esperando oír otra vez el ruido de los cascos de un caballo y ver aparecer a un jinete y un perro de Terranova análogo al Gytrash de los cuentos de Bessie. Pero ante mí sólo se distinguía un sauce iluminado por la luna y no se oía más que el rumor del viento entre los árboles. Después dirigí mi mirada a Thornfield, vi brillar una luz en una ventana y, comprendiendo que era tarde, apresuré el paso. 

No me era muy grato entrar allí de nuevo. Cruzar el umbral significaba volver al ambiente muerto, atravesar el vestíbulo silencioso, ascender la oscura escalera y pasar la larga velada de invierno con la tranquila Mrs. Fairfax, volviendo a adormecer mis sensaciones en la apagada existencia cuya tranquilidad y holgura yo no apreciaba ya en cuanto valían. En aquella época me hubiera agradado ser arrastrada por las tormentas y azares de una vida de luchas lejos de la serena calma en que vivía, sentimiento muy parecido al de quien, cansado de estar mucho tiempo sentado en una silla demasiado cómoda, desea levantarse y dar un largo paseo. 

Me detuve ante la verja, me detuve ante el edificio, me detuve en el umbral, cuyas puertas vidrieras estaban cerradas. Mi alma y mis ojos se alejaban de aquella casa gris 

para dirigirse al cielo que sobre mí se extendía, como un inmenso mar azul salpicado de nubes. La luna ascendía majestuosamente hacia el cenit y la contemplación de las temblorosas estrellas que brillaban en el infinito espacio hacía palpitar mi corazón y aceleraba el ritmo de mis venas. Pero siempre surgen pequeños detalles que nos llaman a la realidad, y a mí me bastó oír sonar el reloj del vestíbulo para, olvidándome de luna y estrellas, abrir la puerta y entrar en la casa. 

El vestíbulo no estaba oscuro como de costumbre. Lo iluminaba profusa luz que salía del comedor, cuya puerta estaba abierta, dejando ver el fuego encendido y una deslumbrante exhibición de mantelerías y vajillas. Varias personas se hallaban junto a la chimenea y diversas voces mezclaban sus tonos. Pero apenas había tenido tiempo de darme cuenta de ello y, antes de que pudiera asegurarme de que una de las voces era la de Adèle, la puerta se cerró bruscamente. 

Me dirigí al cuarto de Mrs. Fairfax. El fuego estaba encendido, pero no la luz. Mrs. Fairfax no estaba. En su lugar vi, tendido en la alfombra y mirando con gravedad la llama, un perro negro y blanco como el Gytrash del camino. Tanto me satisfizo verle, que me adelanté y exclamé: -¡Piloto! 

Se acercó a mí y comenzó a hacerme fiestas. Le acaricié y movió la cola. Me desconcertaba el pensar cómo había penetrado hasta allí solo, y tanto por averiguarlo como por pedir luz, toqué la campanilla. Acudió Leah. -¿Por qué está aquí este perro? 

-Ha venido con el amo. -¿Con quién?
-Con el amo, con Mr. Rochester. Ha llegado hace poco.
-¡Ah! ¿Y Mrs. Fairfax está con él?
-Sí, y también la señorita Adèle, John ha ido a buscar al médico. El señor se ha 

caído del caballo y se ha dislocado un tobillo.
-¿Cayó en el camino de Hay? -Sí; resbaló en el hielo.
-Ya. Tráigame luz. Leah, haga el favor.
Lea trajo una bujía y tras Lea llegó Mrs. Fairfax, quien me dio las mismas noticias, 

añadiendo que el doctor Carter se había presentado ya y estaba con Mr. Rochester. Luego dio ordenes para preparar el té. Yo me fui a mi habitación a quitarme el abrigo. 


Modifié le: samedi 1 décembre 2018, 13:59