Unidad 6 LECTURA: Leer los Capítulos XVII-XX (17-20)
XVII
Pasó una semana, pasaron diez días y no llegaban noticias de Mr. Rochester. Mrs.
Fairfax aseguraba que no le sorprendería que a lo mejor se marchara con sus amigos a Londres, e incluso al continente, y que no apareciera por Thornfield hasta dentro de un año. Era muy frecuente en él desaparecer de aquel modo brusco e inesperado. Al oírla
experimenté un extraño desfallecimiento en el corazón, pero dominando mis sentimientos logré enseguida superar mi momentáneo desvarío, recordando lo absurdo que era que considerase los movimientos de Mr. Rochester como cosa de vital interés para mí. Con esto no me situaba ante mí misma en una situación de inferioridad, sino que, al contrario, razonaba:
«Tú no tienes nada que ver con el dueño de Thornfield, sino para cobrar el sueldo que te paga por enseñar a su protegida y para agradecerle el trato amable que te da, y el cual tienes derecho a esperar mientras cumplas tus deberes a conciencia. Entre él y tú no pueden existir otras relaciones. Prescinde, pues, de consagrarle tus sentimientos, entusiasmos y cosas análogas. Él no es de tu clase; mantente en tu terreno y, por tu propio respeto, no ofrezcas tu amor a quien no te lo pide y acaso te lo despreciara.»
Me ocupé, pues, con calma en mi misión cerca de la niña, pero sin poderlo evitar bullían en mi cerebro ideas y conjeturas sobre la posibilidad de abandonar Thornfield y buscar nuevos horizontes. Pensamientos de tal clase no había por qué reprimirlos; antes bien, podían desarrollarse libremente y fructificar si llegaba el caso.
Mr. Rochester llevaba ausente unos quince días, cuando Mr. Fairfax recibió una carta.
-Es del amo -dijo, mirando la dirección-. Ahora sabremos si vuelve o no.
Mientras abría el escrito, yo comencé a tomar mi café (porque nos hallábamos desayunando) y, como estaba muy caliente, atribuí a tal circunstancia el brusco arrebato que me coloreó de rojo la cara. Lo que ya no pude concretar a qué se debiera fue el temblor de mi mano, que me hizo derramar en el plato la mitad del contenido de mi taza.
-Vaya -dijo Mrs. Fairfax, después de leer la carta-: yo, a veces, me quejo de que aquí estamos demasiado tranquilos, pero me parece que ahora vamos a andar demasiado ocupados, al menos por algún tiempo.
Me permití preguntar:
-¿Es que vuelve pronto Mr. Rochester?
-De aquí a tres días, según dice, y no solo. Yo no sé cuánta gente traerá consigo,
pero ordena que se preparen los mejores dormitorios y que se limpien los salones y la biblioteca. Es necesario que yo busque alguna ayudante de cocina y alguna asistenta en la posada de George en Millcote y donde se pueda. Además, las señoras traen sus doncellas y los señores sus criados. Así que vamos a tener la casa llena.
Mrs. Fairfax terminó, pues, su desayuno y se apresuró a preparar todo lo necesario.
Aquellos tres días hubo mucho ajetreo. Yo creía que todos los aposentos de Thornfield estaban arreglados y limpios, pero entonces descubrí que me engañaba. Tres mujeres fueron contratadas para ayudar en las tareas, y hubo fregado, barrido, sacudido de alfombras, limpieza de espejos, preparación de chimeneas y lavado de ropas de cama, como no viera en mi vida. Adèle estaba encantada con los preparativos y con la perspectiva de los invitados que iban a venir. Hizo que Sophie reparase todas sus toilettes, según llamaba a los vestidos, para arreglar aquellos que estuvieran passées. Por su parte no hizo nada, sino saltar en las alcobas, brincar en las camas, tenderse en los colchones y apilar almohadas ante las chimeneas. Le dimos vacaciones, porque Mrs. Fairfax había requerido mi ayuda y yo pasaba el día en la despensa con ella y con la cocinera, aprendiendo a hacer flanes y natillas, a preparar empanadillas de queso y dulces a la francesa, a mechar carne y a guarnecer platos de postre. Se esperaba a los invitados la tarde del jueves, y se contaba que cenaran a las seis. Durante todo aquel período no tuve tiempo de imaginar quimeras y estuve más activa y alegre que nadie, excepto Adèle. No obstante, de vez en cuando, a despecho de mí misma, me dejaba arrastrar con el pensamiento a la región que originaba mis dudas, suposiciones y
conjeturas sombrías. Esto sucedía cuando veía abrirse la puerta de la escalera del tercer piso y aparecer a Grace Poole, con su cofia almidonada y su delantal blanco, deslizándose por la galería con su paso tranquilo, mirando el interior de los revueltos dormitorios, y diciendo alguna palabra a los asistentes a propósito de la limpieza, del polvo de las chimeneas, del modo de quitar las manchas de las paredes empapeladas... Grace bajaba a comer a la cocina una vez al día, fumaba una pipa junto al fogón y se marchaba llevándose a su guarida, para su solaz, una voluminosa jarra de cerveza. Sólo una hora del día pasaba con los demás sirvientes; el resto estaba en su habitación del piso alto, acaso riendo con aquella terrible risa suya, y tan solitaria como un prisionero en su celda.
Lo más raro de todo era que nadie de la casa, excepto yo, parecía reparar en sus costumbres ni asombrarse de ellas. Nadie discutía cuál era su misión ni manifestaba compasión por su soledad. Una vez, sin embargo, sorprendí una conversación entre Leah y una de las asistentas, a propósito de Grace. Leah había dicho algo que no pude oír, y la asistenta contestaba:
-Debe ganar buen sueldo, ¿no?
-Sí -dijo Leah-. No es que yo esté descontenta de lo que gano, porque no es poco, pero ¡ya quisiera tener el sueldo de Grace! El mío no llega ni a la quinta parte del suyo. Cada trimestre va al Banco de Millcote a guardar dinero. No me asombraría que tuviese ya bastante para vivir si deseara dejar de trabajar, pero debe de estar acostumbrada a la casa, y como aún no tiene cuarenta años y está muy fuerte, seguramente piensa que todavía no es tiempo de retirarse...
-¡Buenas tragaderas debe de tener! -dijo la sirvienta. -¡Y usted que lo diga! -replicó Leah, que sin duda entendía lo que la otra quería indicar con aquello-. No quisiera estar en su caso ni por todo lo que gana.
-¡Claro que no! Me asombra que el amo...
Leah se volvió en aquel momento y, al verme, hizo un guiño a la asistenta. -¿Es que no lo sabe? -oí cuchichear a la mujer. Leah movió la cabeza y la
conversación se interrumpió. Cuanto pude sacar en limpio fue que en Thornfield había un misterio y que de él, deliberadamente, se me excluía a mí.
Llegó el jueves. La noche anterior se había concluido todo el trabajo: las alfombras estaban limpias y extendidas, los lechos preparados, dispuestos los tocadores, bruñida la vajilla, las flores colocadas en los jarrones. Alcobas y salones parecían tan flamantes como si fueran nuevos. El vestíbulo relucía. Tanto el reloj como las escaleras y las barandillas había sido encerados y brillaban como espejos. Los aparadores, en el comedor, resplandecían de plata. En el salón y el gabinete se veían por todas partes jarrones exóticos.
Por la tarde, Mrs. Fairfax se puso su mejor vestido de raso negro y su reloj de oro, a fin de recibir a los invitados, llevar a sus cuartos a las señoras, etc. Adèle quiso también que la vistiésemos, aunque yo pensaba que no era probable que la presentasen a los invitados, por lo menos aquel día. Sin embargo, para complacerla, encargué a Sophie que la vistiese con un bonito traje de muselina, muy corto. En cuanto a mí, no era necesario que cambiase de ropa. Nadie iba a ir a reclamarme a mi santuario del cuarto de estudio, que en santuario, en efecto, se había convertido para mí: en un verdadero «agradable refugio en los tiempos calamitosos»...
Era uno de esos serenos días de primavera, de fines de marzo o primeros de abril, tan llenos de sol que parecen heraldos del verano. En aquel momento tocaba ya a su fin, pero el atardecer era agradable y tibio. Yo hacía labor al lado de la abierta ventana del cuarto de estudio.
-Es bastante tarde -dijo Mrs. Fairfax, entrando, con gran crujido de faldas, en la habitación-. Me alegro de haber mandado preparar la comida para una hora después de la que Mr. Rochester indicaba, porque son más de las seis. He enviado a John a la verla, a ver si divisa llegar a los señores por el camino.
Se acercó a la ventana.
-¡Ahí está! ¡John! -gritó asomándose-. ¿Qué hay? -Ya vienen, señora -respondió él-. Estarán aquí dentro de diez minutos.
Adèle se precipitó a la ventana. Yo la seguí, colocándome tras la cortina de modo que pudiese ver sin ser vista. Los diez minutos que anunciara John me parecieron muy largos, más al fin se oyó rumor de ruedas y vimos aparecer cuatro jinetes seguidos de dos coches abiertos llenos de plumas y velos flotantes. Dos de los jinetes eran jóvenes y arrogantes; el tercero era Mr. Rochester, montando Mescour, su caballo negro. Piloto corría a su lado. Rochester iba emparejado con una amazona, y ambos marchaban a la cabeza del grupo. Los vuelos del rojo traje de montar de la señora rozaban casi el suelo y el viento hacía ondear su velo, a cuyo través se transparentaban los brillantes rizos de su cabellera.
-¡Miss Ingam! -exclamó el ama de llaves. Y se precipitó a su puesto, en el piso bajo.
La cabalgata, siguiendo las sinuosidades del camino, dio la vuelta a la casa. La perdí de vista. Adèle me pidió que le permitiese bajar, pero yo la senté sobre mis rodillas y traté de hacerle comprender que no debía aventurarse a aparecer ante las señoras antes de que Mr. Rochester la mandase a buscar, para no disgustarle. Comenzó a verter lágrimas, como era presumible, pero la miré con severidad y acabó secando su llanto.
En el vestíbulo sonaba ya el alegre bullicio que producían los recién llegados. Las voces profundas de los caballeros y las argentinas de las señoras se confundían armoniosamente. Entre todas, destacaba la sonora del dueño de Thornfield, dando la bienvenida a los invitados que honraban su casa. Luego, ligeros pasos resonaron en la escalera y en la galería y se oyó un abrir y cerrar de puertas, risas, un murmullo confuso... Después, los rumores se apagaron.
-Se están cambiando de ropa -dijo Adèle, que había escuchado con atención. Y suspiró al añadir-: En casa de mamá, cuando había visitas, yo la acompañaba a todas partes, en el salón y en las habitaciones, y muchas veces miraba a las doncellas vestir y peinar a las señoras. Es muy divertido, y, además, así se aprende...
-¿No tienes apetito, Adèle? -interrumpí.
-Sí, señorita. Hace cinco o seis horas que no hemos comido.
-Bueno, pues mientras las señoras están en sus alcobas, intentaré traerte algo de
comer.
Y, saliendo de mi refugio con precaución, bajé la escalera de servicio que conducía
a la cocina. Todo en aquella región era fuego y movimiento. La sopa y el pescado estaban a punto de quedar listos y la cocinera se inclinaba sobre los hornillos en un estado de cuerpo y de ánimo que hacía temer que sufriese peligro de combustión personal. En el cuarto de estar de la servidumbre estaban sentados dos cocheros, y otros tres criados alrededor del fuego. Las doncellas, a lo que imaginé, debían de hallarse ocupadas vistiendo a sus señoras. En cuanto a las nuevas sirvientas contratadas en Millcote, andaban de un lado para otro con gran estrépito. Atravesando aquel caos, alcancé la despensa, donde me apoderé de un pollo frío, un trozo de pan, algunos dulces, un par de platos y un cubierto, con todo lo cual me retiré apresuradamente. Ya ganaba la galería y cerraba tras de mí la puerta de servicio, cuando un acelerado rumor me hizo comprender que las señoras salían de sus aposentos. No podía llegar al cuarto de estudio sin pasar ante algunas de las puertas, a riesgo de ser sorprendida en mi menester de avituallamiento. Por fortuna, el cuarto se encontraba al extremo de la
galería, la cual, por no tener ventana, estaba generalmente en penumbra y ahora en tinieblas completas porque ya se había puesto el sol y se apagaban las últimas claridades del crepúsculo.
