XIII
Por prescripción del médico, Mr. Rochester se acostó temprano aquella noche y se 

levantó tarde a la mañana siguiente. Cuando estuvo vestido, hubo de atender a su administrador y a algunos de sus colonos, que le esperaban. 

Adèle y yo evacuamos la biblioteca, que había de servir de sala de recepción de los visitantes. Había un buen fuego encendido en un cuarto del primer piso y yo llevé allí los libros y lo arreglé para servir de estancia de estudio. 

Thornfield Hall había cambiado. Su habitual silencio, casi de iglesia, había desaparecido. Constantemente llamaban a la puerta, sentíase sonar la campanilla, muchas personas atravesaban el vestíbulo y oíase hablar a varias a la vez. Si aquella racha de vida del mundo que me era desconocido y que acababa de entrar en la casa se debía al amo, me pareció que su presencia era preferible a su ausencia. 

Adèle aquel día no estaba en disposición de estudiar. Con cualquier pretexto quería salir del cuarto y bajar las escaleras, a fin, como era notorio, de presentarse en la biblioteca, donde yo sabía que su presencia no era necesaria. Cuando lograba hacerla volver a sentarse, la niña hablaba incesantemente de su «amigo Edward Fairfax de Rochester», como ella le llamaba (yo ignoré hasta entonces el nombre de pila del dueño de la casa), y se entregaba a conjeturas sobre los regalos que le habría traído, ya que él, según parecía, al ordenar que se fuese a buscar su equipaje a Millcote, había hablado de cierta cajita cuyo contenido debía de interesar mucho a la pequeña. 

-Y eso debe significar -decía- que contiene un regalo para mí y acaso para usted, señorita. Mr. Rochester ha hablado de usted; me ha preguntado el nombre de mi institutriz y me dijo que si no era una mujer pálida y delgada. Me ha dicho que sí... 

Comí con mi discípula, como de costumbre, en el gabinete del ama de llaves. Pasamos la tarde, fría y desapacible, en el cuarto de estudios. Al ponerse el sol, permití a Adèle dejar los libros y bajar, ya que, por el relativo silencio que reinaba, cabía conjeturar que Mr. Rochester estaba libre ya. Una vez sola, me acerqué a la ventana. No se veía nada. Caían constantemente copos de nieve cubriendo el suelo. Corrí la cortina y me acerqué al fuego. 

Había comenzado a trazar en la ceniza de los bordes la reproducción del castillo de Heidelberg, que recordaba haber visto en alguna parte, cuando entró el ama de llaves, arrancándome bruscamente a mis pensamientos. 

-A Mr. Rochester le agradaría que usted y su discípula bajasen a tomar el té con él en el comedor. Ha estado tan atareado todo el día, que no ha podido ocuparse de usted hasta ahora. 

-¿A qué hora toma el té? -pregunté. 

-A las seis. Creo que sería mejor que cambiase usted de vestido. Yo iré con usted... Tome una luz. 

-¿Es necesario que me cambie de ropa?
-Sí, vale más. Yo siempre me visto por las noches cuando está el señor.
Aquella ceremoniosidad me pareció demasiado solemne, pero no obstante, fui a mi 

habitación y, con la ayuda de la señora Fairfax, cambié mi vestido negro de tela ordinaria por otro de seda negra, único repuesto de mi guardarropa, a más de un tercer vestido gris que, a través de los conceptos adquiridos en Lowood sobre el vestuario, me parecía que sólo debía usar en señaladísimas ocasiones. 

-Necesita usted un prendedor-dijo el ama de llaves. Me puse un pequeño adorno de perlas que me había regalado Miss Temple y bajamos. Poco acostumbrada como estaba a tratar con gentes desconocidas, la invitación de Mr. Rochester era más un disgusto que otra cosa para mí. Precedida de Mrs. Fairfax entré en el comedor. En la mesa ardían dos velas de cera y otras dos en la chimenea. Piloto estaba tendido junto a la lumbre y Adèle arrodillada a su lado. Mr. Rochester yacía medio tendido sobre unos cojines, con el pie encima de un almohadón. Reconocí a mi viajero, con sus espesas cejas y su cabeza cuadrada, que parecía más cuadrada aún por la forma en que llevaba cortado su negro cabello. Reconocí su enérgica nariz, con sus amplias aletas que, a mi entender, denotaban un temperamento colérico; su boca, tan fea como su barbilla y su mandíbula; su torso, que ahora, despojado del abrigo, me pareció tan cuadrado como su cabeza. Creo, con todo, que tenía buena figura, en el sentido atlético de la palabra, aunque no era ni alto ni gallardo. 

Mr. Rochester notó, sin duda, que entrábamos, pero no lo delató por movimiento alguno. 

-Aquí está la señorita Eyre, señor -dijo el ama de llaves con su habitual placidez. Él se inclinó, pero no separó los ojos del grupo que formaban el perro y la niña. -Que se siente -dijo-. ¿Qué diablos me importa que esa señorita esté aquí o no? Me sentí a mis anchas. Un acogimiento cortés me habría turbado seguramente, 

porque yo no hubiera sabido corresponder con adecuada gentileza. Por el contrario, semejante recepción me dejaba en libertad de proceder como quisiera. Además, aquella rudeza me resultaba interesante. 

Rochester permanecía tan mudo e inmóvil como una estatua. Mrs. Fairfax, pensando, sin duda, que convenía que alguien entre nosotros se mostrara atento, tomó la palabra. Con su amabilidad habitual, comenzó por condolerse de lo atareado que su 

señor había estado durante todo el día y de las molestias que debía causarle la dislocación, y concluyó recomendándole calma y paciencia. 

-Quiero el té, señora -dijo él por toda respuesta. La anciana tocó la campanilla y, en cuanto trajeron el servicio, procedió a distribuir rápidamente tazas y cucharas. Adèle se sentó a la mesa, pero Rochester no abandonó su lugar. 

-¿Quiere usted alcanzar la taza al señor? -me preguntó Mrs. Fairfax-. Adela quizá la dejase caer. 

Hice lo que me pedía. Cuando él cogió la taza, Adèle, juzgando sin duda oportuno el momento para intervenir en mi favor, exclamó: 

-¿Verdad, señor, que hay un regalo para Miss Eyre en esa cajita? 

-¿Qué dices? -gruñó él-. ¿Esperaba usted algún regalo, Miss Eyre? ¿Le gustan los regalos? 

Y me contempló con sus ojos duros y penetrantes. -No sé, señor. Tengo poca costumbre de recibirlos. La opinión general es que son cosas agradables. 

-Yo no hablo de la opinión general. Digo si le gustan a usted. 

-Hay que pensarlo antes de contestar, señor. Aceptar un regalo puede ser tomado en muchos sentidos, y han de considerarse todos antes de opinar. 

-Veo que es usted menos sencilla que Adèle. Ella, en cuanto me ve, me pide un regalo a gritos, mientras que usted, en cambio, filosofa sobre el asunto. 

-Porque yo tengo con usted menos confianza que Adèle. Ella está acostumbrada a que usted le compre juguetes, pero yo soy una extraña para usted y no tengo el mismo derecho. 

-Déjese de modestias. He examinado a Adèle y he comprendido que se ha preocupado usted mucho de ella, porque la niña no tiene gran talento y, sin embargo, en poco tiempo ha progresado mucho. 

-Ya me ha dado usted mi regalo, señor. Para una maestra nada hay más halagador que oír elogiar los progresos de su discípula.

-¡Hum! -murmuró Rochester. Y bebió su té en silencio. 

-Acérquese al fuego-dijo después, mientras el ama de llaves se sentaba en un rincón a hacer calceta. Adèle me había cogido de la mano y me hacía girar por la estancia, mostrándome las consolas y cuanto había digno de verse. Al oírle, le obedecimos. Adèle pretendió sentarse en mis rodillas, pero se le ordenó que fuese a jugar con Piloto. 

-¿Vive usted en mi casa hace tres meses? -Sí, señor.
-¿De dónde vino usted?
-Del colegio de Lowood, en el condado de... -¡Ah, sí! Una institución benéfica. 

¿Cuánto tiempo ha pasado usted allí? -Ocho años. 

-¡Debe usted ser persona de mucho aguante para haber soportado ocho años de esa vida! No me extraña que tenga usted la mirada de un ser del otro mundo. Cuando la encontré anoche en el camino me pareció uno de esos seres fantásticos que figuran en los cuentos y temí que me hubiera embrujado el caballo. Aún no estoy seguro de lo contrario... ¿Tiene usted padres? 

-No.
-¿Ni se acuerda de ellos? -No.
-Ya me lo figuraba. ¿Y a quién esperaba usted sentada en el borde del camino? ¿A 

su gente? -¿Cómo? 

-Quiero decir si esperaba a los enanos del bosque. Se me figura que, como castigo a haber roto uno de sus círculos mágicos, puso usted en el camino aquel condenado hielo. 

Moví la cabeza. 

-Los enanos del bosque -dije hablando con tanta seriedad aparente como él- abandonaron Inglaterra hace más de cien años. Y ni siquiera en el camino de Hay ni en los campos próximos he podido encontrar rastros de ninguno. Nunca volverán a danzar en las noches de verano ni bajo la fría luna de invierno... 

Mrs. Fairfax, arqueando las cejas, mostró el asombro que le producía tan extravagante conversación. -Bueno -repuso Mr. Rochester-. Supongo que al menos tendrá usted tíos o tías. 

-Nunca los he visto. -¿Ni en su casa? -No tengo casa.
-¿Y sus hermanos? -No tengo hermanos. -¿Quién la recomendó aquí?
-Me anuncié y Mrs. Fairfax contestó a mi anuncio. -Sí -dijo la buena señora-, y doy 

gracias al cielo por el acierto que tuve. Miss Eyre ha sido una gran compañera para mí y una bondadosa y útil profesora para Adèle. -No haga el artículo -replicó Mr. Rochester-. Los elogios no son mi fuerte. Yo sé juzgar por mí mismo. Y lo primero que esta señorita me ha hecho es motivar una caída de mi caballo. 

-¡Oh, señor! -dijo Mrs. Fairfax. -Esta dislocación se la debo a ella. La viuda pareció turbada. 

-¿No ha vivido usted nunca en una ciudad, señorita? -No, señor.
-¿Ha tratado mucha gente?
-Con nadie más que con las condiscípulas y profesores de Lowood y ahora con los 

habitantes de Thornfield. -¿Ha leído usted mucho?
-Los libros que he encontrado a mi alcance, que no han sido demasiados.
-Veo que ha vivido usted como una monja, no cabe duda... Creo que el director de 

ese colegio es un tal Brocklehurst, un clérigo, ¿no? -Sí, señor. 