De las alcobas salían sus respectivas ocupantes, una tras otra. Todas iban alegres y animadas. Sus brillantes vestidos se destacaban en la oscuridad. Se reunieron en un grupo, hablando con suave vivacidad, y luego descendieron la escalera con tan poco ruido como una masa de niebla por una colina. La aparición colectiva de aquellas mujeres dejó en mi mente una impresión de distinción y elegancia como nunca experimentara hasta entonces.
Encontré a Adèle mirándolas a través de la puerta del cuarto de estudio, que la niña había abierto a medias. -¡Qué señoras tan hermosas! -exclamó, en inglés-. ¡Cuánto me gustaría bajar con ellas! ¿Cree usted que Mr. Rochester nos mandará a buscar después de que terminen de cenar?
-No lo creo. Mr. Rochester tiene ahora otras cosas en qué ocuparse. Hoy no es fácil que te presenten a esas señoras. Acaso mañana... Ea, aquí está tu cena.
Como la niña tenía verdadero apetito, el pollo y los dulces atrajeron su atención durante un rato. Mi previsión no fue desacertada, porque tanto Adèle como yo y como Sophie, a quien envié parte de las provisiones, corríamos el riesgo de quedarnos sin cenar, en medio del general ajetreo. Los postres no se sirvieron hasta las nueve, y a las diez aún los criados corrían de aquí para allá llevando bandejas y tazas de café. Acosté a Adèle mucho más tarde que de costumbre, porque me aseguró que no podría dormirse mientras oyera aquel continuo abrir y cerrar de puertas. Además, añadió, podía llegar un aviso de Mr. Rochester cuando ella estuviera ya acostada, «y sería lamentable...»
La relaté cuantos cuentos quiso escucharme y luego, por cambiar un poco de ambiente, me la llevé a la galería. La gran lámpara del vestíbulo estaba encendida y a la niña la divertía asomarse a la barandilla y ver pasar los sirvientes. Y avanzada la noche, oímos sonar el piano en el salón. Adèle se sentó en el último peldaño de la escalera para escuchar. Una dulce voz femenina comenzó una canción. Al solo siguió un dúo. En los intervalos percibíase el murmullo de alegres conversaciones. Yo escuché también, y de pronto reparé que estaba intentando distinguir entre el rumor de la charla el acento peculiar de Mr. Rochester.
El reloj dio las once. La cabeza de Adèle se apoyaba en mi hombro y sus ojos se cerraban ya. La cogí en brazos y la llevé al lecho. Debía de ser sobre la una cuando los invitados se retiraron a sus habitaciones.
Al día siguiente también hizo buen tiempo. La reunión lo aprovechó para hacer una excursión a no sé qué lugar de las cercanías. Salieron temprano de mañana; unos a pie y otros en coches. Miss Ingram era la única amazona y Mr. Rochester cabalgaba a su lado, un poco separados ambos del resto de los excursionistas. Se lo hice notar a Mrs. Fairfax, que estaba sentada a mi lado, junto a la ventana.
-Aunque usted decía... ¡Observe cómo Mr. Rochester corteja a esa señorita entre todas! -comenté. -Tiene usted razón: se ve que la admira.
-Y ella a él -continué-. Mire cómo inclina la cabeza para hablarle confidencialmente. Me gustaría verla la cara. Hasta ahora no lo he conseguido.
-La verá esta noche -repuso el ama de llaves-. He hablado a Mr. Rochester del interés que tenía Adèle en ser presentada a las señoras, y me ha dicho que fuera usted con ella al salón esta noche, después de cenar.
-Le aseguro que no me hace ninguna gracia ir. -Ya le indiqué que usted está poco acostumbrada a la sociedad y que no se divertirá en una reunión de desconocidos, pero me contestó que, si usted se oponía, la dijese que él tenía particular interés, agregando que, si aun así se negaba usted, vendría en persona a buscarla.
-No tiene por qué molestarse tanto -dije-. Iré yo, aunque preferiría no hacerlo. ¿Estará usted también? -No. Le rogué que me excusara y consintió. Voy a decirle lo que debe hacer para evitar una entrada aparatosa en el salón, que es la parte más desagradable de esas cosas. Usted entra cuando el salón esté vacío, es decir, mientras los invitados se hallen aún a la mesa, y elige un asiento en un rincón. Tampoco es preciso que esté mucho tiempo después de que entren los señores, a no ser que la agrade. Puede salir enseguida y nadie se dará cuenta.
-¿Cree que estarán mucho tiempo en Thornfield los invitados?
-No creo que más de dos o tres semanas. Después de las vacaciones de Pascua, Sir George Lynn, que ha sido elegido representante de Millcote, tendrá que ir a la ciudad a ocupar su cargo y no me extrañaría que el señor le acompañase. Lo que me parece raro es que pase tanto tiempo en Thornfield.
No sin emoción vi aproximarse la hora de mi entrada en el salón. Adèle, desde que oyera que iba a ser presentada a las señoras, se había sumido en éxtasis. Una vez que Sophie la hubo vestido con todo cuidado, arreglado sus cabellos en lindos rizos y puesto el trajecito de seda rosa, adoptó un aire tan grave como el de un juez, se sentó con precaución en su sillita, procurando que el vestido no rozase, y esperó que yo estuviera preparada, lo que sucedió pronto. Me puse mi mejor vestido (el gris que me hiciera para la boda de Miss Temple y que no había vuelto a usar más), me peiné rápidamente y me coloqué el prendedor, única joya que poseía. Luego bajamos.
Afortunadamente el salón tenía otra entrada, además de la del comedor, en el que estaba congregada la concurrencia. La estancia se hallaba aún vacía. Un gran fuego ardía silenciosamente en la chimenea y muchas bujías de cera, dispuestas entre las exquisitas flores con que estaban adornadas las mesas, iluminaban la soledad. El cortinón carmesí pendía ante el arco de acceso al comedor y, por ligera que fuese la separación, bastaba para que de las conversaciones no llegase más que un apagado murmullo.
Adèle, que estaba muy impresionada, se sentó, sin decir palabra, en el taburete que la indiqué. Yo me coloqué en un asiento próximo a una ventana, cogí un libro de una mesa y empecé a leer. Adèle acercó su escabel a mí y me tocó una rodilla.
-¿Qué quieres, Adèle?
-¿Puedo coger una de esas magníficas flores, señorita? Así completaré mi tocado... -Piensas demasiado en tu tocado, Adèle... Pero, en fin, coge una flor...
Tomó una rosa, se la puso en la cintura y exhaló un suspiro de profunda
satisfacción, como si la copa de su felicidad estuviese ahora colmada. Volví el rostro para ocultar una sonrisa que no pude contener. Había algo tan doloroso como ridículo en la innata devoción de aquella minúscula parisiense a cuanto se refiriese a adornos y vestidos.
Corrieron la cortina de la arcada y apareció el comedor, esplendoroso con los servicios de postre, de plata y cristal. Un grupo de señoras entró en el salón y la cortina cayó otra vez tras ellas.
Aunque sólo fuesen ocho, la magnificencia de su aspecto daba la impresión de que eran muchas más. Algunas eran muy altas, varias vestían de blanco, y la esplendidez de los adornos de todas las embellecía como una neblina embellece la luna. Me levanté cortésmente. Unas pocas correspondieron inclinando la cabeza; otras se limitaron a mirarme.
Se esparcieron por el salón. La gracia y ligereza de sus movimientos las asemejaba a una bandada de pájaros blancos. Algunas se acomodaron en lánguidas posturas en los sofás y otomanas, y otras se inclinaron sobre las mesas para examinar los libros y las
flores. Las demás se agruparon en torno al fuego y comenzaron a hablar en el tono de voz bajo y claro que parecía serles habitual. Oyéndolas, me enteré de sus nombres.
Mrs. Eshton había sido sin duda hermosa y aún estaba muy bien conservada. La mayor de sus hijas, Amy, era menuda, infantil de rostro y modales y de sugestivas formas. La menor, Louisa era más alta y más elegante de tipo. Tenía una cara bonita, de esas que los franceses llaman minois chiffonné. Las dos hermanas eran blancas como lirios.
Lady Lynn era alta y gruesa. Representaba unos cuarenta años, erguida y altanera. Vestía un magnífico traje de raso, y su negro cabello estaba adornado con una pluma azul celeste y con una diadema incrustada de joyas.
La esposa del coronel Dent era menos brillante, pero me pareció más señorial. Su rostro era agradable y pálido y tenía el cabello rubio. Su sobrio vestido de raso negro, con adornos de perlas, me agradó más que la opulencia de la anterior señora.
Pero las más distinguidas entre todas -tal vez porque eran las más altas- resultaban la viuda Lady Ingram y sus hijas Blanche y Mary. Para ser mujeres, tenían muy aventajada estatura. La viuda debía de contar de cuarenta a cincuenta años. Sus formas se mantenían aún proporcionadas, su cabello todavía negro (al menos a la luz de las bujías) y sus dientes perfectos. La mayoría de los hombres hubiesen dicho de ella que era una espléndida mujer madura y, físicamente hablando, sin duda habrían acertado, pero emanaba de su aspecto una altivez casi insoportable. Tenía las facciones de una matrona romana. Una amplia sotabarba se unía a una garganta robusta como una columna. Sus facciones rebosaban orgullo y su barbilla adoptaba una posición exageradamente erecta. Sus ojos, orgullosos y duros, me recordaban los de mi tía Reed. Hablaba doctoralmente, con un tono de superioridad inaguantable. Un vestido de terciopelo carmesí y un turbante-chal de manufactura india la investía (según imagino que ella se figuraba) de una dignidad casi imperial.
Blanche y Mary eran de la misma estatura: altas y erguidas como álamos. Mary era demasiado delgada para su altura, pero Blanche, en cambio, tenía los perfectos contornos de una Diana. La miré con especial interés. Deseaba ver si su aspecto respondía a la descripción de Mrs. Fairfax, si se asemejaba a la miniatura mía y si respondería al gusto que yo me imaginaba que debía ser el de Mr. Rochester.
Su tipo respondía, en efecto, a la descripción del ama de llaves y a mi retrato: torso delicado, hombros bien contorneados, cuello gracioso, negros ojos y negros rizos. Pero su rostro era como el de su madre: idéntico ceño, idénticas facciones altaneras, idéntico orgullo, si bien no era un orgullo tan sombrío. Por el contrario, reía continuamente, con una risa desdeñosa que parecía constituir la expresión habitual de sus labios arqueados y altivos.
Se asegura que el genio es orgulloso y consciente de sí mismo. Yo no. puedo asegurar si Miss Ingram era un genio, pero sí que estaba muy consciente y muy orgullosa de sí misma. Inició una discusión sobre botánica con la gentil señora Dent. Ésta parecía no haber estudiado semejante ciencia, limitándose a asegurar que le gustaban las flores, «y sobre todo las silvestres». En cambio, Miss Ingram entendía la materia y arrollaba a su interlocutora, gozándose en su ignorancia. Blanche podría ser inteligente, pero no era bondadosa. Tocaba bien, tenía buena voz, hablaba francés en apartes con su madre, y lo hablaba excelentemente, con mucha naturalidad y apropiado acento.
Mary parecía ser más amable y sencilla que Blanche, así como era más suave de facciones y más blanca de tez (su hermana era morena como una española). Pero su rostro carecía de expresión y sus ojos de brillo. Apenas hablaba nada. Una vez sentada,
permanecía inmóvil como una estatua en su pedestal. Las dos hermanas vestían ropas blancas como la nieve.
¿Gustaría Blanche a Mr. Rochester? Yo no conocía su opinión en materia de belleza femenina. Si le agradaba lo majestuoso, necesariamente debía de agradarle Miss Ingram. La mayoría de los hombres debían de admirar a Blanche, y de que él la admiraba también parecíame tener evidentes pruebas. Para disipar la última sombra de duda me faltaba verles juntos.
Ya habrás supuesto, lector, que Adèle no permaneció quieta ni muda. En cuanto entraron las señoras, avanzó hacia ellas, hizo una solemne reverencia y dijo con gravedad:
-Buenas noches, señoras.
Miss Ingram la miró burlonamente y exclamó: -¡Uy, qué muñequita!
Lady Lynn observó:
-Debe de ser la niña que tiene a su cargo Mr. Rochester. Nos ha hablado antes de
ella. Es una francesita... Mrs. Dent tomó a Adèle por la mano y la dio un beso. Amy y Louisa Eshton gritaron a la vez:
-¡Qué encanto de niña!
Y la llevaron a un sofá, donde la pequeña se sentó, charlando alternadamente en francés y en inglés chapurreado y atrayendo no sólo la atención de las jóvenes, sino también la de Lady Lynn y Mrs. Eshton.
Fue servido el café y se llamó a los hombres. Me senté a la relativa sombra de las cortinas de las ventanas, que me ocultaban a medias. La aparición en grupo de los caballeros fue tan imponente como la de las señoras. Todos vestían de negro. La mayoría eran altos, y algunos muy jóvenes. Henry y Frederick Lynn eran dos muchachos elegantes, y el coronel Dent un hombre de aspecto marcial. Mr. Eshton, magistrado del distrito, tenía un aspecto muy señorial. Sus cabellos, completamente blancos, y sus cejas y patillas, negras aún, le daban la apariencia de un pére noble de théàtre. Lord Ingram, como sus hermanas, era muy alto y, como ellas, muy arrogante, mas parecía tener algo de la apatía de su hermana Mary, denotando más vigor muscular que ardor de sangre o vivacidad de mente.
Mr. Rochester entró el último. Yo procuré concentrar mi atención en la labor de que me había provisto. Al distinguir la figura de aquel hombre, recordé el momento en que le viera por última vez, cuando le acababa de prestar un inestimable servicio. Entonces él, cogiendo mi mano y mirándome, había revelado una tumultuosa emoción, de la que yo había participado. ¡Qué próximo a él me había sentido en aquel momento! Ahora, en cambio, ¡qué lejanos estábamos el uno del otro! Tanto, que ni siquiera esperaba que viniese a hablarme. No me asombró, pues, que sin mirarme, se sentara al otro extremo del salón y comenzase a conversar con algunas señoras.
Al observar que su atención estaba dedicada a ellas y que podía, por tanto, mirarle sin ser vista, le contemplé, experimentando un agudo y a la vez doloroso placer en hacerlo: el placer que pueda experimentar quien, sintiéndose envenenado, bebe, a sabiendas, el dulce veneno que le lleva a la tumba.
¡Qué verdadero es el aforismo de que «la belleza está en los ojos del que mira»! El moreno y cuadrado rostro de Rochester, sus espesas cejas, sus penetrantes ojos, sus rudas facciones, su boca voluntariosa, no eran bellos, según los cánones de la estética, pero para mí eran más que bellos: eran interesantes y estaban llenos de una sugestión que me dominaba. Yo deseaba no amarle -el lector sabe el esfuerzo que realicé para extirpar mi amor- y, sin embargo, ahora que le veía, la pasión desbordaba, impetuosa y fuerte. Aun sin mirarme, me obligaba a que le amase.
Le comparé con sus invitados. ¿Qué valían la gallarda gracia de los Lynn, la lánguida elegancia de Lord Ingram, la marcial distinción del coronel Dent, ante la energía innata que emanaba de Rochester? En el aspecto de aquellos no veía nada sugestivo para mí, aun reconociendo que la mayoría de las gentes les hubieran considerado atractivos, elegantes y distinguidos, mientras que de Mr. Rochester hubiesen dicho que estaba mal formado y que tenía un aire sombrío. Pero yo, viendo sonreír y reír a los otros, pensaba que sus sonrisas no eran más brillantes que la llama de una bujía, ni sus risas más sonoras que el ruido de una campanilla. En cambio, cuando Rochester sonreía, sus duras facciones se suavizaban y sus ojos brillaban con destellos a la vez acerados y dulces. En aquel momento hablaba a Louisa y Amy Eshton, y a mí me maravillaba ver la ecuanimidad con que ellas oían lo que a mí me parecía tan interesante. Me alegré al ver que no entornaban los ojos ni se ruborizaban escuchándole. «No es para ellas lo que para mí -pensé-. Él no es del corte de ellas, sino del mío. Estoy segura. Yo comprendo la elocuencia de sus movimientos y de su rostro. Aunque otras causas nos separen, en mi cerebro y en mi corazón, en mi sangre y en mis nervios hay alguna cosa que me hace semejante a él. ¿Cómo he podido imaginar, hace pocos días, que nada teníamos que ver los dos, sino a efectos de salario, y que no podía considerarle desde otro punto de vista que el de ser mi patrón? ¡Qué blasfemia contra la naturaleza! Cuanto hay de bueno, de sincero y de vigoroso en mí, gira impulsivamente en torno de él. Reconozco que debo ocultar mis sentimientos y que él no se preocupa de mí para nada. Cuando digo que soy como él, no quiero decir que posea su poder de sugestión, ni su atractivo, sino sólo que tengo sentimientos e inclinaciones iguales a las suyas. Sé que hemos de vivir siempre distantes y, sin embargo, mientras yo sienta y aliente, le amaré.»
Se tomó el café. Las mujeres, desde que entraron los caballeros, se habían vuelto repentinamente animadas y vivas como alondras. La conversación era alegre. Dent y Eshton hablaban de política, y sus mujeres les escuchaban. Sir George -a quien he omitido describir y que era un robusto y corpulento caballero campesino- se colocó ante el sofá de aquellos con su taza de café en la mano, y de vez en cuando intercalaba alguna palabra. Frederick Lynn se había sentado junto a Mary Ingram y le enseñaba los grabados de un magnífico libro. Ella miraba y sonreía, pero apenas decía nada. El alto y flemático Lord Ingram había apoyado los brazos en el respaldo de la silla de la menuda y vivaracha Amy Eshton, que le miraba gorjeando como un pájaro. Sin duda le gustaba más que Rochester. Henry Lynn había tomado posesión de una otomana junto a Louisa, Adèle estaba a su lado y él trataba de conversar en francés con la niña, mientras Louisa se burlaba de los disparates que decía. En cuanto a Blanche Ingram, se había sentado, sola, a una mesa, y permanecía graciosamente inclinada sobre un álbum. Parecía esperar que alguien le hiciese compañía, y no esperó largo rato, porque ella misma eligió un compañero.
Mr. Rochester, dejando a las Eshton, se sentó ante el fuego, donde quedó por unos instantes tan solitario como la Ingram ante la mesa. Blanche lo notó y se acercó a él, colocándose también junto a la chimenea.
-Yo creía, Mr. Rochester, que no le gustaban los niños.
-Y no me gustan.
-Entonces, ¿por qué se ha encargado de esa muñequita? - dijo, señalando a Adèle-.
¿De dónde la ha sacado usted?
-No la saqué de sitio alguno: me la confiaron. -Debía usted enviarla al colegio. -Los colegios son caros.
-Bien, pero usted tiene una institutriz para la niña, según he visto... ¿Se ha ido ya?
No; está allí, junto a la ventana. Usted tiene que pagarla y eso le resulta más caro aún, porque, además de pagar a esa mujer, necesita mantenerla.
Yo temía -mejor sería decir esperaba- que la alusión motivase que Mr. Rochester me dirigiera una mirada, pero no lo hizo.
-No me he parado a pensarlo -dijo él con indiferencia.
-Ustedes, los hombres, nunca tienen en cuenta la economía ni el sentido común. Debía usted oír a mamá hablar de nuestras institutrices. Mary y yo hemos tenido lo menos una docena durante nuestra vida. La mitad eran odiosas y la otra mitad ridículas, y todas resultaban muy gravosas. ¿Verdad, mamá?
-¿Qué me decías?
La joven explicó con detalle su pregunta.
-Querida: ¡no me hables de institutrices! Sólo oír esa palabra me pone nerviosa. He
sido mártir de su incapacidad y de sus caprichos. ¡Gracias a Dios que ya no tengo que tratar con ellas!
Mrs. Dent se acercó a la viuda y le habló al oído. Supongo, juzgando por la respuesta, que se trataba de una indicación de que un miembro de aquella aborrecida raza se hallaba presente.
-Tant pis! -exclamó la viuda-. Confío en que ello contribuya a hacerla mejor que las otras -y agregó, más bajo, aunque lo bastante alto para que yo la oyese-: Ya lo había notado. Soy muy buena fisonomista, y reconozco en ella todos los defectos de las de su clase.
-¿Qué defectos son esos? -inquirió Rochester. -Se lo diré a solas -repuso la señora, moviendo significativamente su turbante.
-Pero entonces mi despierta curiosidad quizá se haya dormido...
-Pregunte a Blanche, que está más cerca de usted que yo.
-Podías dejarme tranquila, mamá. Sólo una palabra tengo que decir respecto a esa
tribu: que son unas fastidiosas. No es que yo las haya tolerado mucho. ¡La de burlas que hemos hecho Theodore y yo a nuestra Miss Wilson, y a nuestra Mrs. Greys, y a nuestra Madame Joubert! Mary no solía estar lo bastante animada para colaborar en nuestras tretas. Las mejores fueron las que gastamos a Madame Joubert, porque Miss Wilson era una infeliz apocada, siempre llorosa, que no merecía ni el trabajo de burlarse de ella, y Mrs. Greys era tan insensible que ningún golpe la afectaba. ¡Pero a la pobre Madame Joubert! Aún me parece verla, enfurecida cuando derramábamos el té, manoseábamos el pan, tirábamos los libros y armábamos una charanga golpeando la regla sobre el pupitre y la badila, en el cierre de la chimenea... ¿Recuerdas aquellos felices días, Theodore?
-¡Ya lo creo! -repuso Lord Ingram-. La pobre vieja gritaba: «¡Niños malos!», y nos sermoneaba creyendo impresionarnos a nosotros, que éramos unos muchachos inteligentes, mientras que ella era una ignorante.
-¿Y te acuerdas, Theodore, de cuando yo te ayudaba a mortificar a tu preceptor, Mr. Vining, a quien solíamos poner apodos tan grotescos? Él y Miss Wilson se permitieron enamorarse, o al menos Theodore y yo nos lo figuramos. Les sorprendimos miradas tiernas y suspiros, que interpretábamos como muestras de una belle passion, y yo te aseguré que en breve la noticia sería del dominio público. ¡Y lo utilizamos como palanca para echar aquel desagradable peso fuera de casa! Mamá, en cuanto se informó del asunto, encontró que era una inmoralidad. ¿No es cierto, madrecita?
-Sí, querida. Y lo pensaba con razón. Existen muchos motivos para que no pueda tolerarse una relación amorosa entre una institutriz y un preceptor en una casa bien organizada; en primer lugar, porque...
-¡Por Dios, mamá, ahórranos la exposición de los motivos! Au reste, todos los conocemos: peligro de dar malos ejemplos a los inocentes niños, distracción y negligencia en el desempeño de los cargos, alianza tácita entre ambos profesores y,
como consecuencia, actitudes insolentes y subversivas... ¿Tengo razón o no, señora baronesa de Ingram?
-Tienes razón como siempre, florecita mía. -Entonces no hay más que hablar. Cambiemos de conversación.
Amy Eshton no oyó esta última frase, e insistió en el tema, diciendo con su dulce tono infantil:
-Louisa y yo solíamos burlarnos de nuestra institutriz, pero era tan buena que no se ofendía nunca. ¿Verdad que no, Louisa?
-No. Nos dejaba hacer lo que queríamos: registrar su pupitre, revolver su cesto de labor y sus cajones... Era muy condescendiente y nos concedía cuanto le pedíamos.
-Creo -dijo Miss Ingram, plegando los labios irónicamente- que hemos tratado ya bastante ese tema, y que deberíamos pasar a uno nuevo. ¿Apoya usted mi proposición, Mr. Rochester?
-Coincido con usted en eso y en todo.
-Entonces, yo me encargaré de elegir otra distracción. ¿Está usted en voz esta noche, Mr. Edward? -Lo estaré si usted lo manda, doña Bianca. -Entonces, mi soberano deseo es que usted ponga sus órganos vocales a mi real servicio.
Miss Ingram se sentó al piano con altanera gracia, ahuecó su níveo vestido hasta darle una majestuosa amplitud, y comenzó un brillante preludio. Aquella noche parecía estar en su mejor forma, y tanto sus palabras como su aspecto suscitaban no sólo la admiración, sino incluso el éxtasis de los que la oían. Mientras tocaba, hablaba de esta suerte:
-Estoy harta de los jóvenes de hoy día. Parecen niños: no pueden salir del jardín sin permiso de papá, de mamá y del aya. No piensan más que en cuidar sus bonitos rostros, sus blancas manos y sus pequeños pies... ¡Como si el hombre tuviese que preocuparse de la belleza! ¡Como si la hermosura no fuese cosa exclusiva de la mujer! Yo opino que una mujer fea es una mácula de la creación, pero un caballero no debe pensar sino en parecer fuerte y valeroso. Su lema debe ser: cazar, esgrimir y luchar. El resto no merece la pena. Así opinaría yo si fuera hombre. Hizo una pausa, que todos respetaron, y continuó:
-Yo aspiro a casarme no con un rival, sino con un rendido. Yo no sufriría un competidor; exigiría de mi marido un homenaje exclusivo, no una devoción compartida entre mi persona y la imagen que él viera en su espejo... Vamos, Mr. Rochester: cante, y yo le acompañaré al piano.