-Y supongo que ustedes sentirían hacia su director la estimación de las religiosas de un convento hacia su capellán, ¿no? 

-No. 

-¿Cómo que no? ¡Una novicia que no estima a su sacerdote! Eso es casi una impiedad... 

-Yo no estimo a Mr. Brocklehurst, ni soy la única que tiene tal opinión. Es un hombre duro, mezquino, que hacía que nos cortasen los cabellos y nos escatimaba el hilo y las agujas. 

-¡Qué modo tan equivocado de entender la economía! -intervino Mrs. Fairfax.
-¿Es ése todo el motivo de disgusto que tiene usted con él? -preguntó Mr. Rochester. -Nos mataba de hambre cuando estaba a su cargo la organización de las comidas, 

antes de que se nombrase un patronato. Una vez a la semana nos fatigaba con larguísimas lecturas y todas las noches nos hacía leer libros sobre la muerte repentina y el Juicio Final, que nos hacían acostarnos despavoridas... 

-¿Qué edad tenía usted cuando ingresó en Lowood? -Diez años.
-Entonces, ahora cuenta dieciocho, ¿verdad? Asentí.
-La aritmética es útil a veces; sin ella, yo no habría podido ahora adivinar su edad. 

Es cosa difícil de precisar en ciertos casos... Y ¿qué aprendió usted en Lowood? ¿Sabe usted tocar? 

-Un poco. 

-Ya; ésa es la respuesta de rigor. Vaya usted a la biblioteca... bien: quiero decir que haga el favor de ir a la biblioteca. Dispense mi modo de hablar. Estoy acostumbrado a decir que se haga esto o lo otro y a ser obedecido, y no voy a violentar mis costumbres por usted. Vaya, pues, a la biblioteca, alúmbrese con una vela y toque una pieza al piano. 

Obedecí sus indicaciones. 

-¡Basta! -gritó al cabo de algunos minutos-. Toca usted un poco, ya lo veo... Como otras muchas chicas de los colegios, y hasta mejor que alguna, pero no bien. 

Cerré el piano y volví. Mr. Rochester continuó: -Adèle me ha enseñado esta mañana unos dibujos de usted, según ella dice. Pero supongo que estarán hechos con la ayuda de algún profesor. 

-No -me apresuré a decir. 

-Veo que tiene usted cierto orgullo. Bueno: tráigame su álbum de dibujos y enséñemelos, pero sólo en el caso de que sean auténticamente suyos. A mí no logrará usted engañarme. Soy perito en la materia. 

-Entonces no diré nada, para que usted juzgue por sí mismo. Fui a buscar el álbum y lo llevé. 

Adèle y Mrs. Fairfax se aproximaron para ver mis dibujos y pinturas. 

-Esperen -dijo Rochester-. Cuando yo concluya, lo cogen ustedes. Entretanto, no se echen encima. Examinó cuidadosamente mis trabajos, apartó tres y separó los demás. 

-Lléveselos a otra mesa, Mrs. Fairfax—dijo-, y véanlos usted y Adèle. Y usted - agregó dirigiéndose a mí-, siéntese y conteste a mis preguntas. Ya veo que estos trabajos son de una misma mano. Esa mano, ¿es la suya? 

-Sí.
-¿Cuándo los hizo? Deben de haberle costado mucho tiempo.
-Los dibujé en mis dos últimas vacaciones de Lowood. ¡Cómo no tenía nada que 

hacer!
-¿De dónde los ha copiado usted? -Los he sacado de mi cabeza.
-¿De esa cabeza que veo sobre sus hombros? -Sí, señor.
-¿Y queda algo parecido dentro de ella?
-Creo que sí, y hasta pudiera ser que quedase algo mejor.
El se abstrajo de nuevo en la contemplación de los trabajos.
-¿Se sentía usted feliz cuando los hacía? -dijo al fin.
-Sí, señor. El pintar o dibujar ha sido una de las pocas alegrías que yo he tenido en 

el mundo.
-Eso no es mucho decir. Sus placeres, según usted misma afirma, no han sido muy 

abundantes. Pero se me figura que se extasiaba usted mientras daba a sus pinturas estos extraños matices que emplea. ¿Trabajaba en ello muchas horas al día? 

-Como no tenía nada que hacer por estar en vacaciones, trabajaba de sol a sol, y como los días eran largos, disponía de mucho tiempo. 

-¿Y está usted satisfecha del resultado de sus esfuerzos 

-No. Me atormenta mucho la diferencia que existe entre lo que sueño hacer y lo que hago. Siempre imagino hacer cosas que me resultan imposibles. 

-No del todo. Usted ha creado una sombra de lo que soñaba. Si no es usted una artista en plena madurez, al menos lo que ha hecho es extraordinario para una escolar. Hay detalles que debe de haber visto en sus sueños... Por ejemplo: ¿dónde puede usted, si no, haber visto Patmos?... Porque esto es Patmos... En fin, llévese todo esto. 

Apenas había comenzado a colocar mis trabajos en el álbum, cuando Rochester miró al reloj y dijo bruscamente: 

-Son las nueve. ¿Cómo está Adèle levantada aún?... Acuéstela, señorita. 

Adèle fue a besarle antes de salir. Él recibió la caricia, pero la correspondió con menos afecto que lo hubiera hecho con el perro. 

-Buenas noches -nos dijo, señalando la puerta con un ademán, como si, ya cansado de nosotras, nos despidiese. 

Mrs. Fairfax recogió su labor, yo mi álbum, nos despedimos de Mr. Rochester, que nos correspondió fríamente, y nos retiramos.

-No me había usted hablado de que Mr. Rochester fuera tan especial -dije a Mrs. Fairfax después de que hubimos acostado a la niña. 

-¿Y lo es?
-Sí. Es muy brusco y muy voluble.
-Sin duda parece algo raro, pero yo estoy acostumbrada a su carácter y nunca pienso 

en eso. Puesto que tiene un temperamento especial, es preciso seguirle la corriente. - ¿Por qué? 

-En parte, porque su naturaleza sufre y es imposible contrariar la propia naturaleza, y luego porque preocupaciones, penas... 

-¿Acerca de qué?
-De disgustos familiares, o cosa parecida. -¿Tiene familia?
-Ahora no, pero antes sí. Hace pocos años que murió su hermano mayor.
-¿Su hermano mayor?
-Sí. El actual Mr. Rochester no ha sido siempre dueño de esta propiedad. Sólo hace 

nueve años que lo es. -Yo creo que nueve años es tiempo suficiente para consolarse de la pérdida de un hermano. 

-Quizá no. Yo creo que entre ellos hubo disgustos. Mr. Rochester no fue justo con Mr. Edward y puede ser que hasta procurase predisponer a su padre contra éste. El padre amaba mucho el dinero y deseaba que las propiedades de la familia estuviesen reunidas en una sola mano. No deseaba dividir las tierras y, en consecuencia, Mr. Rowland y su padre realizaron, al parecer, algunas maniobras que dejaban a Mr. Edward en una situación penosa... No sé exactamente cuál, pero sí sé que era muy desagradable, que produjo no pocos disgustos y que hizo padecer mucho a Mr. Edward. Como no es hombre que perdone fácilmente, rompió con su familia y durante muchos años llevó una vida errante. Desde que, por muerte de su hermano, entró en posesión de la herencia, no ha pasado aquí nunca quince días seguidos. No me extraña, en el fondo, que huya de esta casa. 

-¿Por qué?
-Porque tiene recuerdos sombríos para él.
Me hubiese agradado pedir algunas explicaciones, pero Mrs. Fairfax no quería o no 

podía darme detalles más explícitos sobre la naturaleza de las preocupaciones de Mr. Rochester. Acaso fuesen un misterio para ella misma y no supiese sino lo que le permitían imaginar sus conjeturas. En cualquier caso, como era evidente que deseaba cambiar de conversación, hice por mi parte lo mismo. 

XIV
Durante los días siguientes vi pocas veces a Mr. Rochester. Por las mañanas estaba 

muy ocupado en sus asuntos y por la tarde le visitaban personas de Millcote o de las cercanías, las cuales, en ocasiones, comían con él. Cuando se repuso de la dislocación, solía salir mucho a caballo, seguramente para devolver aquellas visitas, y no volvía hasta muy entrada la noche. 

En aquel período, aunque Adèle solía ir a verle con frecuencia, todas mis relaciones con él se redujeron a encuentros casuales, en el vestíbulo, la escalera o la galería. En esas ocasiones, él me saludaba con una fría mirada y una distraída inclinación de cabeza, o bien con una sonrisa amable. Sus cambios de carácter no me molestaban, ya que era evidente que dependían de causas que para nada se referían a mí. 

Un día que estaba comiendo con varios invitados pidió mi álbum, sin duda para que lo viesen. Aquellos caballeros se marcharon pronto, a fin de asistir a una reunión en Millcote, pero él no les acompañó. A poco de haberse ido sus invitados, tocó la campanilla y ordenó que bajásemos Adèle y yo. Arreglé un poco a la niña. Yo no tuve 

que arreglarme, ya que mi vestimenta cuáquera, por lo lisa y rasa, no permitía casi desarreglo alguno. Adèle pensó en seguida si habría llegado su petit coffre que, por no sé qué confusión, sufriera un atraso de varios días. En cuanto entró en el comedor, vio una cajita de cartón sobre la mesa y se alborozó, como si conociera por instinto de lo que se trataba. 

-¡Mi caja, mi caja! -exclamó, precipitándose hacia ella. 

-Sí: tu caja... Llévatela a un rincón y ábrela. ¡Se ve que eres una auténtica parisiense! -dijo la grave y sarcástica voz de Mr. Rochester, surgiendo de las profundidades de una inmensa butaca en que se hallaba hundido, al lado del fuego-. Pero no vayas dándonos noticias de tu operación anatómica a medida que investigues en las entrañas de la caja. Hazlo en silencio; tiens-toi tranquille, enfant, comprends-tu? 

Adèle se había retirado a un sofá con su tesoro y se afanaba en soltar la cuerda que lo sujetaba. Habiendo eliminado tal obstáculo y hallado ciertos objetos envueltos en papel transparente, se limitó a exclamar: 

-¡Oh, qué bonito! 