-Estoy dispuesto a obedecer.
-Aquí hay una canción pirata. ¡Me muero por los piratas! Cante, pues, con spirito. -Las órdenes de sus labios infundirían espíritu hasta a un vaso de leche aguada. -Bien. Pero ándese con cuidado. Si no canta como debe, le humillaré mostrándole
cómo hay que entonar esta canción.
-Eso es ofrecer un premio a la incapacidad. Ahora procuraré hacerlo mal adrede... -Gardez-vous en bien! Si usted lo hace mal a propósito, le castigaré.
-Debe usted ser piadosa, ya que tiene en su mano aplicar un castigo mayor del que
un mortal pueda soportar.
-Explíquese -dijo ella.
-Es superflua la explicación. Usted sabe muy bien que un simple enojo suyo es más
doloroso que el mayor de los castigos.
-Vamos, cante... -repuso ella.
Y comenzó a acompañarle al piano, tocando con exquisito gusto. «Éste es el momento de irme», pensé.
Pero las notas de la canción me emocionaron tanto, que no me decidí. Mrs. Fairfax había dicho que Mr. Rochester tenía una bella voz, y era cierto. Poseía una potente voz de bajo, a la que comunicaba todo su sentimiento, toda su energía personal. Su acento penetraba hasta lo último. Esperé a que la última nota de aquella canción expirase, y luego inicié mi retirada hacia la puerta de escape, que afortunadamente estaba próxima. Un estrecho pasillo conducía desde ella al vestíbulo.
Al atravesarlo, reparé que había perdido una de mis sandalias y, para buscarla, me arrodillé al pie de la escalera. Oí abrir la puerta del comedor. Me apresuré a incorporarme y me hallé cara a cara con Mr. Rochester. -¿Cómo está usted? -me preguntó. -Muy bien, señor.
-¿Por qué no me ha dirigido la palabra en el salón? Yo pensaba que lo mismo podía preguntarse a él, pero no me tomé tal liberad y repuse:
-No deseaba molestarle viéndole entretenido, señor. -¿Qué ha hecho usted durante mi ausencia? -Nada de particular: enseñar a Adèle como siempre. -Y palidecer mucho, de paso. Está tan pálida como la primera vez que la vi. ¿Qué le ocurre? -Nada, señor.
-¿Acaso se acatarró usted la noche que estuvo a punto de ahogarme? -Nada de eso.
-Vuelva al salón. Es muy pronto. -Estoy cansada, señor.
Me miró un instante.
-Sí, ya lo veo. Y también un poco deprimida. ¿Qué le sucede?
-Nada, señor, nada. No estoy deprimida.
-Lo está usted hasta el punto de que si hablásemos algunas palabras más, rompería
usted a llorar... En fin, por esta noche la dispenso, pero es mi deseo que todas las noches acuda al salón. Retírese y envíe a Sophie a buscar a Adèle. Buenas noches, queri...
Se interrumpió, apretó los labios y se fue bruscamente.
XVIII
Los días en Thornfield Hall transcurrían bulliciosos y alegres. ¡Qué diferentes eran
de los primeros tres meses de soledad y monotonía que yo pasara bajo aquel techo! Todas las impresiones tristes parecían haber huido de la casa, todas las ideas sombrías parecían haberse olvidado. Era imposible atravesar la galería, antes siempre desierta, sin encontrar la elegante doncella de una de las señoras o el presumido criado de uno de los caballeros.
La cocina, la despensa, el cuarto de estar de los criados, el vestíbulo, se hallaban siempre animados, y los aposentos no quedaban vacíos más que cuando el cielo azul y el sol brillante invitaban a pasear a los huéspedes de la casa. Cuando el tiempo cambió y se sucedieron días de continua lluvia, la jovialidad general no disminuyó por eso. Los entretenimientos de puertas adentro se intensificaron al disiparse la posibilidad de divertirse fuera.
Yo ignoraba el significado de la frase «jugar a las adivinanzas» que oí sugerir una tarde a alguien que deseaba cambiar las distracciones habituales. Se llamó a los criados, se separaron las mesas del comedor, las luces se colocaron de otra forma y las sillas se situaron en semicírculo. Mientras Mr. Rochester y los demás caballeros dirigían estos arreglos, las damas corrían de un lado a otro llamando a sus doncellas. Se avisó a Mrs. Fairfax y se la interrogó sobre las existencias de chales, vestidos o telas de cualquier clase que se hallasen en la casa. Se registró el tercer piso y las doncellas bajaron con brazadas de viejos brocados, faldas, lazos y toda clase de antiguas telas. Se hizo una selección de todo, y lo que pareció útil se llevó a la sala.
Entretanto, Mr. Rochester reunió a las señoras a su alrededor y eligió cierto número de ellas y de caballeros. -Miss Ingram me pertenece, desde luego -dijo. Después nombró
a las señoritas Eshton y a Mrs. Dent. También me miró a mí. Yo estaba cerca de él, ayudando a Mrs. Dent a sujetar un broche que se le había soltado.
-¿Quiere usted jugar? -me preguntó Rochester. Denegué con la cabeza y él no insistió. Satisfecha de haber obrado con acierto, volví tranquilamente a mi rincón.
Rochester y sus auxiliares se retiraron más allá de la cortina. Mr. Dent y los suyos se acomodaron en el grupo de sillas colocadas en forma de media luna. Uno de los caballeros, Mr. Eshton, cuchicheó al oído de los demás. Debía proponer que se me invitara a unirme a ellos, porque oí decir instantáneamente a Lady Ingram:
-No. Me parece que es lo bastante estúpida para no saber jugar a nada.
Sonó una campanilla y se corrió la cortina. Bajo la arcada apareció la corpulenta figura de Sir George Lynn envuelto en una sábana blanca. Ante él, en una mesa, había un libro grande, abierto, y a su lado se vía a Amy Eshton, vestida con un abrigo de Mr. Rochester y con otro libro en la mano. Alguien a quien no veíamos tocó otra vez la campanilla, y Adèle, que había insistido en ayudar a su protector, apareció esparciendo en su torno el contenido de una cesta de flores que llevaba al brazo. En seguida surgió la majestuosa figura de Miss Ingram, vestida de blanco, con un largo velo y una guirnalda de rosas en torno a la frente. Mr. Rochester iba a su lado. Ambos avanzaron hasta la mesa y se arrodillaron, mientras Mrs. Dent y Louisa Eshton, también vestidas de blanco, les flanqueaban. Siguió una pantomima muda, en la que era fácil reconocer un simulacro de matrimonio. Cuando concluyó, el coronel Dent consultó a los que estaban con él, y tras un breve cuchicheo exclamó: -¡Matrimonio!
Mr. Rochester se inclinó, asintiendo, y la cortina cayó. Transcurrió un largo intervalo. Al alzarse el cortinaje, reveló una escena mejor preparada que la anterior. Se veía en primer término un gran pilón de mármol, que reconocí como perteneciente al invernadero, donde solía hallarse rodeado de plantas exóticas y conteniendo algunos pececillos dorados. Sin duda debía de haber costado trabajo transportarlo, atendidos su volumen y peso.
Sentado en la alfombra junto a aquel pilón estaba Mr. Rochester, vestido con chales y tocado con un turbante. Sus ojos negros y su piel morena concordaban a maravilla con aquel atuendo. Parecía un emir oriental. En seguida sobrevino Blanche Ingram. Vestía también a estilo asiático, con una faja carmesí a la cintura y un pañuelo bordado en torno a las sienes. Sus hermosos brazos estaban desnudos, y uno de ellos sostenía con mucha gracia un cantarillo sobre la cabeza. Su aspecto y sus atavíos sugerían la idea de una princesa israelita de los tiempos patriarcales, y tal era, sin duda, el papel que trataba de representar.
Se aproximó al pilón, se inclinó sobre él como para llenar el cantarillo y volvió a colocar éste sobre su cabeza. El personaje masculino le hizo entonces una petición:
-¡Eh, apresurada! Dame el cantarillo y déjame beber.
Y sacando de sus vestiduras un estuche, mostró en él magníficas pulseras y pendientes. Blanche parecía sorprendida y admirada. El, arrodillándose, colocó el tesoro a los pies de la mujer, que expresaba en sus gestos y ademanes el placer y la incredulidad que sentía. Entonces Rochester colocó las pulseras en las muñecas de la joven y los pendientes en sus orejas. Era, evidentemente, una reproducción de la escena de Eliezer y Rebecca. No faltaban más que los camellos.
Los que debían adivinar el significado del cuadro cuchichearon un rato. Al parecer, no se ponían de acuerdo en lo que la escena representaba. Al fin el coronel Dent, su portavoz, dio la respuesta oportuna y volvió a caer la cortina.
Al levantarse por tercera vez, sólo era visible una parte del salón, quedando lo demás oculto tras un biombo del que colgaban lienzos oscuros y groseros. El pilón de
mármol había desaparecido. En su lugar había una mesa y una silla de cocina iluminadas por la opaca luz de una linterna.
En aquel sórdido escenario estaba sentado un hombre, con las manos atadas y la vista fija en el suelo. Pese a sus ropas en desorden y a su ennegrecida faz, reconocí en él a Mr. Rochester. Vestía una burda chaqueta, una de cuyas mangas, desgarrada, pendía de su hombro, dando al protagonista el aspecto de haber sostenido una reciente refriega. Tales detalles, unidos a su desgreñado cabello, le disfrazaban muy bien. Al hacer un movimiento se oyó ruido de cadenas y vimos que llevaba grilletes en los tobillos.
-¡Prisión! -exclamó el coronel Dent, resolviendo el acertijo.
Pasado el tiempo necesario para que los actores se vistieran como de costumbre, volvieron al comedor. Blanche felicitaba a Mr. Rochester.
-¿Sabe -le decía- que de sus tres caracterizaciones me gusta la última más que ninguna? ¡Oh! Si hubiera usted vivido hace algunos años, ¡qué magnífico salteador de carreteras habría hecho usted!
-¿No me queda nada de hollín en la cara? -preguntó Rochester, volviéndose hacia ella.
-Nada, desgraciadamente. ¡Qué bien le sienta el disfraz de bandido!
-¿Le gustan esos héroes del camino real?
-Creo que un salteador inglés debe de ser la cosa más parecida.
-Bien. En todo caso, recuerde que somos mujer y marido, de lo que son testigos
cuantos se hallan presentes. ¡No hace aún una hora que nos hemos casado! Ella rió y se ruborizó.
-Ahora le toca a usted, Dent -dijo Mr. Rochester. Y, mientras el otro bando se retiraba, él, con el suyo, ocupó los asientos que quedaban vacantes. Miss Ingram se colocó al lado de Rochester. Los demás, en sillas inmediatas, a ambos lados de ellos. Yo dejé de mirar a los actores; había perdido todo interés por los acertijos y, en cambio, mis ojos se sentían irresistiblemente atraídos por el círculo de espectadores. Ya no me interesaban las adivinanzas que propusiera el coronel Dent, sino las contestaciones que le fueran dadas. Vi a Mr. Rochester inclinarse hacia Blanche para consultarla y a ella acercarse a él hasta que los rizos de la joven casi tocaban los hombros y las mejillas de su compañero. Yo escuchaba sus cuchicheos y notaba las miradas que cambiaban entre sí.
Ya te he dicho, lector, que había comenzado a amar a Mr. Rochester. Y no podía dejar ahora de amarle, porque no reparase en mí; porque transcurrieran horas sin que sus ojos buscaran los míos; porque sus miradas estuvieran dedicadas exclusivamente a otra mujer; porque, si se fijaba casualmente en mí, se apresuraba a apartar la vista. No me era posible dejar de amarle aunque comprendiera que había de casarse en breve con Blanche Ingram, como lo indicaba la orgullosa seguridad que ella parecía mostrar respecto a sus intenciones. Yo, a pesar de todo, hubiera deseado que Rochester me dedicase aquellas amabilidades que, aunque negligentes e indiferentes, encerraban para mí un cautivador e irresistible interés.