Y permaneció absorta en una extática contemplación. -¿Y Miss Eyre? -preguntó el amo, semiincorporándose en su sillón y mirando hacia la puerta, donde yo me hallaba-. Bien, pase y siéntese -continuó, al verme, aproximando una silla a la suya-. No me gusta la charla de los niños. Soy un solterón y ningún recuerdo grato me producen las cosas infantiles. Me sería imposible pasar toda la velada téte-à-téte con un chiquillo. Digo lo mismo respecto a las viejas, pese a lo que aprecio a la señora Fairfax. Miss Eyre: siéntese precisamente donde le he señalado... Quiero decir, si gusta... ¡El demonio se lleve esos miramientos tontos! Siempre me olvido de ellos. 

Tocó la campanilla y encargó que invitasen a acudir a Mrs. Fairfax, la cual se presentó con su cesto de labor, como de costumbre. 

-Buenas noches, señora. He prohibido a Adèle que me hable a propósito de los regalos. Le ruego que me sustituya en la tarea de atenderla y de conversar sobre ese tema. Con ello hará usted una obra de caridad. 

Adèle en efecto, apenas vio al ama de llaves, la condujo al sofá en seguida y colmó su falda con las porcelanas y marfiles de que estaban hechos los regalos, entregándose a explicaciones y arrebatos de júbilo tan vehementes como se lo permitía su escaso dominio del inglés. 

-Ya he cumplido mis deberes de anfitrión dando a mis huéspedes ocasión de divertirse el uno al otro -dijo Rochester- y quedo, pues, en libertad de divertirme yo. Señorita: haga el favor de aproximarse más al fuego. Desde aquí no puedo verla sin abandonar la cómoda posición en que estoy sentado, y no tengo ganas de hacer tal cosa. 

Hice lo que me decía, aunque hubiera preferido permanecer más en la sombra. Pero Mr. Rochester tenía un modo de dar órdenes que obligaba a obedecerle sin discusión posible. 

Estábamos en el comedor. Las luces, encendidas para la comida, seguían inundando la estancia con su claridad. El rojo fuego ardía alegremente y los cortinajes de púrpura pendían, ricos y amplios, de los altos ventanales y el elevado arco de acceso. Todo estaba en silencio, y sólo se oían el cuchicheo de Adèle, que no se atrevía a hablar alto, y el batir de la lluvia invernal en los cristales. 

Mr. Rochester, que estaba sentado en su butaca forrada de damasco, miraba de un modo inusitado en él, con menos dureza que de costumbre y de modo mucho menos sombrío. Por sus labios vagaba una sonrisa y sus ojos brillaban, ignoro si como consecuencia de haber bebido mucho, aunque me parece probable que sí. Estaba, en resumen, en el momento beatífico de la digestión, y se sentía más expansivo y más indulgente que por la mañana. Reclinaba su maciza cabeza sobre el blanco respaldo del 

sillón, la lumbre iluminaba de lleno sus duras facciones y en sus ojos, grandes y negros, muy bellos por cierto, había algo que si no era dulzura podía considerarse como una manifestación parecida a ese sentimiento. 

Miró el fuego durante algunos instantes, volvió la cabeza de pronto y me sorprendió examinando su fisonomía. 

-Me contempla usted -dijo-. ¿Le parezco guapo? De haberlo meditado, yo hubiese dado una contestación cortés, pero la respuesta brotó de mis labios antes de que tuviese tiempo de reflexionar: 

-No, señor. 

-Palabra que es usted rara de veras -dijo-. Está usted quieta, grave y silenciosa como una monjita, con las manos cruzadas y mirando la alfombra (excepto cuando, como ahora, me mira a la cara) y, en cambio, si se le hace alguna pregunta, sale con una contestación si no grosera, al menos brusca. ¿Qué significa eso? -Perdóneme, señor. Reconozco que yo debía contestar que no es fácil responder a tal pregunta guiándose por las apariencias; que eso va en gustos; que la hermosura en los hombres tiene poca importancia, o algo parecido. 

-¿Cómo que no tiene importancia la hermosura? Ahora, so pretexto de paliar el insulto anterior, me introduce, tranquilamente, un cuchillo afilado en el oído. ¡Porque no otra cosa son sus palabras! Dígame: ¿qué defectos encuentra en mí? ¿Acaso no tengo mis miembros y mis facciones completos, como los demás hombres? 

-He querido rectificar mi contestación, señor. Era un disparate.
-Lo mismo creo. Ea, critique mi figura. ¿Acaso no le gusta mi frente?
Separó los cabellos que caían sobre sus cejas y mostró una sólida envoltura de los 

órganos intelectuales, en la que las protuberancias características de la bondad brillaban por su ausencia. 

-¿Qué? ¿Acaso tengo aspecto de tonto? 

-Nada de eso, señor. ¿Me encontrará usted grosera si le pregunto, a mi vez, si tiene usted algo de filántropo? 

-¡Ea, otra cuchilla, con la disculpa de acariciarme! ¡Y todo porque he dicho que no me gusta tratar con los niños y las viejas! No, jovencita, no soy un filántropo, pero tengo conciencia. 

Y señaló las prominencias que, según se dice, indican tal cualidad y que, afortunadamente para él, eran bastante acusadas. 

-Además -agregó-, poseo una especie de ruda blandura de corazón. Cuando yo tenía la edad de usted, era un muchacho bastante sentimental y me emocionaba fácilmente ante los infortunados y los desvalidos. Pero después la fortuna me ha baquetado de tal modo, que me he hecho duro y resistente como una pelota de goma maciza. No obstante, soy vulnerable por una o dos hendiduras, tengo algún punto flaco... ¿Me concede eso alguna esperanza?

-¿De qué, señor? 

-De volver a transformarme, de pelota de goma maciza que soy, en un ser de carne y hueso. «Decididamente, ha bebido mucho», pensé. 

Y no supe qué contestar. ¿Qué podía decirle sobre sus posibilidades de transformación? 

-Me mira usted con asombro, señorita, y como usted no tiene mucho más de bonita que yo de guapo, el asombro no la favorece en nada, se lo aseguro. Le conviene escucharme, porque así separará sus ojos de mi cara y se dedicará a estudiar las flores de la alfombra. Jovencita: esta noche me siento comunicativo y sociable. 

Y tras ese preámbulo se levantó y apoyó el brazo en la chimenea. En tal actitud, se le veía el cuerpo tan bien como la cara. Su pecho tenía un perímetro casi 

desproporcionado a la longitud de sus brazos y piernas. Estoy segura de que la gente le hubiera juzgado un hombre muy desagradable; pero, sin embargo, había tan espontánea altivez en su porte, tanta naturalidad en sus modales, tan sincera indiferencia hacia la fealdad de su exterior, tan firme creencia en la importancia de otras facultades suyas - intrínsecas o no, pero al margen del mero atractivo personal-, que, al mirarle, la indiferencia desaparecía y se sentía uno inclinado a confiar en él. 

-Repito que esta noche me siento comunicativo y sociable -siguió-, y por eso he enviado a buscarla, ya que el fuego y los candelabros no me parecieron suficiente compañía; ni tampoco Piloto, ya que, como todos sus congéneres, no habla. Adèle está en un plano más elevado, pero no me basta, y Mrs. Fairfax, ídem. En cambio, estoy persuadido de que usted se pondrá a mi altura, si se lo propone. Me dejó usted confundido la primera noche que la invité, luego la olvidé casi del todo. Tenía otras ideas en la cabeza. Esta noche he resuelto estar a mis anchas, despidiendo a los importunos y llamando a los que me complacen. Me agradará saber más cosas de usted. Hable. 

En vez de hablar, sonreí, y creo que no de un modo muy complaciente ni sumiso. -Hable -insistió. -¿De qué?
-De lo que quiera. Dejo a su elección el tema y la forma de desarrollarlo, siempre 

que se refiera a usted misma. ¡Vamos!
Yo no dije nada.
-¿Está usted muda, señorita?
Continué callada. Él inclinó la cabeza hacia mí y me miró de un modo singular. -¿Conque se ha enojado usted? -dijo-. Comprendo. Me he dirigido a usted en una 

forma absurda y casi insolente. Perdone. Conste, de una vez para siempre, que no quiero tratarla como a un inferior..., es decir -corrigió en seguida-, únicamente con la superioridad que me dan veinte años más de edad y cien años más de experiencia. Esto es natural, tenez, como diría Adèle. Sólo en virtud de esa superioridad he rogado a usted que tenga la bondad de hablarme un poco, para distraerme de otra clase de pensamientos. 

Se había dignado darme una explicación, casi una excusa. No cabía mostrarse insensible a su condescendencia. -Me agradaría distraerle, si pudiera, señor, pero no sé de qué hablar, porque, ¿cómo adivinar lo que le interesa? Pregúnteme lo que quiera y le contestaré lo mejor que sepa. 

-Entonces, hágame el favor de concordar conmigo en que me asiste el derecho de hablarle con cierta autoridad, teniendo en cuenta que por la edad podría ser su padre, además de que poseo una larga experiencia, adquirida viajando por medio mundo y tratando a muchas y diversas gentes, mientras usted ha vivido siempre con las mismas en la misma casa. 

-Como usted guste, señor.
-Eso es una desagradable evasiva. Conteste con claridad.
-Pues bien, señor, yo creo que usted no tiene derecho a mandarme porque sea más 

viejo que yo o porque haya visto más mundo. Esa superioridad que usted se atribuye dependerá del uso que haya hecho de su tiempo y de su experiencia. 

-¡Hum! Creo que he hecho un uso indiferente, por no decir malo, de esas dos ventajas a mi favor. Bien: dejemos al margen esa superioridad y pongámonos de acuerdo en que usted no se ofenderá si recibe órdenes mías ahora o en adelante, ¿le parece bien? 

Sonreí al pensar en lo curioso de que Mr. Rochester, al hablar de órdenes, olvidase que me pagaba treinta libras al año para tener el derecho de dármelas. 

-¡Elocuente sonrisa, señorita!- dijo él, sorpendiéndola y comprendiendo mi pensamiento. 

-Estaba pensando, señor, que pocas personas se preocuparían de preguntar a sus asalariados si les ofendían o no las órdenes que les dieran. 

-¿Asalariados? ¿Es usted asalariada mía? ¡Ah, sí: me había olvidado del sueldo! Bueno, puestos en ese terreno mercenario, ¿está usted de acuerdo en dejarme adoptar un poquito el aire de hombre superior? ¿Consiente en dispensarme muchas faltas a las formas y a las frases convencionales, sin suponer que la omisión entraña insolencia? 

-Estoy segura, señor, de que nunca confundiré la falta de buenas formas con la insolencia. Lo primero me parece bien; a lo segundo, ningún ser humano nacido libre debe someterse, ni siquiera por un sueldo. 