Mi amor no se disipaba, no. Cabe suponer que se levantaran en mí una inmensa desesperación y furiosos celos, si es que una mujer de mi posición podía sentir celos de Blanche Ingram. Sin embargo, yo, en realidad, no era celosa y el sentimiento que experimentaba no se expresa bien con tal palabra. Blanche era demasiado inferior para excitar mis celos. Perdóneseme la paradoja, porque sé lo que digo. Blanche deslumbraba, pero no era sincera; era muy brillante, pero muy pobre de mentalidad. Tenía el corazón mezquino por naturaleza, como una tierra en la que nada fructificara espontáneamente. No era benévola, no era original, repetía frases leídas en los libros, no emitía nunca una opinión propia. Desconocía toda sensación de simpatía y piedad, y
carecía de naturalidad y de ternura. Con frecuencia se traicionaba, como cuando exteriorizó la antipatía que sintiera ante la pequeña Adèle. Si ésta se aproximaba a ella alguna vez, la rechazaba con algún epíteto despectivo, ordenándola incluso salir de la habitación, y demostrando siempre hacia la niña sequedad y acrimonia. Otros ojos -no sólo los míos- apreciaban estas manifestaciones: su futuro prometido, Rochester, la observaba sin cesar. Y era lo bastante sagaz para, sin duda, saber percibir sus defectos.
Dada su evidente falta de pasión por ella, dada su notoria comprensión de las malas cualidades de Miss Ingram, yo adivinaba que iba a desposarla por razones familiares y acaso prácticas, pero no por amor. Aquél era el punto neurálgico de la cuestión: no era posible que una mujer así le agradase. Si ella hubiese conquistado a Rochester, si él sinceramente hubiese puesto su corazón a sus pies, yo habría simbólicamente - muerto para ellos. Si Blanche hubiera sido una mujer buena, amable, sensible, apasionada, yo habría debido mantener una lucha a muerte con dos tigres: la desesperación y los celos, que hubiesen devorado mi corazón. Y, después, reconociendo la superioridad de Blanche, la hubiese admirado durante el resto de mis días, con tanta más admiración cuanto mayor fuera su superioridad. Pero la realidad era que los esfuerzos de la señorita Ingram para seducir a Mr. Rochester fallaban, aunque ella misma no lo notase, y que, si insistía en sus propósitos, lo hacía estimulada por su orgullo y por su amor propio.
Yo presentía que si tales flechas lanzadas sobre Rochester hubieran sido arrojadas por mano más segura, habrían alcanzado su corazón, hecho asomar el amor a sus ojos, la dulzura a su sarcástico semblante y, en todo caso, aun sin estas manifestaciones externas, habrían ganado una batalla silenciosa pero segura.
«¿Por qué no habría yo de poder influirle más, estando moralmente más cerca de él? -me pregunté-. Bien seguro es que ella no le ama o, al menos, le ama sin afecto profundo. De ser así, no precisaría dar tan artificiales muestras de interés. A mi juicio, sobran tantas manifestaciones externas; podría estar más tranquila: hablar y gesticular menos. Si ahora precisa esas malas artes para atraerle, ¿a qué apelará cuando estén casados? No creo que ella le haga feliz y, sin embargo, él podría serlo y sabría hacer a su esposa la más dichosa mujer del mundo.»
No formulaba censura alguna contra Mr. Rochester al considerar aquel probable matrimonio por interés. Al principio me extrañó suponer en él tal intención, ya que le creía un hombre ajeno a los prejuicios vulgares respecto a la elección de mujer, pero cuanto más consideraba la posición, educación, etc., de los interesados, menos censurable me parecía que realizasen un acto acorde con los principios que les fueran imbuidos desde la infancia y comunes a todos los de su clase, aunque yo no pudiera comprenderlos. Me parecía que, si yo hubiese sido un hombre en el caso de Rochester, sólo me hubiera casado con una mujer a quien amase, pero a la vez admitía que las evidentes ventajas que en pro de la felicidad matrimonial debía ofrecer una determinación así podían estar contrapesadas por razones que yo ignoraba en absoluto, aun cuando hubiera deseado que todo el mundo obrase como yo pensaba.
En estas reflexiones prescindía de los aspectos malos del carácter de Rochester. Su desagradable sarcasmo, su dureza, me parecían picantes condimentos de un excelente manjar. Y si su presencia era en algún sentido ingrata, su ausencia hacia la vida insípida para mí. Consideraba dichosa a Miss Ingram, porque iba a poder asomarse a los abismos del carácter de aquel hombre y sondearlos.
Mientras yo no tenía ojos más que para Rochester y su futura esposa, el resto de los invitados se ocupaban en sí mismos. Las señoras Lynn e Ingram mantenían un grave debate. De vez en cuando movían sus turbantes, agitaban sus cuatro manos en análogos ademanes de asombro, secreto u horror, sin duda relativos al tema que trataban. Parecían dos magníficas muñecas. La amable señora Dent hablaba con la bondadosa
Mrs. Eshton, y a veces una y otra me dirigían una palabra o una sonrisa afectuosa. Sir George Lynn, el coronel Dent y Mr. Eshton discutían de política, de asuntos del condado o de temas judiciales. Lord Ingram cortejaba a Amy Eshton. Louisa cantaba y tocaba con uno de los Lynn, y Mary Ingram escuchaba con languidez la galante conversación del otro. De vez en vez, todos suspendían unánimemente su charla para escuchar y observar a los principales actores: Rochester y Blanche Ingram, que eran, en efecto, el cuerpo y alma de la reunión. Si él faltaba un rato del salón, su ausencia parecía producir cierto decaimiento en los ánimos de sus invitados, y tan pronto como entraba se reanimaba la vivacidad de la conversación.
La necesidad de aquella estimulante influencia suya se puso de relieve un día que hubo de ir a Millcote a arreglar unos asuntos y no volvió hasta muy tarde. La tarde estuvo lluviosa, motivo que hizo suspender una proyectada visita a un campamento de gitanos que se habían establecido cerca de Hay. Algunos de los caballeros fueron a las cuadras, mientras los jóvenes de ambos sexos jugaban al billar. Las viudas Ingram y Lynn se entregaban a una plácida partida de naipes. Blanche Ingram, tras repeler con orgullosa taciturnidad algunos intentos de las Eshton y Dent para entablar conversación, había tocado primero algunas romanzas sentimentales en el piano, y luego tomando una novela de la biblioteca, se había hundido en un sofá y se disponía a matar con la lectura las tediosas horas de ausencia. El salón y toda la casa estaban silenciosos. No se oía más que el choque de las bolas de billar.
Oscurecía. Se acercaba la hora de vestirse para cenar, cuando la pequeña Adèle, que se hallaba arrodillada en el hueco de una ventana del salón, exclamó:
-¡Ya vuelve Mr. Rochester!
Yo me volví. Blanche Ingram se levantó del sofá y los demás abandonaron sus ocupaciones, al tiempo que se sentía sonar un ruido de ruedas y de cascos de caballos sobre la arena húmeda. Una silla de posta se aproximaba.
-¡Qué raro es que vuelva a casa de este modo! -dijo Blanche-. Se fue montado en Mesrour y acompañado de Piloto. ¿Qué habrá sido de esos animales?
Mientras hablaba, aproximaba a la ventana de tal modo su alta figura, que tuve que echarme hacia atrás para dejarle sitio, a riesgo de romperme la espina dorsal. Entretanto, la silla de posta se detuvo y el viajero se apeó y tocó la campanilla. Era un hombre desconocido, alto, elegante, en traje de viaje. Pero no se trataba de Mr. Rochester.
-¡Es indignante! -exclamó Miss Ingram. Y apostrofó a Adèle-: Y tú, monicaca, ¿qué haces ahí, en la ventana, dedicándote a dar noticias tontas?
Y lanzó sobre mí una mirada agria, como si yo hubiese cometido algún delito.
Se oyó hablar en el vestíbulo y en breve apareció el recién llegado. Se inclinó ante Lady Ingram, considerándola, sin duda, la de más edad de las presentes.
-Creo que llego con inoportunidad, señora -dijo-, ya que mi amigo Rochester está fuera, pero soy lo bastante íntimo suyo para poder permitirme instalarme aquí en espera de su regreso.
Sus modales eran corteses y su voz me impresionó porque, sin tener precisamente acento extranjero, hablaba de un modo no corriente en Inglaterra. Su edad podía ser la de Rochester: entre treinta y cuarenta años. Tenía el rostro muy pálido, pero por lo demás era un hombre de buena apariencia. Examinándole mejor, creí encontrar en su rostro algo desagradable o, más bien, no agradable. Sus rasgos eran correctos, sus facciones suaves y sus ojos, aunque grandes y de bella forma, carecían de vida, o al menos me lo pareció.
El sonido de la campana que indicaba la hora de vestirse para comer dispersó la reunión. No volví a ver a aquel hombre hasta después de comer, y me pareció que se hallaba en su centro. Pero su fisonomía me agradó menos aún que antes por un lado me
impresionaba y por otro me parecía inanimada. Sus ojos erraban de un lado a otro, sin expresión alguna, lo que le daba un curioso aspecto, tal como yo no viera nunca. A pesar de ser un hombre apuesto, me repelía extraordinariamente. En aquel rostro ovalado de fino cutis no se apreciaba energía viril, ni masculina firmeza en su nariz aquilina. Su boca era pequeña y tras su frente no parecía caber pensamiento alguno, así como sus oscuros ojos apagados parecían carecer de todo poder de sugestión. Mientras le contemplaba desde mi rincón de costumbre, a la luz de la chimenea -ya que estaba sentado en una butaca muy próxima al fuego, como si sintiera frío-, le comparaba con Rochester. Pensaba que no hubiera habido mayor diferencia entre ambos que entre un pato y un fiero halcón, entre un dulce cordero y el mastín de ardientes ojos que le guarda.
Había hablado de Mr. Rochester como de un antiguo amigo. ¡Curiosa amistad, me confirmaba el proverbio de que «los extremos se tocan»! Junto a él estaban sentados otros dos o tres señores, y de vez en cuando podía oír fragmentos de su conversación. Al principio no les comprendí bien, porque la charla de Louisa Eshton y Mary Ingram, sentadas muy cerca de mí, me hacían confundir las aisladas frases que les escuchaba. Les oía decir: «Es un hombre hermoso.» «Un encanto de muchacho», decía Louisa, agregando que «le gustaba con locura». Mary indicó su boca y su bella nariz como el ideal de la belleza.
-¡Qué frente tan lisa tiene, sin ninguna de esas protuberancias tan desagradables! - exclamó Louisa-. ¡Y qué sonrisa tan dulce!
Con gran satisfacción mía, Henry Lynn las llevó a otro extremo de la sala para acordar no sé qué respecto a la aplazada excursión.
Pude así concentrar mi atención en el grupo cercano al fuego, y entonces me informé de que el recién llegado se llamaba Mason, que acababa de desembarcar en Inglaterra y que venía de los países tropicales. Aquélla era, sin duda, la causa de que estuviese tan amarillo, de que se sentase junto a la chimenea y de que llevase un abrigo en casa. Las palabras Jamaica, Kingston, Puerto España, indicaban que debía tener su residencia en las Antillas. No sin sorpresa supe que fue allí donde contrajo amistad con Mr. Rochester. Mencionó lo que disgustaban a su amigo el ardiente calor, los huracanes y las épocas lluviosas de aquellos países. Yo no ignoraba que Rochester había viajado mucho -me lo había dicho Mrs. Fairfax-, pero siempre había creído que sus viajes se limitaban al continente europeo, no habiendo oído relatar sus visitas a más lejanas regiones.
Reflexionaba en estas cosas, cuando un inesperado incidente vino a distraerme de mis pensamientos. Mr. Mason, que tiritaba cada vez que alguien abría la puerta, había pedido más leña para el fuego, aunque las cenizas estaban aún calientes y rojas. El criado que llevó la leña se detuvo un instante junto a la silla de Mr. Eshton y le dijo unas palabras en voz baja, de las que sólo oí: Vieja y muy desagradable.
-Dígale que la encerraremos en el calabozo si no se va -replicó el magistrado.
-¡No! -interrumpió el coronel Dent-. No lo hagamos sin consultar a las señoras -y añadió-: Señoras, ¿no hablaban ustedes de visitar el campamento de los gitanos? Sam acaba de decir que en el cuarto de la servidumbre se halla una vieja gibosa que se empeña en decirnos la buenaventura.
-¡Vamos, coronel! -exclamó Mrs. Ingram-. ¿Cree que nos interesa una de esas impostoras? Mándenla irse en seguida.
-No logramos convencerla de que se vaya, señora - -dijo el criado-. ¡Ni yo ni ninguno! Mrs. Fairfax ha tratado de persuadirla, pero ella se ha sentado en un rincón junto a la chimenea y asegura que no se irá mientras no la permitan entrar aquí.