-¡Bobadas! La mayoría de los nacidos libres se someten por un sueldo. Refiérase a sí misma y no entre en generalizaciones que usted ignora en absoluto. No obstante, mentalmente coincido con su contestación, a pesar de su inexactitud, tanto por el modo de decirlo como por la idea que entraña. El modo ha sido franco y sincero, cosa poco corriente. Ni tres entre tres mil institutrices hubieran contestado como usted lo ha hecho. Pero no se vanaglorie de ello. Si es usted diferente a la mayoría, se lo debe a la naturaleza, que la ha hecho así. Y aún creo que voy demasiado lejos en mi criterio, porque acaso no sea usted mejor que las demás y tenga intolerables defectos que compensen sus buenas cualidades. 

«Lo mismo puede pasarte a ti», pensé. Él debió de leer en mis ojos aquel pensamiento, porque me contestó como si me lo hubiera oído exponer de palabra: 

-Sí -dijo-. Tiene usted razón. Yo estoy cargado de defectos. Lo sé, y no trato de negarlos, se lo aseguro. No puedo ser muy severo con los demás, porque mi propia vida ha sido tal, que con justicia merece las censuras, del prójimo. Yo inicié o, mejor dicho, me hicieron iniciar (a mí, como a todos los equivocados, nos gusta achacar la mitad de nuestra mala suerte a las circunstancias adversas) un camino tortuoso cuando sólo tenía veinte años, y luego no he podido seguir el recto. Pero yo habría podido ser muy diferente, tan bueno como usted, casi tan puro y, desde luego, más sensato. Envidio su tranquilidad mental, su conciencia limpia, su memoria libre de todo recuerdo ominoso. Una conciencia así, joven, es un exquisito tesoro, un manantial inagotable de confortaciones... 

-¿Cómo era su conciencia a los dieciocho años, señor? 

-Como la de usted: limpia y clara, sin que una sola gota de agua turbia la hubiese contaminado aún. Yo era como usted, igual que usted. La naturaleza, señorita, me inclinaba a ser un hombre bueno, y ya ve usted que no lo soy. Está usted pensando que me adulo a mí mismo: lo leo en sus ojos, y yo comprendo enseguida ese lenguaje... Pero le doy mi palabra de que digo la verdad, y supongo que no me tendrá usted por un villano... Yo he dado, más que por natural inclinación, en virtud de las circunstancias, en ser un pecador como hay muchos, encenagado en todas las miserables disipaciones que envilecen la vida. ¿Le sorprende que le confiese esto? No le extrañe. En el curso de su vida encontrará usted mucha gente que le confía sus secretos, involuntariamente, de un modo instintivo, y ello, porque usted prefiere, a hablar de sí misma, oír hablar de sí mismos a los demás, escuchándoles con una natural simpatía, que es más agradable y anima más porque no es inoportuna en sus manifestaciones. 

-¿Cómo lo adivina usted, señor? 

-Lo veo con toda evidencia. Y la estoy hablando tan sinceramente como si escribiese mis pensamientos en un diario íntimo. Respecto de mi vida, podría usted decir que yo debiera haber procurado superar las circunstancias, pero la verdad es que no lo hice. En vez de recibir con impasibilidad los golpes del destino, me dejé caer en la depravación... 

Y he aquí que ahora, cuando el ver un degenerado cualquiera excita mi repulsión, no puedo considerarme mejor que él... En fin, señorita, cuando uno cae en el error siente luego remordimientos y, créalo, el remordimiento es el veneno de la vida. 

-Pero el arrepentimiento es el antídoto de ese veneno, señor. 

-No lo es; el cambiar de conducta, sí; y acaso yo cambiara en el caso de... Pero ¿a qué hablar de lo que es imposible? Además, puesto que se me niega la felicidad, tengo derecho a gozar de los placeres que pueda encontrar en la vida; y así lo haré, cueste lo que cueste. 

-Y se depravará cada vez más, señor. 

-Puede ser. O acaso no, porque, ¿y si encuentro en esos placeres algo confortable y dulce, tan confortable y dulce como la miel silvestre que la abeja acumula entre los brezales? 

¡Qué amargo debe de ser eso! 

-¿Qué sabe usted? Por muy seria que se ponga y por muy solemnemente que me mire, está usted tan ignorante del asunto como este camafeo lo pueda estar -y tomó uno de la chimenea-. No tiene usted derecho á sermonearme; es usted una neófita que no ha pasado aún bajo el pórtico de la vida y desconoce sus misterios. 

-Me limito a recordarle, señor, que, según usted mismo, el error apareja remordimiento y el remordimiento es el veneno de la existencia. 

-¿Quién habla de error ahora? ¿Quién puede decir si la idea que acude a la mente es un error o más bien una inspiración? ¡Ahora mismo siento una idea que me tienta! Y le aseguro que no es nada diabólica. Al menos, se presenta engalanada con las vestiduras luminosas de un ángel. ¿Cómo no admitir a un visitante que se introduce en el alma tan radiante de luz? 

-No es un ángel verdadero, señor. 

-¿Qué sabe usted, repito? ¿En virtud de qué pretende usted distinguir entre un ángel caído y un emisario celestial? 

-Lo juzgo por su aspecto, señor. Estoy segura de que será usted muy desgraciado si atiende la sugestión que debe de haber recibido en este momento. 

-No lo creo. Al menos, me trae el más agradable mensaje que pueda pedirse. Además, ¿es acaso usted mi directora espiritual? ¡Ea, linda aparición, ven aquí! 

Hablaba como si se dirigiese a una visión, no distinguible a otros ojos que los suyos. Abrió los brazos y luego los cerró sobre su pecho, como si abrazase a alguien. 

-Ahora -continuó, dirigiéndose a mí-, ya he recibido al bello peregrino, a la deidad disfrazada, como lo es sin duda. Su aparición me ha causado un efecto benéfico: mi corazón, que era un osario hace un momento, es casi un sagrario en este instante. 

-A decir verdad, señor, no puedo seguirle en su conversación. No la comprendo; queda fuera de mi alcance. Sólo creo entender una cosa: que no es usted tan bueno como quisiera, y que lamenta su imperfección. Antes me hablaba usted de memoria. Pues bien, yo estoy convencida de que, si usted se lo propusiera, llegaría a corregir sus pensamientos y sus actos hasta que llegase el día en que, al repasar sus recuerdos, los hallase agradables en vez de dolorosos. 

-Bien pensando y mejor dicho, señorita. En este momento procuro con todas mis fuerzas adquirir nuevos y buenos propósitos, que habrán de ser tan firmes y duraderos como la misma roca. Desde ahora creo que mis pensamientos y mis deseos van a ser muy distintos a los de antes. -¿Y mejores? 

-Tanto como el oro puro es mejor que el metal dorado. Parece que duda usted, pero yo no dudo de mí mismo. Conozco mi fin y los motivos que tengo para buscarlo, y 

desde este instante me someto a una ley tan inflexible como la de los persas y los medos. 

-No lo conseguirá, señor, si no establece a la vez reglas para aplicarla. 

-Pero esas reglas han de ser inusitadas, porque es una inusitada concurrencia de circunstancias la que las impone. 

-Semejante máxima es peligrosa, porque se presta a interpretaciones torcidas. 

-¡Qué sentenciosa está usted hoy! Pero le aseguro que no interpretaré torcidamente nada. 

-Usted, como hombre, es falible.
-Ya lo sé. También usted lo es. ¿Y qué?
-Que quien es falible no puede arrogarse el poder de seguir una línea de conducta 

extraordinaria asegurando que es conveniente.
-¡«Que es conveniente»! Ésa es la frase adecuada. Usted lo ha dicho.
Me levanté, comprendiendo lo vano de continuar una conversación de la que no 

comprendía nada, e intuyendo, además, que el carácter de mi interlocutor era superior a mi penetración. Me sentía indecisa y vacilante, como siempre que se trata de un tema que se ignora. -¿Adónde va? 

-A acostar a Adèle. Ya es hora. 

-Me teme usted, porque hablo como la Esfinge. -Su lenguaje, señor, es enigmático, en efecto, pero no temo nada. 

-¡Sí! Su amor propio le hace temer el llegar a decir desatinos.
-Desde luego, reconozco que no deseo hablar de cosas sin sentido común. -Aunque sea eso lo que diga, lo expresa de un modo tan sereno y doctoral, que 

parece que dice cosas con sentido. ¿No se ríe usted nunca? No hace falta que conteste. Ya he visto que ríe usted muy poco. Pero puede usted llegar a reír con plena alegría, porque tan austera es usted por naturaleza como yo, por naturaleza, vicioso. Lowood pesa todavía sobre usted, haciéndole dominar sus sentimientos, sus impresiones y hasta sus modales y sus gestos. Teme usted, en presencia de un hombre -padre, persona mayor o lo que sea-, sonreír con excesiva alegría, hablar con demasiada libertad, moverse demasiado vivamente. Pero confío en que usted, conmigo, aprenderá a ser más natural, ya que a mí me resulta imposible ser convencional con usted. Cuando sea más natural, sus ademanes y sus miradas serán más vivos y más espontáneos. Su mirada es la de un pájaro enjaulado. Cuándo se halle libre, volará sobre las nubes... ¿Qué? ¿Insiste en irse? 

-Son más de las nueve, señor. 

No importa; espere un minuto. Adèle no tiene ganas de acostarse todavía. La posición en que estoy, de espalda al fuego, me permite observar con facilidad. He mirado de vez en cuando a Adèle, mientras hablábamos, ya que tengo motivos para creer que es un ser digno de estudio, por razones que algún día le explicaré, señorita... Pues bien, mirándola, la he visto sacar del fondo de su cajita, hace diez minutos, un vestidito de seda rosa, que la ha entusiasmado y despertado sus instintos de coquetería. Enseguida ha dicho: «Il faut que je l'essaie et à Nnstant méme!», y ha salido del cuarto. Ahora debe de estar con Sophie, entregada a la operación de probarse el vestido, y de aquí a poco la veremos entrar convertida en una miniatura de Céline Varens, que..., pero esto no interesa. De todos modos, mis tiernos sentimientos están a punto de experimentar una conmoción. Aguarde, pues, un momento y veremos si mis palabras se confirman. 

A poco sentimos el pisar de los piececitos de Adèle en el vestíbulo. Entró transformada como su protector había predicho. Un vestido de color de rosa, muy corto y con mucho vuelo, sustituía al vestido oscuro que llevaba antes; una guirnalda de 

capullos de rosa ceñía su frente, y calzaba calcetines de seda y unas pequeñas sandalias de raso blanco. 

-¿Me sienta bien el vestido? ¿Y los zapatos? ¿Y las medias? ¡Voy a bailar un poco! 