-¿Qué quiere? -preguntó Mrs. Eshton.
-Decir la buenaventura; jura que es necesario hacerlo y que lo hará. -¿Qué aspecto tiene?
-Es una vieja feísima y más negra que una sartén, señora. -¡Una verdadera
hechicera! -gritó Frederick-. ¡Tráigala, tráigala!
-¡Naturalmente! -agregó su hermano-. Sería muy lamentable perder tal oportunidad. -¿Qué locura estáis pensando, muchachos? -exclamó Mrs. Lynn.
-Verdaderamente, una locura es -asintió la viuda Ingram.
-Nada de eso, mamá -replicó Blanche, girando sobre el taburete del piano, donde se
hallaba sentada en silencio, examinando partituras, al parecer-. Quiero que me predigan mi suerte. Mándela entrar, Sam.
-¡Pero, querida Blanche!... ¡Comprende que...! -Yo comprendo todo lo que tú dices, pero quiero hacer lo que te digo. ¡Pronto, Sam!
-¡Sí, sí, sí! -gritaron todos los jóvenes de ambos sexos-. Tráigala: nos divertiremos. -Tiene una traza que... -indicó el criado, vacilando aún.
-¡Tráigala! -conminó Blanche.
La reunión estaba muy excitada y se cruzaban risas y chanzas entre todos. Sam
volvió a aparecer.
-Ahora no quiere venir -afirmó-. Dice (son sus propias palabras) que no es su misión
aparecer ante el vulgo, sino que debe ser llevada a un cuarto y dejada. Entonces sola recibirá allí, pero únicamente uno a uno, a quienes quieran consultarla.
-Ya lo ves, reina mía... -comenzó Lady Ingram-. ¿Te das cuenta, ángel mío, de que...?
-Llévela a la biblioteca-atajó el ángel-. Mi misión no es tampoco escuchar a esa mujer ante el vulgo. Deseo verla a solas. ¿Hay fuego en la biblioteca?
-Sí, señora. Pero esa mujer parece un...
-¡Basta de charla! Haga lo que le digo, y no sea cabezota.
Sam desapareció de nuevo y la expectación y la curiosidad aumentaron.
-Ya está allí -dijo el criado al volver- y desea saber quién será el primero que la
consulte.
-Creo que será mejor que vaya yo antes que las señoras -indicó el coronel Dent. -Dígala que va a ir un caballero, Sam.
Sam se fue y volvió.
-Dice, señor, que no quiere ver a ningún caballero, que no desea que éstos se tomen
la molestia de ir a verla, ni -añadió, reprimiendo la risa- tampoco las señoras, sino sólo las jovencitas y una a una.
-¡Por Júpiter, que tiene buen gusto! -exclamó Henry Lynn.
Blanche Ingram se levantó solemnemente y dijo, con el acento que hubiera empleado el jefe de un ejército lanzándose a la vanguardia de sus hombres cuando todo parecía estar perdido:
-Yo iré.
-¡Oh, cariño mío, espera, reflexiona... ! -gritó su madre. Pero en vano, ya que su hija pasó ante ella en orgulloso silencio, cruzó la puerta que Dent abrió y la sentimos entrar en la biblioteca.
Siguió un relativo silencio. Mrs. Ingram se creyó obligada a retorcerse las manos con desesperación. Mary declaró que ella no osaría aventurarse a tal cosa. Amy y Louisa Eshton reían por lo bajo y parecían un tanto asustadas.
Los minutos pasaban lentamente: quince transcurrieron antes de que la puerta de la biblioteca tornara a abrirse. Blanche volvió al salón.
¿Se reiría? ¿Consideraría aquello como un juego? Los ojos convergieron en ella con curiosidad y ella correspondió con una mirada fría. No parecía contenta. Se dirigió a su asiento y lo ocupó otra vez, sin decir nada.
-¿Y qué, Blanche? -preguntó Lord Ingram. -¿Qué te ha dicho, hermana? -preguntó Mary. -¿Qué piensa usted? ¿Qué le ha parecido? ¿Es una verdadera adivina? -inquirió Mrs. Eshton.
-¡Voy, voy! -repuso Blanche-. ¡No me metan tanta prisa! Veo que sus instintos de credulidad y asombro se excitan fácilmente. Por la importancia que ustedes parecen dar a eso, se diría que tenemos en casa una auténtica bruja en combinación con el viejo señor del castillo. No he visto más que a una gitana vagabunda, que me ha examinado la palma de la mano y que me ha dicho lo que tales gentes suelen decir siempre. Y ahora que mi capricho ha sido satisfecho plenamente, creo que Mr. Eshton hará bien en meter en el calabozo a esa mujer mañana, como antes dijo.
Cogió un libro, se recostó en su silla y renunció a toda conversación. La examiné durante media hora. En todo el tiempo no volvió ni una página y su rostro se puso gradualmente más sombrío, más desabrido, más disgustado. Era notorio que no había oído predicciones satisfactorias. Me pareció que, a pesar de su aparente indiferencia, daba a las revelaciones que escuchara una importancia que no merecían.
Entretanto, Mary Ingram, Amy Eshton y su hermana Louisa declararon que no se atrevían a ir solas a ver a la adivina, aunque no les faltaban deseos. Se entablaron negociaciones, con Sam como mediador, y tras muchas idas y venidas, la sibila, no sin dificultades, autorizó la entrada de tres muchachas en un solo grupo.
La visita no transcurrió tan silenciosa como la de Blanche. Oíamos grititos y risas histéricas procedentes de la biblioteca, hasta que, al cabo de veinte minutos, las muchachas aparecieron corriendo en el vestíbulo, como si huyeran de la adivina.
-¡Debe de ser un ente del otro mundo! -gritaban todas-. ¡Qué cosas nos ha dicho! ¡Sabe todos nuestros secretos!
Y cayeron, como abrumadas, en los asientos que los caballeros galantemente les ofrecían.
Incitadas a explicarse, dijeron que aquella vieja les había contado cosas que ellas habían dicho y hecho siendo niñas; descrito libros y adornos que tenían en sus gabinetes; recordado los amigos que conocían. Afirmaron también que había adivinado sus pensamientos y cuchicheado al oído de cada una el nombre de la persona a quien más quería en el mundo.
Los caballeros solicitaron mayores aclaraciones sobre este último extremo, pero sólo obtuvieron rubores, exclamaciones y risas contenidas. Las matronas ofrecieron a las chicas sus frascos de sales, reprendiéndolas por no haber atendido sus consejos. Los caballeros de edad rieron y los jóvenes ofrecieron su ayuda a las conmovidas beldades.
En medio de aquel tumulto, Sam, parándose ante mí, me habló:
-Perdón, señorita: la gitana dice que hay una joven más en este salón y que no se irá hasta que la haya visto. Debe de ser usted, ya que no hay otra. ¿Qué le digo?
-Iré -dije, satisfecha de hallar ocasión de satisfacer mi excitada curiosidad.
Me deslicé fuera de la estancia sin ser notada -ya que la atención general estaba atraída por el tembloroso trío que acababa de regresar- y cerré la puerta tras de mí.
-Si lo desea, señorita -dijo Sam-, esperaré en el vestíbulo y así, si la vieja le asusta, me llama usted y entro en seguida.
-No, Sam: vuélvase a la cocina. No tengo temor alguno.
Y no mentía. Lo que sentía en realidad era mucho interés y excitación.
XIX
Reinaba profunda tranquilidad en la biblioteca. La sibila -si tal era- estaba cómodamente sentada en un magnífico sillón junto a la chimenea. Llevaba un vestido rojo y un gorro negro -más bien un deshilachado sombrero de gitana y un pañuelo anudado bajo la barbilla. Había sobre la mesa una bujía apagada y la vieja parecía leer, a la luz de la lumbre, un tomito negro, parecido a un devocionario. Leía en voz alta, como la mayoría de las viejas. Cuando entré no suspendió su lectura. Al parecer, quería terminar un párrafo.
Me senté en la alfombra y me calenté las manos, que se me habían quedado ateridas. Me sentía tranquila como nunca. En el aspecto de la gitana no había nada de inquietante. Cerró el libro y me miró. Su pañuelo y las alas de su sombrero cubrían en gran parte su extraño rostro. Era oscuro y moreno; los bucles de su cabello colgaban sobre sus mejillas. Me examinó con escudriñadora mirada.
-¿Quiere que le diga la buenaventura? -preguntó con voz tan penetrante como sus ojos y tan dura como sus facciones.
-No me interesa nada, abuela: si usted quiere... Pero le confieso que no creo en ninguna de esas cosas. -Esperaba que tuviese usted ese descaro: lo he comprendido por el ruido de sus pies al cruzar el umbral. -¿Sí? Tiene usted buen oído.
-Y buen ojo y buena cabeza. -Bastante falta le harán para su trato. -Especialmente cuando encuentro clientes como usted. ¿Cómo no se estremece? -Porque no tengo frío. - ¿Cómo no palidece? -Porque no estoy mal.
-¿Cómo no quería consultar mi ciencia? -Porque no soy una necia.
La vieja emitió una carcajada cavernosa. Luego sacó una corta pipa y empezó a fumar. Después de haberse entregado a este placer, irguió su encorvado cuerpo, se quitó la pipa de los labios y, mirando fijamente el fuego, dijo subrayando las palabras:
-Usted tiene frío, usted está enferma y usted es una necia.
-Pruébemelo -dije.
-Lo haré en pocas palabras. Tiene usted frío porque está muy sola; está mal, porque
le falta el mejor de los sentimientos, el mayor y más dulce que puede experimentar el hombre, y es usted necia porque, sufriendo como sufre, no da una muestra ni inicia un paso para reunirse con el que la espera.
Volvió a aplicarse la pipa a los labios y fumó con renovada energía.
-Eso es fácil de aplicar a cualquiera que esté como yo empleada en una gran casa y no tenga familia. -Me sería fácil aplicarlo a casi todos los que dice, pero ¿con verdad?
-Para quienes estén en mis circunstancias, sí. -Señáleme alguien que se encuentre precisamente en las circunstancias de usted.
-Los hay a millares.
-Difícilmente encontraríamos uno. No sé si sabe usted lo especialmente que se encuentra situada en la vida. Tiene la felicidad al alcance de su mano. Los elementos de ella están preparados; sólo es preciso un movimiento que los combine. Usted procura apartar las posibilidades. Deles una ocasión de florecer y fructificarán.
-No sé adivinar enigmas. En mi vida no he acertado a descifrar ni un jeroglífico. -Si quiere que le hable más claramente, muéstreme la palma de su mano. -Supongo que tendré que darle una moneda de plata, ¿no?
-Por supuesto.
La entregué un chelín. Lo colocó en una media que sacó de la faltriquera y enrolló en torno a la moneda y me dijo que le enseñase la mano. Examinó la palma sin tocarla.
-Es demasiado lisa -dijo-. Nada se puede leer en una mano como ésta. Casi no tiene líneas. Además, el destino no está escrito aquí.
-Lo creo -dije.
-No; está escrito en el rostro; en la frente, en torno a los ojos, en los ojos mismos, en las líneas de la boca. Arrodíllese y déjeme examinar su cara.
-Ahora se aproxima usted a la realidad. Empiezo a confiar en usted.
Me arrodillé a media vara de ella. Atizó el fuego hasta que la claridad que brotó de la leña removida iluminó mi rostro. Ella procuraba esquivar el suyo.
-Me extrañan los sentimientos que experimenta usted-dijo, mientras me examinaba-. Me maravillan las impresiones que ha sentido su corazón durante las horas que ha estado sentada en aquel cuarto, ante gentes que desfilaban frente a usted como siluetas proyectadas por una linterna mágica. Entre ellos y usted había tan poca simpatía como si ellos fueran meras sombras de formas humanas y no seres reales.
-Me siento aburrida entre esas personas, y alguna vez hasta me da sueño, pero rara vez me encuentro a disgusto con ellas.
-¿Confía usted en llegar a librarse en el porvenir de la vida que lleva?
-Lo que más espero es llegar a ahorrar algún dinero para montar con él una escuela en alguna casa alquilada...
-¿De modo que es en eso en lo que sueña cuando se sienta en su rincón junto a la ventana...? Ya ve que conozco sus costumbres.
-Se habrá enterado de ellas por los criados. -Piensa usted con mucha penetración... Acaso haya acertado usted. A decir verdad, conozco a una sirviente de aquí: a Grace Poole.
Di un salto al oír aquel nombre.