Y sujetando con las manos el vuelo de su vestido, cruzó la habitación hasta llegar ante Mr. Rochester, e inclinándose ante él, a imitación de las artistas, hasta arrodillarse, le dijo: 

-Muchas gracias por su bondad, Mr. Rochester. E incorporándose de nuevo, añadió: -Mamá haría lo mismo, ¿verdad?
-¡Exactamente! -gruñó él-. ¡Y con qué gracia sacaba mi dinero inglés de mi

británico bolsillo! Yo también tuve mi primavera, Miss Eyre, y al disiparse me dejó como recuerdo esta florecilla francesa... Un poco artificial, pero a la que me siento obligado, acaso en virtud de ese principio de los católicos que procuran expiar sus pecados haciendo alguna buena obra. Algún día me explicaré mejor... ¡Buenas noches! 

XV
Mr. Rochester se explicó, en efecto. Una tarde nos mandó llamar a Adèle y a mí y, 

mientras ella jugaba con Piloto, él me llevó a pasear y me explicó que aquella Céline Varens había sido una bailarina francesa que fue su gran pasión. Céline le había asegurado corresponderle con más ardor aún. Él creía ser el ídolo de aquella mujer, pensando que, feo y todo, Céline prefería su taille d'athléte a la elegancia del Apolo de Belvedere. 

-De modo, Miss Eyre, que, halagado por aquella preferencia de la sílfide gala hacia el gnomo inglés, la instalé en un hotel, la proporcioné criados, un carruaje y, en resumen, comencé a arruinarme por ella según la costumbre establecida... Ni siquiera tuve la inteligencia de elegir un nuevo modo de arruinarme. Seguí el habitual, sin desviarme de él ni una pulgada. Y también me ocurrió, como era justo, lo que ocurre a todos en esos casos. Una noche que Céline no me esperaba, se me ocurrió visitarla, pero había salido. Me senté a aguardarla en su gabinete, feliz al respirar el aire de su aposento, embalsamado por su aliento... Pero no, exagero... Nunca se me ocurrió pensar que el aire estuviera embalsamado por su aliento, sino por una pastilla aromática que ella solía colocar en la habitación y que expandía perfumes de ámbar y almizcle... Aquel fuerte aroma llegó a sofocarme. Abrí el balcón. La noche, iluminada por la luna y por los faroles de gas, era clara, serena... En el balcón había una silla o dos. Me senté, encendí un cigarro... Por cierto que, con su permiso, voy a encender uno ahora... 

Se lo llevó a sus labios y el humo del fragante habano se elevó en el aire frío de aquel día sin sol. -Entonces, señorita, me gustaban mucho los bombones. Y he aquí que, mientras, alternándolos con chupadas al cigarro, estaba croquant -¡perdón por el barbarismo!- unos bombones de chocolate y contemplando los elegantes carruajes que se dirigían por la calle hacia la cercana ópera, vi llegar uno, tirado por dos caballos ingleses, en el que reconocí el que regalara a Céline. Mi bella volvía. El corazón me latió con impaciencia. La puerta del hotel se abrió y mi hermosa bajó del coche: la reconocí, a pesar de ir cubierta por un abrigo, innecesario en aquella cálida noche de junio, por sus piececitos que aparecían bajo el vestido. Me incliné sobre la barandilla y ya iba a exclamar: «¡Ángel mío!», cuando me detuve al ver otra figura, también envuelta en un gabán, que descendía del coche después de Céline y que pasaba, con ella, bajo la puerta cochera del hotel. 

»¿Nunca ha sentido usted celos, Miss Eyre? Es superfluo preguntarlo. No los ha sentido, puesto que no ha amado aún. Hay sentimientos que no ha experimentado usted todavía... Usted imagina que toda la vida fluirá para usted mansamente como hasta ahora. Flota usted en la corriente de la vida con los ojos cerrados y los oídos obstruidos, 

y no ve las rocas que se encuentran al paso. Pero -no lo olvide- le aseguro que vendrá un día en que llegue usted a un lugar del río en que los remolinos de la corriente la arrastren, la golpeen contra los peñascos, en medio de tumultos y peligros, hasta que una gran ola la impulse hacia una nueva corriente más calmada, como me pasa a mí ahora... 

»Me complace este día, me complace este cielo plomizo, me gusta este paisaje helado. Me gusta Thornfield, por su antigüedad, por su soledad, por sus árboles y sus espinos, por su fachada parda y sus hileras de oscuras ventanas en cuyos cristales se refleja el cielo plomizo... ¡Y a la vez aborrezco hasta el pensamiento de pensar en Thornfield, huyo de él como de una casa apestada! ¡Cuánto lo aborrezco! 

Rechinó los dientes y calló. Se detuvo un momento y golpeó violentamente con el pie el suelo endurecido por la escarcha. 

Íbamos subiendo por una avenida dominada por el edificio. Rochester contemplaba el almenar con una mirada como no le viera hasta entonces, y en la que se reflejaban el dolor, la vergüenza, la ira, la impaciencia, el disgusto y el odio, todo ello brotando simultáneamente. La ferocidad predominaba en aquella expresión de sus sentimientos, pero al fin otro sentimiento, algo que podría calificarse de duro y cínico, triunfó sobre sus demás pasiones, dominándolas y petrificando su mirada. 

-Durante este rato en que he permanecido silencioso, señorita -continuó-, discutía cierto extremo con mi hado, que se me apareció como una de las brujas de Macbeth. «¿Te gusta Thornfield?», me preguntó, mientras trazaba, con sus dedos, jeroglíficas figuras a lo largo de la fachada, desde las ventanas más altas a las más bajas. «¿Te atreves a decir que te gusta?» «Me atrevo», contesté... Y mantendré lo dicho, romperé los obstáculos que se opongan a la felicidad y a la bondad..., sí, a la bondad... Quiero ser un hombre mejor de lo que he sido... Y... 

Adèle apareció en aquel momento. Rochester gritó con rudeza:
-¡No te acerques, niña; vete con Sophie!
Yo traté de conducirle al punto en que había interrumpido su relato.
-¿Se quitó usted del balcón cuando entró aquella señorita?
Esperaba una contestación violenta a una manera tan inoportuna de reanudar la 

conversación, pero, por el contrario, salió de su abstracción y me miró sin aquella expresión sombría que antes tuvieran sus ojos. 

-¡Me había olvidado de Céline! Pues bien, cuando la vi acompañada de un caballero, me pareció escuchar el silbido de un reptil, y la serpiente de los celos, a través de mis carnes, penetró hasta el fondo de mi corazón. ¡Qué raro es -exclamó Mr. Rochester de pronto- que yo la haya elegido a usted por confidente, jovencita! Y más raro aún que usted me escuche con esa serenidad, como si fuera lo más corriente del mundo que un hombre cuente cosas de su querida a una muchacha inexperta. Pero la última singularidad explica la primera, como ya le dije una vez: usted, con su seriedad, su prudencia y su buen juicio, está hecha como a la medida para ser depositaria de confidencias. Además, conozco la clase de espíritu con el que comunico, y estoy seguro de que no le contagiaré ninguna maldad. Es un espíritu especial, acaso único. Las maldades que le cuente no la infestarán y, en cambio, el confesárselas me alivia... 

Después de aquella disgregación continuó: -Continué en el balcón, suponiendo que subirían al gabinete y que desde mi puesto podría verles y oírles. Corrí las cortinas del balcón, dejando el resquicio suficiente para ver, y entorné las puertas, a fin de poderles oír. Entonces volví a sentarme. Como esperaba, la pareja subió al gabinete. La doncella de Céline llevó una lámpara, la dejó sobre una mesa y se retiró. Ambos se quitaron los abrigos y Céline apareció deslumbrante de sedas y joyas -regalos míos, por supuesto-... Él era un oficial vestido de uniforme, un bellaco de vizconde, un joven disoluto y vacío 

de mollera, a quien yo conociera en sociedad y en el que nunca pensara sino para despreciarle. Al reconocerle, la serpiente de los celos dejó de morder mi corazón, porque mi amor por Céline se había disipado instantáneamente. Una mujer que me traicionaba con un rival como aquél, no era digna de afecto. 

»Comenzaron a hablar: su conversación era tan vulgar, insípida y estúpida que más bien aburría que animaba a escuchar. En la mesa había una tarjeta mía y ello me convirtió en tema de su charla. Ninguno de ellos poseía bastante capacidad para ofenderme de un modo profundo, pero me insultaron cuanto pudieron a su mezquina manera, sobre todo Céline, que hizo hincapié en mis defectos físicos. ¡Y ante mí se mostraba ferviente admiradora de lo que calificaba mi belleza varonil!... En eso difería diametralmente de usted, que en nuestra segunda entrevista me dijo francamente que le parecía feo. El contraste me chocó tanto que... 

Adèle llegó corriendo otra vez.
-John dice que ha llegado el administrador y que desea verle.
-Bien: hay que abreviar. Abrí el balcón, entré en el gabinete, notifiqué a Céline que 

le retiraba mi protección, y la conminé a abandonar el hotel, ofreciéndola una cantidad para sus necesidades inmediatas. No hice caso alguno de sus histerismos, súplicas, protestas y ademanes trágicos. Me cité con el vizconde para el día siguiente, en el bosque de Boulogne, y tuve el placer de alojarle una bala en uno de sus brazos, más débiles que las alas de un pollito. Pero desgraciadamente, la Varens, a los seis meses, dio a luz esa muchachita, Adèle, asegurando que era hija mía. Acaso sea cierto, aunque no veo en sus rasgos semejanza alguna conmigo. Piloto se me parece más. Años después de haber roto yo con su madre, ésta abandonó a la niña y se fue a Italia con un músico o cantante, no sé qué... Adèle no tiene derecho alguno a que yo la proteja, porque no creo ser su padre, pero al saber que la pobrecita estaba abandonada, la recogí del fango de París y la traje aquí, para que creciera en el limpio ambiente del campo inglés. Y ahora que sabe usted que es la hija ilegítima de una bailarina francesa, acaso no le agrade tanto el cargo que ejerce con ella y venga cualquier día a notificarne que ha encontrado usted otro empleo, que me busque otra institutriz, etcétera. 

-No. Adèle no es responsable de las faltas de su madre ni de las de usted. Yo tengo un deber respecto a ella y ahora que sé que es, hasta cierto punto, huérfana -ya que su madre la olvida y usted no la reconoce-, me siento más dispuesta a seguir cumpliéndolo. ¿Cómo he de preferir ser institutriz en alguna familia donde constituya un enojo más que otra cosa, que ser la amiga de una huerfanita? 

-Si lo ve usted así... Vaya, regresemos. Está oscureciendo ya. 

Yo me entretuve algunos minutos más con la niña y el perro, y corrí y jugué con ellos. Cuando volvimos a casa y la quité el sombrero y el abrigo, la hice sentar en mis rodillas y durante una hora charlé con ella de las cosas que le complacían y que eran, principalmente, frivolidades sin sustancia, probable herencia de su madre y difíciles de concebir para una mentalidad inglesa. Con todo, la niña tenía algunos méritos y yo estaba dispuesta a reconocerlos. Busqué en sus facciones alguna semejanza con Mr. Rochester, pero no hallé ninguna. Era lamentable, porque de haber podido probarle cierto parecido, él se hubiera preocupado más de la pequeña. 

Cuando me retiré a mi habitación, por la noche, pensé en la narración que Mr. Rochester me había hecho. 

Como él dijera, nada había de extraordinario en tal historia: los amores de un inglés con una bailarina francesa y la traición de ella eran cosa muy corriente. Pero había algo extraño en la emoción que él experimentara cuando se refirió al viejo palacio. Gradualmente pasé, de meditar en aquel incidente, a pensar en la confianza que el dueño de la casa me manifestaba. Considerándola como un tributo a mi discreción, la acepté en

tal sentido. Su comportamiento conmigo durante las últimas semanas era menos desigual que al principio. No mostraba altanería y cuando nos veíamos parecía alegrarse. Siempre reservaba para mí una palabra amable y una sonrisa. Cuando me invitaba a reunirme con él, me acogía con una cordialidad que me llevaba a pensar que realmente debía de poseer la facultad de divertirle y que aquellas conversaciones durante las veladas debían de agradarle a él tanto como a mí. 

Aunque yo solía hablar muy poco, le escuchaba con agrado. Él, por naturaleza, era comunicativo y le gustaba abrir ante mi espíritu ignorante del mundo muchos horizontes sobre sus costumbres y escenas. No precisamente escenas de corrupción y costumbres viciosas, sino cosas cuyo interés residía en la novedad que para mí presentaban. Yo experimentaba placer escuchando las ideas que él me sugería, imaginando los cuadros que él me pintaba, y siguiéndole con la imaginación a las nuevas regiones que extendía ante mi mente. 

La espontaneidad de sus maneras me libró de la molestia de sentirme cohibida, y la amistosa franqueza, tan correcta como cordial, con que me trataba, me impresionó. Al poco tiempo experimentaba la impresión de que Rochester era más bien un amigo que un amo, aunque a veces me tratara con imperio. Pero no me molestaba, porque comprendía que tal era su costumbre. Sintiéndome más feliz, más interesada en la vida, mejor tratada, me encontraba más a gusto de lo habitual. Los vacíos de mi vida se llenaban y, físicamente, también mejoré: estaba más gruesa y más fuerte. 

¿Me parecía feo ahora Mr. Rochester? No, lector, la gratitud, unida a cuanto veía en él, todo bueno y genial, hacían que su rostro se me figurara lo más agradable del mundo. Su presencia en una habitación parecía alegrar y caldear la atmósfera mejor que el más brillante fuego. Ello no significaba que yo olvidase sus defectos, tanto más cuanto que los mostraba con frecuencia. Era orgulloso y sarcástico y, en mi interior, yo reconocía que su mucha amabilidad hacia mí estaba compensada por su mucha severidad hacia los demás. Estaba generalmente malhumorado. Con frecuencia, cuando me enviaba a buscar, le encontraba en la biblioteca, solo, con la cabeza apoyada sobre sus brazos cruzados. Y cuando la levantaba, un gesto melancólico, casi maligno, ensombrecía sus facciones. Pero yo creía que su mal humor, su aspereza y sus anteriores vicios - anteriores, porque ahora parecía haberlos corregido- eran el resultado de alguna injusticia con que el destino le abrumara. Yo entendía que, por naturaleza, Rochester era un hombre de buenas inclinaciones, elevados principios y delicados gestos, que las circunstancias, la educación y el destino habían desviado. Su pena, cualquiera que fuese, me apenaba a mí y hubiera dado cualquier cosa por poder mitigarla. 

Aquella noche, en mi lecho, con la luz ya apagada, no conseguía dormir pensando en la mirada que Rochester dirigiera a la casa, y me preguntaba si él no podría llegar a ser feliz en Thornfield. 

«¿Por qué no? -me preguntaba-. ¿Qué le separa de este lugar? ¿Por qué lo abandona siempre tan pronto? Mrs. Fairfax dice que nunca pasa aquí más de quince días y ahora lleva, sin embargo, ocho semanas. Sería lamentable que se marchase. ¡Qué tristes días, a pesar del sol radiante y el cielo despejado, me esperan en la primavera, en el verano y el otoño venideros, si él no está!» 

Después de este pensamiento, no sé si me dormí o no. Lo cierto es que desperté oyendo un vago murmullo, extraño y lúgubre, que me pareció sonar precisamente encima de mí. Hubiese querido tener encendida la vela, porque la noche era terriblemente oscura. Me sentí deprimida y asustada. Me senté en el lecho y escuché. El murmullo se había apagado. 

Traté otra vez de dormirme, pero mi corazón latía tumultuosamente y mi serenidad había desaparecido. El lejano reloj del vestíbulo dio las dos. Creí percibir que unos 

dedos arañaban la puerta de mi dormitorio, como si buscasen a tientas una salida en la galería. Exclamé: -¿Quién es? 

Nadie contestó. Sentí un escalofrío de temor. Recordé de pronto que, a veces, Piloto, cuando la puerta de la cocina quedaba abierta, salía y buscaba en la oscuridad el cuarto de su amor, en cuyo umbral le había visto durmiendo algunas mañanas. Tal pensamiento me tranquilizó. Me tendí en el lecho y ya comenzaba a dormirme otra vez cuando un nuevo incidente vino a desvelarme. 

Esta vez era una risa casi demoníaca: baja, reprimida y que sonaba, según me pareció, a través del agujero de la cerradura de mi puerta. La cabecera de mi cama estaba próxima a la puerta. Al principio pensé que algún duendecillo burlón estaba al lado de mi lecho, o quizá en mi misma almohada. Me levanté y no vi nada. Aún estaba mirando, cuando el sonido se repitió, viniendo del otro lado de la puerta. 

Mi primer impulso fue echar el cerrojo. El segundo preguntar otra vez:
-¿Quién es?
Sentí una especie de gruñido. Luego oí pasos en la escalera del tercer piso y el abrir 

y cerrar de una puerta que recientemente se había colocado al final de aquella escalera. «¿Será Grace Poole y estará poseída del diablo?», pensé.
Imposible seguir más tiempo sola. Resolví reunirme con Mrs. Fairfax. Me puse un 

vestido y un chal y con temblorosa mano abrí la puerta. En la estera de la galería alguien había dejado una bujía encendida. Me sorprendió aquella circunstancia, y mi extrañeza creció cuando noté que había un humo sofocante. Mientras miraba a derecha e izquierda buscando el origen de aquella humareda, percibí también un fuerte olor a quemado. 

De la puerta entornada del cuarto de Mr. Rochester salían espesas nubes de humo. Ya no pensé más en el ama de llaves, ni en Grace Poole, ni en las extrañas risas. En un instante me hallé dentro de la alcoba. El lecho estaba envuelto en llamas, sus cortinas ardían y bajo ellas, profundamente dormido e inmóvil, reposaba Mr. Rochester. 

-¡Despierte! -grité. 

Apenas se volvió y sólo murmuró algo ininteligible. El humo le había hecho desvanecerse. No se podía perder ni un segundo. Corrí hacia el lavabo: el jarro y la palangana estaban llenos de agua. Los vacié sobre el lecho y sobre su ocupante, corrí a mi alcoba, cogí mi jarro y mi jofaina, los vertí sobre el lecho y, con la ayuda de Dios, logré extinguir las llamas que lo devoraban. 

El baño con que había obsequiado pródigamente a Mr. Rochester le hizo volver en sí. Aunque, al apagarse el fuego la habitación estaba a oscuras, comprendí que se había despertado al oírle fulminar extraordinarias maldiciones contra quien le hiciera nadar en agua. 

-¿Qué es esto, una inundación? -rugió.
-No, señor -repuse-, había estallado un incendio. Espere: voy a traer una vela. -¡Por todos los diablos del infierno, que esa es Jane Eyre! ¿Qué ha hecho usted 

conmigo, bruja? ¿Quién está con usted en la habitación? ¿Se proponían ahogarme? -Voy por una luz, señor -insistí-. No sé lo que ha pasado.
-Espere un minuto, a ver si encuentro alguna ropa seca si es que queda. ¡Sí! Ya 

puede usted traer la vela. Cogí la luz que estaba en el suelo de la galería. Él la tomó de mis manos, examinó el lecho quemado, las sábanas empapadas, la alfombra llena de agua. 

-¿Qué ha ocurrido? -preguntó. 

Le relaté brevemente lo que sabía: la extraña risa en la galería, los pasos en la escalera del tercer piso, el olor a quemado que me condujo hasta su cuarto, el estado en que le había encontrado y cómo le anegara con cuanta agua pude hallar a mano. 

Me atendió con más interés que sorpresa y cuando concluí permaneció callado. 

-¿Llamo a Mrs. Fairfax? -pregunté. 

-¿Para qué diablo va usted a llamarla? No la moleste. -¿Voy a buscar a Leah, o a John y a su mujer? -No hace falta. Siéntese en esa butaca y póngase mi abrigo si tiene frío con ese chal que lleva. Ahora coloque los pies en este taburete para no mojárselos. Me voy; vuelvo dentro de unos minutos. Me llevaré la luz. Estese aquí, quietecita como una muerta, hasta que yo vuelva. Tengo que hacer una visita al piso de arriba. No se mueva ni llame a nadie. 

Salió. Se deslizó por la galería sin hacer ruido, abrió con sigilo la puerta de la escalera, la cerró tras sí y la luz que llevaba se desvaneció. Quedé en absoluta oscuridad. Puse oído atento, pero no percibí rumor alguno. Pasó mucho tiempo. Yo sentía frío a pesar del abrigo, y ya estaba a punto de desobedecer las órdenes de Mr. Rochester e irme, a riesgo de incurrir en su desagrado, cuando vi reaparecer la luz proyectándose en los muros de la galería y sentí pasos sobre la estera. 

«Confiemos en que sea él y no algo peor», pensé. Rochester entró, pálido y sombrío. Puso la luz sobre el lavabo. 