-¿Usted, usted..? -dije-. ¡Aquí hay alguna trama diabólica!
-No se alarme -repuso-. Esa Poole es muy discreta y se puede confiar en ella... Pues
como le iba diciendo, cuando se sienta usted en su rincón, ¿no piensa más que en su futura escuela? ¿No siente algún interés por los que están en el salón? ¿No suele usted contemplar el rostro de ninguno? ¿No hay ni siquiera una figura cuyos movimientos siga usted, si no con otro interés, por curiosidad?
-Miro todos los rostros; miro a todos los concurrentes.
-Pero ¿a ninguno -o acaso a dos- con mayor interés?
-Sí; lo hago. Cuando las miradas o los ademanes de cierta pareja parece que me
narran un cuento, me divierte mirarlos.
-¿Y qué cuento le narran?
-No hay duda sobre el caso. El cuento se limita a un cortejo y el catastrófico
desenlace que es de suponer: un matrimonio...
-¿Y ello le parece aburrido? -Realmente, no tiene interés para mí.
-¿De verdad? Cuando una señorita, llena de vida y salud, encantadora, adornada con
todas las dotes del nacimiento elevado y de la riqueza, se sienta y sonríe a un caballero a quien usted...
-Yo, ¿qué?
-A quien usted conoce y quizá aprecia.
-Yo no conozco apenas a los caballeros que están aquí. Casi no he cambiado ni una
sílaba con ninguno. En cuanto a apreciarlos... A unos les considero demasiado graves y respetables y a otros demasiado guapos y jóvenes. Y todos están en condiciones de recibir cuantas sonrisas les plazcan, sin que tengan por qué ocuparse de mí.
-¿De modo que usted no conoce a los caballeros que hay en esta casa? ¿No ha cambiado ni una palabra con ninguno de ellos? ¿Dirá usted lo mismo del dueño de la casa?
-No está ahora aquí.
-¡Profunda e ingeniosa observación! Cierto que se ha ido esta mañana a Millcote y que no volverá hasta entrada la noche o hasta mañana por la mañana, pero ¿acaso tal
circunstancia se excluye de la lista de los conocidos de usted? ¿Acaso deja de existir por eso?
-No. Pero no comprendo qué tiene que ver Mr. Rochester con el tema que usted menciona.
-Yo hablaba de las señoras que sonríen a los caballeros, y tantas sonrisas femeninas ha recibido Mr. Rochester, que creo que podría llenar un almacén con ellas... ¿No se había dado usted cuenta?
-Mr. Rochester tiene perfecto derecho a disfrutar del trato de sus invitados.
-Nadie discute tal derecho, pero ¿ha reparado en que cuanto se ha hablado aquí a propósito de matrimonios concierne principalmente a Mr. Rochester?
-El interés del que escucha estimula la lengua del que habla -dije, más que para la gitana, para mí misma.
La extraña voz de aquella mujer y sus modales me habían sumergido en una especie de extraño sueño. Inesperadas palabras brotaban de sus labios una tras otra, envolviéndome en un manto de cosas desconocidas y misteriosas.
-¡El interés del que escucha! dijo la vieja-. Sí; Mr. Rochester se ha sentado a veces con el oído atento a los fascinadores labios que con tanto interés le hablan. Y Mr. Rochester está agradecido al entretenimiento que le han proporcionado... ¿No lo ha notado usted?
-¿Agradecido? No es precisamente gratitud lo que he creído ver en su rostro. -¿Así que le ha estado observando? ¿Y qué ha creído ver, si no gratitud?
No contesté.
-Ha visto usted amor, ¿no es eso? Y luego ha creído ya verle casado y feliz en su
matrimonio...
-¡Hum! No es eso precisamente. -Entonces, ¿qué demonios ha visto usted?
-No interesa. Yo vengo a saber, no a confesar. ¿Se casará Mr. Rochester?
-Sí: con la hermosa Miss Ingram. -¿Pronto?
-Las apariencias conducen a esa conclusión. Y (pese a la reprensible audacia con
que usted juzga estas cosas) probablemente será un matrimonio feliz. Él debe de amar necesariamente a una señora tan bella, noble y cumplida, y ella probablemente le ama a él, y si no a su persona, al menos su bolsa... Estoy segura de que considera muy digno de ser su esposo a Mr. Rochester, aunque (¡Dios me perdone!) yo la he dicho hace una hora algo que hizo ponerse seria su mirada y plegarse su boca... La predije que si apareciese otro pretendiente más rico, ella despreciaría a Rochester.
-Bien, abuela, pero yo no he venido a saber la buenaventura de Mr. Rochester, sino la mía. Y usted no me ha dicho nada sobre ella.
-Su suerte está aún muy dudosa: algunos de los rasgos de su rostro contradicen los demás. El destino le ofrece una posibilidad de dicha; eso es evidente. Yo lo sabía antes de venir aquí esta noche. La suerte ha reservado un rinconcito para usted. De usted depende coger con la mano la fortuna que le ofrecen. Que lo haga o no, es discutible. Arrodíllese otra vez en la alfombra.
-Procure que no sea por mucho tiempo. Me molesta el fuego.
Volví a arrodillarme. No se inclinó hacia mí. Se limitó a mirarme, echándose hacia atrás en su silla, y comenzó a murmurar:
-La llama, al reflejarse en sus ojos, los hace brillar como el rocío. Son dulces y están llenos de ternura. En sus claras pupilas, las impresiones se suceden a las impresiones. Cuando dejan de sonreír, se entristecen y pesa sobre ellos una inconsciente laxitud, hija de la melancolía derivada de su soledad. Ahora se separan de mí, incapaces de tolerar más escrutinios y parecen negar, con una mirada de burla, la verdad de los
descubrimientos que yo acabo de hacer respeto a su sensibilidad y a su tristeza. Pero su orgullo y su reserva no hacen más que confirmarse en mi opinión.
»En cuanto a la boca, le gusta a veces reír, para hacer sentir a los demás lo que su alma experimenta, aunque me parece muy reservada cuando se trata de ciertos sentimientos del corazón.
»No veo obstáculos a que goce de una suerte feliz, sino en ese entrecejo, un entrecejo orgulloso, que parece querer decir: "Yo puedo vivir sola, si el respeto de mí misma y las circunstancias me obligaran a ello. No necesito vender mi alma a un comprador de felicidad. Poseo un escondido e innato tesoro que me bastará para vivir si he de prescindir de todo placer ajeno a mí misma, en el caso de que hubiese de pagar por la dicha un precio demasiado caro." En la frente se lee: "Mi razón es sólida y no permitirá a los sentimientos entregarse a sus desordenadas pasiones. Podrán las pasiones bramar y los deseos imaginar toda clase de cosas vanas, pero la sensatez dirá siempre la última palabra sobre el asunto y emitirá el voto decisivo en todas las determinaciones. Podrán producirse violentos huracanes, impetuosos temblores de tierra, ardorosas llamas, pero yo seguiré siempre los dictados de esa voz interior que interpreta los dictados de la conciencia."
»Bien pensado. Lo que se lee en su frente es digno de todo respeto. En cuanto a mí, he formado mis planes y los desarrollaré según los dictados de la conciencia y los consejos de la razón. Sé lo pronto que pasa la juventud y desaparece la lozanía cuando la vergüenza o el remordimiento los amargan. Deseo consolar y no brillar, conseguir la gratitud de los demás y no crear lágrimas de sangre. No deseo poner hiel en las cosas, sino infundirlas dulzura, sonrisas, encanto... Y lo haré. Me parece vivir un sueño inefable. Quisiera prolongar este momento ad infinitum, pero no es posible. Y ahora, Miss Eyre, levántese y váyase. El juego ha terminado.
¿Dónde me encontraba? ¿Soñaba o estaba despierta? La voz de la vieja había cambiado y sus ademanes y su voz me eran tan familiares como mi propia imagen en un espejo, como el sonido de mi propia voz. Me incorporé, pero no me fui. La miré. Ella se quitaba el gorro y el pañuelo y me ordenaba de nuevo que marchase. La llama iluminaba su mano y reconocí aquella mano, y hasta vi en su dedo meñique el anillo y la piedra preciosa que viera un centenar de veces. Volví a mirar aquel rostro, que ya no se esquivaba. Al contrario, libre ya de sombrero y pañuelo, se inclinaba hacia el mío.
-¿Me conoce ahora, Jane? -preguntó la voz familiar.
-Si se quita el vestido encarnado, señor...
-Está muy fuerte el cordón. Ayúdeme a soltarlo. -Rómpalo.
-¡Ea, ya está! -Y Mr. Rochester se libró de su disfraz.
-¡Qué idea tan original ha tenido usted, señor! -Y creo que la he realizado
felizmente, ¿no? -Con las señoras me parece que sí. -¿Y con usted?
-No procedió conmigo como una gitana. -Pues ¿cómo procedí?
-Usted ha hablado cosas absurdas para hacerme hablar a mí del mismo modo. Eso no está bien, señor. -¿Me perdona, Jane?
-Primero tengo que pensarlo. Si pensándolo deduzco que no he cometido grandes absurdos, le perdonaré. Pero no está bien, señor, lo repito.
-¡Bah! Usted ha procedido muy correctamente, con mucha cautela, con mucha sensatez.
Reflexioné en efecto. Desde el principio había permanecido en guardia, sospechando alguna broma en todo aquello. Sabía que las gitanas y las adivinas no se expresan en los términos que lo hiciera la supuesta vieja. Había notado, además, la voz fingida, el afán de ocultar las facciones. Y pensé en Grace Poole, aquel enigma viviente,
aquel misterio de misterios, según yo la consideraba. Mas no se me había ocurrido pensar en Mr. Rochester.
-Bien -dijo él-. ¿Qué opina usted? ¿Qué significa esa sonrisa?
-Asombro y satisfacción de mí misma, señor. ¿Puedo retirarme?
-No: quédese un momento y dígame lo que estaban haciendo en el salón los
invitados.
-Hablando de la gitana.
-Siéntese y cuénteme lo que decían.
-Ya es tarde; son cerca de las once. ¿No sabe, Mr. Rochester, que ha venido un
forastero?
-¿Un forastero? ¿Quién puede ser? No espero a ninguno. ¿Se fue?
-No. Indicó que le conocía a usted hace tiempo y que podía tomarse la libertad de
esperar en esta casa hasta que volviera.
-¿Dijo su nombre?
-Se llama Mason, señor, y creo que viene de Puerto España.
Mr. Rochester había tomado mi mano como para conducirme a una silla. Al oírme,
me la apretó convulsivamente, la sonrisa despareció de sus labios y un estremecimiento recorrió su cuerpo.
-¡Mason, el indiano! -dijo, en el tono con que un autómata pronunciaría las únicas palabras que fuera capaz de decir-. ¡Mason, el indiano! -repitió. Se había puesto pálido como la ceniza, y reiteró hasta tres veces la misma frase, como sin darse cuenta de lo que decía. -¿Se siente mal, señor? -pregunté. -Estoy anonadado, Jane. Me tambaleo. - Apóyese en mí, señor.
-Es la segunda vez que me ofrece su brazo. Permítame.
-Sí, sí, señor.
Se sentó y me hizo sentar. Cogió mi mano entre las suyas y me contempló con
turbados ojos.
-Amiguita mía -dijo-, quisiera estar solo con usted en una isla desierta, lejos de
turbaciones, peligros y odiosos recuerdos.
-¿Puedo servirle en algo, señor? Daría mi vida por ayudarle.
-Si necesito su ayuda, Jane, la solicitaré. Se lo prometo.
-Gracias, señor. Dígame lo que debo hacer.
-En este momento, Jane, tráigame del comedor un vaso de vino. Deben de estar
comiendo ya. Dígame si Mason está con ellos y lo que hace.
Encontré a todos en el comedor, en efecto. La cena estaba colocada en el aparador y
cada uno había tomado lo que se le antojara, colocándose aquí y allá en grupos, y sosteniendo en las manos platos y vasos. Reían alegremente y las conversaciones era muy animadas. Mr. Mason estaba junto al fuego, hablando con Mr. y Mrs. Dent, y parecía tan alegre como los demás. Llené un vaso de vino. Blanche Ingram me contemplaba como si pensase que me tomaba una libertad increíble. Volví a la biblioteca.
La palidez de Mr. Rochester había desaparecido y se mostraba otra vez firme y tranquilo. Tomó el vaso. -¡A la salud de usted, amable amiga! -dijo vaciando el vaso y devolviéndomelo-. ¿Qué están haciendo, Jane?
-Riendo y hablando, señor.