-Ya sé de lo que se trata -murmuró-. Es lo que yo me había figurado.
-¿Qué era, señor?
No contestó. Permaneció con los brazos cruzados, mirando al suelo. Al cabo de

algunos instantes me dijo:
-¿Vio usted algo de particular cuando abrió la puerta de su cuarto?
-No, señor. Sólo la bujía en el suelo.
-¿Pero no oyó usted una risa rara? ¿No la había oído antes de ahora?
-Sí, señor, y quien se ríe así es Grace Poole, una mujer muy extraña.
-Exacto, Grace Poole es, como usted dice, muy extraña. Pensaré en el asunto. Me 

alegro mucho de que sólo usted y yo sepamos los detalles de este incidente. No diga nada de ello a nadie. Yo explicaré esto -añadió señalando el lecho quemado-. Ahora vuélvase a su cuarto. Yo puedo pasar muy bien la noche en el sofá de la biblioteca. Son casi las cuatro y de aquí a dos horas los criados se levantarán. 

-Entonces, buenas noches, señor-dije, saliendo. Pareció sorprenderse, cosa asombrosa, porque él mismo me había dicho que me fuera. 

-¿Me deja usted de este modo? -exclamó. -Usted me lo ha mandado, señor. 

-Pero no así; no sin una palabra de agradecimiento hacia usted, que me ha salvado de una muerte horrible... Al menos, permítame estrecharle la mano. 

Le tendí la mano y él la estrechó primero con una de las suyas y luego con ambas. 

-Me ha salvado usted la vida y me satisface tener con usted una deuda tan grande. No puedo decir más. Con cualquier otra persona, semejante deuda representaría para mí una carga intolerable, pero con usted es distinto, Jane. Sus beneficios no se hacen abrumadores. 

Calló y me miró. Se notaba que sus labios querían proferir alguna palabra más, pero se contuvo. -Buenas noches, señor. Y conste que no hay caso de deuda, beneficio, obligación ni peso alguno. -Experimento la sensación -continuó él- de que usted ejerce algún buen influjo sobre mí. Lo adiviné cuando la vi por vez primera... La gente dice que hay simpatías espontáneas; también he oído hablar de buenos genios... En esa leyenda hay algunos puntos de verdad. Querida bienhechora mía: buenas noches. 

En su voz vibraba una inusitada energía y en sus ojos ardía un insólito fuego. -Me alegro de haber estado despierta, señor -dije. Y traté de irme.
-¿Ya se va? -Tengo frío, señor.
-¿Frío? ¡Claro: estamos en un charco! Bueno, váyase.. . 

Pero no soltaba mi mano. Tuve que imaginar un pretexto. -Me parece haber sentido moverse a Mrs. Fairfax -dije. 

-Bien; váyase.
Aflojó sus dedos y me dejó marchar.
Volví a mi alcoba, pero no pude dormir. Mi imaginación flotó hasta la mañana en un 

mar alegre, pero turbulento, en el que olas de turbación sucedían a otras de grato optimismo. A trechos, más allá de las hirvientes aguas, parecíame divisar una plácida orilla, hacia la que de vez en cuando me impulsaba una fresca brisa. Pero otro viento que soplaba desde tierra me hacía retroceder. La sensatez trataba de oponerse al delirio, el criterio a la pasión. Incapaz de seguir acostada, me levanté en cuanto alboreó el día. 

XVI
Al día siguiente yo temía, y a la vez deseaba, ver a Mr. Rochester. Ansiaba oír su 

voz de nuevo y me asustaba, sin embargo, presentarme ante él. Rochester, algunas veces, aunque pocas, solía entrar en el cuarto de estudio y permanecer en él, y yo estaba segura de que aquella mañana se presentaría. 

Pero la mañana transcurrió sin que nada interrumpiese los estudios de Adèle. Únicamente oí, antes de desayunar, algunas voces cerca del cuarto de Rochester: las del ama de llaves, de Leah, de la cocinera -que era la mujer de John- y el áspero acento del propio John. Se percibían exclamaciones tales como: «¡Por poco se abrasa el señor en su cama!» «Es peligroso dejar la luz encendida por la noche.» «¿No se habrá enfriado durmiendo en el sofá?», etcétera. 

A aquella conversación siguió algún movimiento en el cuarto y cuando pasé ante él para ir a comer, vi a través de la puerta abierta que todo había sido puesto en orden. Unicamente la cama carecía aún de cortinas. Leah estaba limpiando los cristales, empañados por el humo. Iba a hablarla para saber qué explicación se había dado del caso, cuando divisé, sentada en una silla y colocando las anillas de las nuevas cortinas del lecho, a Grace Poole. 

Permanecía taciturna como de costumbre, con su vestido oscuro, su delantal ceñido y su cofia. Estaba absorta en su trabajo, al que parecía dedicar todas las energías de su mente. En sus vulgares rasgos no se percibía la palidez ni la desesperación que debían esperarse en una mujer que hacía poco intentara cometer un asesinato y cuya víctima debía, según mis suposiciones, haberle reprochado el crimen que tratara de perpetrar.

Quedé perpleja. Ella me miró sin que su expresión se alterase y me dijo: «Buenos días, señorita», con tanta calma y flema como de costumbre. Luego continuó su labor. 

«Es preciso poner a prueba esa indiferencia», pensé. -Buenos días, Grace -repuse en voz alta-. ¿Ha ocurrido algo? Me ha parecido oír hablar aquí hace un rato... -El señor estuvo leyendo esta noche en la cama, se durmió con la luz encendida y las cortinas se incendiaron. Afortunadamente despertó a tiempo de apagar el fuego con el agua del jarro. 

-¡Qué raro! -dije, en voz baja, mirándola fijamente-. ¿No despertó Mr. Rochester a nadie? ¿Ninguno le oyó moverse? 

Me contempló de nuevo y ahora su expresión reflejaba un sentimiento distinto. Después de haberme examinado con recelo, contestó: 

-Ya sabe usted, señorita, que los criados duermen lejos. Las alcobas más próximas son la de usted y la de Mrs. Fairfax. Ella no ha oído nada. Las personas de cierta edad duermen muy pesadamente. 

Se interrumpió, y luego agregó con afectada indiferencia, pero con significativo acento: 

-Usted es joven, señorita, y debe tener el sueño ligero. ¿No oyó nada? 

-Sí -dije en voz baja, para que Leah no me oyese al principio creí que era Piloto. Pero es imposible que un perro ría, y estoy segura de haber oído una risa muy extraña. 

Ella reanudó su labor con perfecta calma y me dijo: -Debía usted de estar soñando, señorita, porque es muy raro que el amo, en un caso así, se riera. 

-No soñaba -repuse acaloradamente-. Su fingida frialdad me ofendía.
Me miró otra vez, escudriñadora.
-¿Cómo no abrió usted la puerta y miró? -repuso sin perder la calma-. Y ¿cómo no 

ha hablado al amo de esa risa extraña?
-No he tenido ocasión de verle esta mañana. Y en vez de abrir, lo que hice fue echar 

el cerrojo.
Me pareció que tenía interés en interrogarme. Y como, si notaba que yo desconfiaba 

de ella, podía volver contra mí sus malignos propósitos, me pareció conveniente precaverme. Por eso le di aquella respuesta. 

-¿Así -continuó ella- que no tiene usted la costumbre de cerrar la puerta con cerrojo cuando se acuesta? 

«¡La muy bruja quiere conocer mis costumbres para fraguar sus planes!», pensé. Y la indignación, superando mi prudencia, me hizo contestar: 

-Con frecuencia he omitido esa precaución, por no creerla necesaria. No pensaba que en Thornfield Hall hubiera peligro de muerte violenta. Pero de aquí en adelante -y recalqué las palabras- tomaré mis precauciones antes de acostarme. 

-Será conveniente que lo haga -respondió Grace, aunque esta región es muy pacífica y yo no he oído nunca hablar de intentos de robo en esta casa. Y eso que se sabe que aquí hay vajilla de plata por valor de varios cientos de libras y que, como el amo es soltero y está muy poco aquí, hay menos criados de los que corresponde a un edificio de esta importancia. De todos modos, me parece que la prudencia no sobra y que siempre es mejor tener echado el cerrojo de la puerta entre uno y cualquier peligro que pueda sobrevenir. Mucha gente confía en Dios, pero yo digo que debe uno ayudarse para que Dios le ayude. 

Así concluyó su párrafo, muy largo para lo que ella acostumbraba, y pronunciado con el gazmoño acento de una cuáquera. 

Quedé estupefacta ante lo que me parecía un increíble dominio de sí misma y una hipocresía refinada. La cocinera entró en aquel momento. 

-Grace -dijo-: ¿baja usted a comer? 

-No -repuso ella-; póngame mi jarro de cerveza y un trozo de pudding en una bandeja y me lo llevaré arriba. 

-¿No quiere carne?
-Un poco. Y también un trozo de queso.
La cocinera se dirigió a mí para decirme que Mrs. Fairfax me esperaba, y salió. Apenas presté atención al relato que me hizo del incendio, mientras comíamos, el 

ama de llaves. No pensaba sino en el enigma del carácter y la posición de Grace Poole en la casa, ya que era raro que no la hubieran entregado a las autoridades o, al menos, la hubiesen despedido. Mr. Rochester me había declarado casi abiertamente que ella era la culpable: ¿Cómo, pues, no la acusaba? ¿Por qué me había recomendado el secreto? Era extraño que un propietario, hombre de mal carácter y bastante rencoroso, estuviese en cierto modo a merced de la más insignificante de sus sirvientas, hasta el punto de que pudiera atentar contra su vida sin que la castigase ni la culpase siquiera. 

Si Grace hubiese sido joven y hermosa, yo me habría inclinado a pensar que algún dulce sentimiento influía en Rochester más que la prudencia y el temor, pero con una mujer de su edad y aspecto no cabía tal idea. 

«Sin embargo -reflexioné-, por su edad ella debe ser contemporánea de su señor, y tal vez en su juventud... Mrs. Fairfax me ha dicho que lleva aquí muchos años. No creo que haya sido bonita nunca, pero podría compensar con su carácter y otras cualidades 

sus defectos físicos. Mr. Rochester ama lo excéntrico, y Grace lo es. ¿Quién sabe si algún antiguo capricho, muy posible en un carácter tan impetuoso y terco como el de Rochester, le tiene a merced de ella y hace que esa mujer influya en su vida?» 

Pero en este punto de mis conjeturas, la maciza figura de la Poole acudió a mi mente con tal viveza que no pude por menos de pensar: 

«Es imposible. Mi suposición no tiene base.»
Mas esa secreta voz que a veces suena en el fondo de nuestras almas, me sugería: «Sin embargo, tú no eres hermosa tampoco y parece que no desagradas a Mr. 

Rochester. Ya otras veces lo has notado, y sobre todo anoche... ¡Recuerda sus palabras, su mirada, su voz!» 

Yo lo recordaba todo muy bien. En aquel momento estábamos en el cuarto de estudio. Adèle dibujaba. Me incliné sobre ella para guiarle la mano. Me miró con sobresalto. 

-¿Qué tiene usted, señorita? -dijo-. Sus dedos tiemblan y sus mejillas están encarnadas como las cerezas... -Es que al inclinarme estoy en una posición incómoda, Adèle. 

Ella continuó dibujando y yo me sumí otra vez en mis pensamientos. 

Me apresuré a eliminar de mi mente la desagradable idea que había formado a propósito de Grace Poole. Comparándome con ella, concluí que éramos muy diferentes. Bessie Leaven decía que yo era una señora, y tenía razón: lo era. Y ahora yo estaba mucho mejor que cuando me viera Bessie: más gruesa, con mejor color, más viva, más animada, porque tenía más esperanzas y más satisfacciones. 

«Ya está oscureciendo -medité, acercándome a la ventana-, y en todo el día no he visto ni oído a Mr. Rochester. Seguramente le veré antes de la noche. Por la mañana lo temía, pero ahora estoy impaciente por reunirme con él.» 

Mi impaciencia se acrecentó cuando se hizo noche cerrada y Adèle se marchó a jugar con Sophie. Yo esperaba oír sonar la campanilla, esperaba que Leah me avisase para que bajara, hasta esperaba que el propio Mr. Rochester llamase a mi puerta... Pero la puerta seguía cerrada y nadie entraba, sino la oscuridad de la noche a través de la ventana. Aún no era muy tarde: sólo las seis, y él a veces no enviaba por mí hasta las siete o las ocho. ¡Era imposible que no me mandara a llamar una noche en que tenía tanto de que hablarle! Era preciso preguntarle sobre Grace para ver lo que respondía; era preciso preguntarle francamente si creía que era la culpable del odioso atentado de la noche anterior y, en tal caso, por qué deseaba guardar el secreto. 

Al fin se sintió un paso en las escaleras y Leah se presentó, pero sólo para anunciarme que el té estaba servido en el gabinete de Mrs. Fairfax. De todos modos, me alegré de bajar, pensando que ello me acercaba a la presencia de Mr. Rochester. 

-Vaya, tome su té -dijo la buena señora cuando me vio-. Hoy ha comido usted muy poco. Temo que no se encuentre usted bien. Parece un poco agitada. 

-¡Oh, nunca me he sentido mejor! -Demuéstremelo con su buen apetito. ¿Quiere servir el té mientras yo arreglo la labor? 

Cuando lo hubo hecho, corrió las cortinillas de la ventana, lo que sin duda no había efectuado antes para aprovechar lo más posible la luz del día. 

-La noche es clara, aunque no hay estrellas -dijo, mirando a través de los cristales-. Mr. Rochester ha tenido buen tiempo para su viaje. 

-Pero ¿se ha marchado Mr. Rochester? No lo sabía. -Se fue en seguida de desayunar. Ha ido a casa de Mr. Eshton, en Leas, diez millas más allá de Millcote. Creo que se reunirá allí con Lord Ingram, Sir Jorge Lynn, el coronel Dent y otros. 

-¿Cree que volverá esta noche? 

-No, ni mañana. Pasará fuera una semana o más. Cuando esas gentes distinguidas se reúnen, se divierten tanto y están tan a gusto que no ven nunca la hora de separarse. Según tengo entendido, Mr. Rochester es un hombre encantador en sociedad, y se hace el favorito de todos, sobre todo de las señoras, aunque usted crea que su aspecto no le favorece. Yo supongo que su inteligencia, su riqueza y su nacimiento compensan esos pequeños defectos físicos. 

-¿Habrá señoras en Leas? 

-Estará Mrs. Eshton y sus hijas, jóvenes muy elegantes, y las honorables Blanche y Mary Ingram, que deben de estar muy guapas. Yo no veo a Blanche desde hace seis o siete años, cuando tenía dieciocho. Vino con motivo de un baile de Navidad que dio Mrs. Rochester. ¡Si hubiera visto usted el comedor ese día! Estaba decorado y alumbrado que no había más que pedir. Asistieron unas cincuenta señoras y caballeros de las mejores familias del condado, y Miss Ingram fue considerada por todos como la más hermosa. 

-¿La vio usted, Mrs. Fairfax? 

-Sí. La puerta del comedor estaba abierta, porque, en Navidad, los criados se reunían en el vestíbulo para oír a las señoras tocar y cantar. Mr. Rochester me hizo pasar y yo me senté en un rincón apartado y lo vi todo. Nunca he presenciado espectáculo más espléndido. La mayoría de las señoras -por lo menos, de las jóvenes me parecieron muy hermosas, pero Miss Ingram era verdaderamente la reina entre todas. 

-¿Cómo es? 

-Alta, muy bien formada, con los hombros muy bien contorneados, el cuello largo y gracioso, la piel morena, las facciones muy delicadas y los ojos negros, grandes y brillantes como joyas. Llevaba muy bien peinado el cabello, que era negro y lustroso, con las trenzas en forma de corona y los rizos más lindos que yo he visto en mi vida. Vestía de blanco, con una banda cruzándole el pecho, y sobre sus cabellos de azabache llevaba una flor. 

-La admirarían mucho, ¿no? 

-Sí; y no sólo por su belleza, sino por sus habilidades. Cantó muy bien y uno de los caballeros la acompañó al piano. Ella y Mr. Rochester entonaron un dúo. 

-No sabía que Mr. Rochester supiera cantar. -Tiene una excelente voz de bajo y mucho gusto para la música. 

-Y ¿qué clase de voz posee Miss Ingram? 

-Muy aguda y muy llena. Después de cantar -y era un delicia oírla-, tocó. Yo no entiendo de música, pero Mr. Rochester sí, y dijo que había sido una ejecución admirable. 

-Y mujer tan hermosa, ¿No se ha casado aún? -Parece que no. Ni ella ni su hermana deben de poseer gran fortuna. Las tierras de Lord Ingram están vinculadas y corresponden casi todas al mayorazgo. -Pero me asombra que no haya habido algún caballero acomodado que se enamore de ella. Mr. Rochester, por ejemplo. Es rico, ¿no? 

-¡Claro! Mas existe considerable diferencia de edad. Mr. Rochester cuenta casi cuarenta años y ella sólo veinticinco. 

-¿Qué tiene que ver? Enlaces más desiguales se ven todos los días. 

-Cierto. La verdad es que no se me había ocurrido que Mr. Rochester pudiese imaginar semejante idea... 

Pero no come usted nada, apenas ha tomado más que el té.
-Tengo sed y poco apetito. ¿Quiere servirme otra taza?
Volví a insistir en la posibilidad de una unión entre Blanche y Mr. Rochester, pero 

la aparición de Adèle desvió la conversación hacia otros temas. 

Cuando me hallé de nuevo sola, pensé en los informes que se me dieran, sondeé mi corazón, examiné mis pensamientos y mis sentimientos y me esforcé en restablecer las cosas en el estado que aconsejaba el sentido común. 

Repasé mentalmente las esperanzas y deseos a que me entregara desde la noche anterior -y que en realidad había comenzado a experimentar hacía quince días- y, apelando a la razón para reducir el ideal a la realidad, llegué a la conclusión siguiente: 

Que jamás había existido una loca mayor que Jane Eyre, y que nunca idiota alguno se entregara a más dulces y fantásticos sueños bebiendo el veneno de la quimera como si fuese néctar. 

«¿ Tú, predilecta de Rochester? -pensé-. ¿Tú, dotada de la facultad de complacerle? ¿Tú, teniendo alguna importancia a sus ojos? ¿Es posible que te hayas dejado llevar por unas pocas muestras de preferencia, propias de un caballero y de un hombre de mundo, hacia ti, que eres una inexperta y además dependes de él? ¿Cómo has pensado en eso, pobre tonta? ¿No te avergüenzas pensando en la escena de esta última noche? Una mujer no debe dejarse galantear por su jefe, que no puede soñar en casarse con ella, y es una locura, por otra parte, que las mujeres experimenten un amor para conservarlo oculto, porque ello agotaría su vida. 

»Escucha, pues, Jane Eyre, tu sentencia: colócate mañana ante un espejo y, tan fielmente como puedas, haz tu autorretrato, sin paliar un defecto, sin suavizar ninguna fealdad, y escribe al pie: "Retrato de una institutriz pobre, vulgar y huérfana." 

»Después, toma la lámina de marfil pulido que tienes entre tus útiles de dibujo, mezcla tus más puros y delicados colores, elige tus más finos lápices y traza cuidadosamente el rostro más encantador que puedas imaginar, acordándote de la descripción que te han hecho de Blanche Ingram. Acuérdate de los lustrosos rizos, de los orientales ojos, toma como modelo los de Mr. Rochester... Pero no; ¡alto! Nada de sentimentalismos. Sólo hace falta buen juicio y decisión. Dibuja las líneas armoniosas y gráciles que te imaginas, el cuello de corte griego, el busto, el brazo redondo y fino, la delicada mano, sin omitir el anillo con un diamante ni la pulsera de oro. Añádele los adornos adecuados y escribe al pie: "Blanche. Retrato de una señorita aristócrata." 

»Y en adelante, si te figuras que Mr. Rochester te mira con buenos ojos, coge los dos retratos y compáralos diciendo: "Si Mr. Rochester quiere, puede conseguir el amor de esta aristócrata. ¿Cómo, pues, ha de fijarse en otra insignificante plebeya?" 

»"Así lo haré", resolví. Y, una vez adoptada tal determinación, me sentí tranquilizada y pude dormirme.» Cumplí mi palabra. Un par de horas me bastó para concluir mi autorretrato a lápiz, y en menos de quince días terminé la miniatura de marfil de una imaginaria Blanche Ingram. Cuando comparé aquella encantadora cabeza con mi retrato, el efecto fue tan positivo como mi voluntad de autodominio deseaba. El trabajo resultó doblemente beneficioso, ya que entretuvo mis manos y mis pensamientos y vigorizó las nuevas impresiones que yo deseaba estampar indeleblemente en mi corazón. 

A la larga, tuve motivos para felicitarme de aquella disciplina que me impusiera. Gracias a ella pude soportar los inmediatos sucesos con serenidad. Sin aquella preparación los hubiera tolerado más difícilmente, e incluso no hubiera sabido disimular ante los demás mis reacciones.


Última modificación: sábado, 1 de diciembre de 2018, 13:59