-¿No tienen un aspecto grave y misterioso, como si hubiesen oído algo extraño? -No: están muy alegres. -¿Y Mason?
-Tan alegre como los demás.
-Si todas esas gentes me atacaran en masa, ¿qué haría usted?
-Arrojarlos de aquí, señor, si me era posible.
-Y si yo fuera a su encuentro, y todos me acogieran con frialdad y luego, uno a uno, despreciativamente, se alejaran de mí, ¿les seguiría usted?-interrogó, con una ligera sonrisa.
-Al contrario, señor: entonces me sería más grato quedarme con usted.
-¿Para consolarme?
-Sí, si estaba a mi alcance.
-¿Y si la vituperaran por quedarse conmigo? -Seguramente no me enteraría de sus
vituperios, y de enterarme me tendría sin cuidado.
-¿Así que arrostraría usted por mí incluso que la criticasen?
-Creo que lo haría por cualquier amigo a quien apreciara, como creo que usted lo
haría también.
-Bien. Vaya al comedor y diga a Mason en un aparte que el señor Rochester ha
vuelto y desea hablarle. Tráigale aquí y márchese luego. -Sí, señor.
Hice lo que deseaba. Al pasar entre ellos, todos me miraron. Transmití el mensaje a Mr. Mason, le precedí hasta la biblioteca y luego subí las escaleras.
Una hora más tarde, cuando ya llevaba rato en el lecho, sentí a los invitados entrar en sus habitaciones. Oí la voz de Rochester diciendo:
-Por aquí, Mason: ésta es su alcoba.
La voz era alegre y despreocupada. Sentí el corazón aliviado y me dormí en seguida.
XX
Había olvidado correr las cortinillas y cerrar las contraventanas. La consecuencia
fue que cuando la luna, llena y brillante en la noche serena, alcanzó determinada altura en el cielo, su espléndida luz, pasando a través de los cristales, me despertó. El disco plateado y cristalino de la luna era muy bello, pero me producía un efecto en exceso solemne. Me incorporé y alargué el brazo para correr las cortinillas.
¡Dios mío, qué grito oí en aquel instante! Un sonido agudo, salvaje, estremecedor, que rompió la calma de la noche, recorriendo de extremo a extremo Thornfiel Hall.
Mi pulso, mi corazón y mi brazo se paralizaron. El grito se apagó y no se repitió.
Procedía sin duda del tercer piso. Encima de mí se sentía ahora rumor de lucha. Una voz medio sofocada gritó tres veces:
-¡Socorro!
Oí nuevos ruidos sobre el techo y una voz clamó: -¡Rochester: ven, por amor de Dios!
Se abrió una puerta, alguien corrió por la galería. Sentí nuevas pisadas en el piso alto y luego una caída. El silencio se restableció.
Acerté a ponerme alguna ropa, a pesar de que el horror paralizaba mis miembros. Salí de mi dormitorio. Todos los invitados habían despertado. Se sentían exclamaciones y murmullos de horror en todos los cuartos, las puertas se abrían una tras otra y la galería se llenaba de gente. Se oía decir: «¿Qué es?», «¿Qué pasa?», «Enciendan luz», «¿Hay fuego?», «¿Son ladrones?» Salvo la luz de la luna, que entraba por las ventanas, la oscuridad era completa. Todos corrían de un lado para otro, tropezándose, pisándose. Reinaba una confusión indescriptible.
-¿Dónde diablo está Rochester? -gritó el coronel Dent-. No le encuentro en su alcoba.
-Aquí, aquí -se oyó contestar-. Tranquilícense; ya vuelvo.
La puerta del final de la galería se abrió y el dueño de la casa apareció llevando una bujía. Venía del piso alto. Miss Ingram corrió hacia él y le asió de un brazo.
-¿Qué ha ocurrido? Díganoslo en seguida, sea lo que fuere.
-¡Pero no me estrangulen! -repuso Rochester, viendo que las Eshton caían también sobre él y que las dos viudas, vestidas con sus amplias batas de noche, se dirigían también a su encuentro, como buques navegando a toda vela.
-No pasa nada, no pasa nada -agregó-. Mucho ruido y pocas nueces. Sepárense, señoras: las voy a poner perdidas de cera.
Ofrecía un aspecto terrible: sus ojos centelleaban. Dominándose con visible esfuerzo continuó:
-Una criada ha tenido una pesadilla. Eso es todo. Se trata de una persona irritable y nerviosa. Ha soñado con una aparición y el miedo le ha producido un ataque. Les ruego que vuelvan todos a sus cuartos. Caballeros: den ejemplo a las señoras. Miss Ingram: estoy seguro que usted sabrá dominar ese inmotivado terror. Amy y Louisa: vuélvanse a sus nidos, como dos dóciles palomitas que son. Y ustedes, señoras -dijo, dirigiéndose a las viudas-, se acatarrarán si siguen más tiempo así en esta galería helada.
Alternando las órdenes y las palabras amables, logró que todos volviesen a sus lechos. Yo me retiré al mío tan silenciosamente como lo había abandonado.
Pero no me acosté: antes bien, me vestí por completo para prepararme a toda contingencia. Los ruidos y exclamaciones que yo oyera acaso no los hubiesen sentido los demás, ya que procedían del cuarto situado sobre el mío. Así, yo estaba segura de que lo de la pesadilla de una criada había sido mera invención para tranquilizar a los invitados. Una vez vestida, permanecí junto a la ventana, mirando los campos silenciosos iluminados por la luna, en espera no sabía de qué. Suponía que seguiría algún acontecimiento al grito, la lucha y la petición de socorro.
La tranquilidad renació. Cesaron gradualmente movimientos y murmullos y Thornfield Hall quedó silencioso como un desierto. Dijérase que el sueño y la noche habían restablecido un imperio. Como estar sentada en la oscuridad y con el frío que hacía era poco agradable, resolví tenderme, vestida, sobre el lecho. Me aparté de la ventana y me deslicé sin ruido sobre la alfombra. Cuando estaba descalzándome, una mano golpeó suavemente la puerta.
-¿Me necesitan? -pregunté.
-¿Está usted levantada y vestida? -preguntó la voz de Rochester.
-Sí, señor.
-Entonces salga sin hacer ruido.
Obedecí. Mr. Rochester estaba en la galería, llevando una luz.
-La necesito -dijo-. Sígame sin que nos sientan. Gracias a mis zapatillas, pude
recorrer la galería tan silenciosamente como un gato. Subimos las escaleras y nos detuvimos en el oscuro corredor del aciago tercer piso. Rochester me precedía.
-¿Tiene usted sales? -cuchicheó-. ¿Y una esponja?
-Sí, señor.
-Tráigalos.
Bajé a mi cuarto, cogí la esponja y las sales y volví sobre mis pasos. Él me esperaba.
Llevaba una llave en la mano. La introdujo en la cerradura de una de las puertecillas negras del pasillo, se detuvo un instante y me preguntó:
-¿No le asusta la sangre?
-Creo que no. Hasta ahora, nunca...
Me estremecí al contestarle, pero no era de frío ni por debilidad.
-Deme la mano -dijo-. Hay que prevenir un mareo...
Puse mis dedos en los suyos. Él murmuró «¡Ánimo!» y abrió la puerta.
Era un cuarto que yo recordaba haber visto antes: el día en que Mrs. Fairfax me
mostró la casa. Entonces tenía las paredes tapizadas, pero ahora habían desaparecido los tapices, permitiendo distinguir una puerta antes disimulada debajo de ellos. La puerta
estaba abierta y de ella salía luz. Oí un sonido semejante al quejido de un perro. Mr. Rochester, dejando la bujía, me dijo: «Espere un minuto», y entró en el cuarto interior. Una carcajada le acogió al entrar, terminando en el característico «¡Ja, ja!», de Grace Poole. Ella estaba, pues, allí. Rochester no habló, pero debió de dar algunas órdenes silenciosas. Oí una voz reprimida que le interpelaba. Luego salió y cerró la puerta tras de sí.
-Venga aquí, Jane -dijo. Y me condujo junto a un lecho cubierto con cortinas oscuras. Al lado de la cabecera había una butaca y en ella sentado estaba un hombre sin chaqueta. Tenía los ojos cerrados y recostaba la cabeza en el respaldo del asiento. A la luz de la bujía de Rochester reconocí en aquella pálida faz la de Mason, el forastero. Uno de sus brazos y su camisa estaban empapados en sangre.
-Tome la vela -dijo Rochester.
Le obedecí. Él cogió el jarro de agua del lavabo. Humedeció la esponja y frotó con ella la cadavérica faz de Mr. Mason; luego me pidió el frasco de sales y lo aplicó a las narices del desvanecido. Mason abrió los ojos y se quejó. Rochester desabotonó la camisa del herido, cuyo brazo y hombro estaban vendados. Con la esponja comenzó a restañar la sangre.
-¿Es de peligro? -preguntó Mason.
-¡Bah! Un simple rasguño. Ten ánimo. Ahora voy a buscar un médico y confío que mañana estarás en estado de que te traslademos de aquí. Jane...
-¿Señor?
-Voy a dejarla sola, durante una hora o dos, con este señor. Usted le restañará la sangre si vuelve a tener hemorragia. Si se desmaya, le aplica agua a los labios y le da a oler las sales. No le hable bajo pretexto alguno. En cuanto a ti, Ricardo, no respondo de tu vida si abres los labios, si te mueves...
El pobre hombre volvió a quejarse, pero no se movió. Al parecer, el temor a la muerte o a lo que fuera le paralizaba. Rochester me entregó la esponja ensangrentada y yo comencé a usarla como le había visto hacer a él. Me miró por un instante y diciéndome: «Acuérdese: nada de conversación», salió del cuarto. Experimenté una sensación extraña cuando la llave giró en la cerradura y el rumor de sus pasos se apagó en la escalera.
Me hallaba en aquel fantástico tercer piso, encerrada en una de sus celdas en plena noche, sola con un hombre pálido y ensangrentado, y separada de una asesina, sólo por una puerta. Si lo demás era hasta cierto punto soportable, me estremecía al pensar en la posibilidad de que Grace Poole abriese y cayera sobre mí.
Sin embargo, no podía moverme. Debía cuidar de aquel hombre, cuyos labios estaban condenados al silencio, cuyos ojos se abrían y cerraban alternativamente, y ora erraban, temerosos, por la habitación, ora se fijaban en mí. De vez en cuando, humedecía la esponja para seguir restañando la sangre. A la luz de la vacilante bujía, veía las oscuras sombras de las tapicerías que me rodeaban, las más oscuras aún de las cortinas del vasto lecho antiguo y las puertas de un gran gabinete contiguo, divididas en doce paneles, en cada uno de los cuales estaba representada la cabeza de uno de los doce Apóstoles, coronándolos un crucifijo de ébano con un Cristo expirante.
La combinación de luces y sombras que producía la temblorosa llama de la vela me permitía ver, a intervalos, el barbado rostro de Lucas, la larga cabellera flotante de San Juan y hasta la diabólica faz de Judas el traidor, que parecía salirse de su marco y reproducir las formas mismas del propio Satán.
Yo escuchaba, tratando de percibir los movimientos de la fiera o demonio que se hallaba en la habitación interior. Pero desde que se fuera Mr. Rochester sólo oí, con
grandes intervalos, tres sonidos: una pisada, una breve repetición de aquella especie de gruñido canino que a veces sintiera y un quejido humano.
¿Qué clase de criminal -pensaba yo- era aquella que vivía en una casa cuyo propietario no podía expulsarla ni someterla? ¿Qué misterio, ora suelto en llamas, ora en sangre, acontecía en aquellas noches oscuras? ¿Qué clase de ser era aquél?
¿Y por qué aquel hombre, aquel extranjero de tan insignificante aspecto que se hallaba ante mí, había sido envuelto en la ola de horror? ¿Por qué la Furia había caído sobre él? ¿Qué hacía a deshora en tal lugar inusitado de la casa, cuando debía encontrarse en su alcoba? ¿Qué le había traído hasta aquí? ¿Y por qué se resignaba a la violencia de que fuera víctima? ¿Por qué se sometía a la ocultación a que Rochester le forzaba? ¿Por qué Rochester toleraba aquello? Su huésped había sido agredido, su propia vida había corrido peligro una vez y, sin embargo, guardaba en secreto ambos atentados. Yo había visto a Mason aceptar la voluntad de Rochester: las pocas palabras cruzadas entre ellos me lo demostraban. Era evidente que en las anteriores relaciones de ambos la pasiva disposición de ánimo de uno de ellos debía haber sido influida por la energía del otro. ¿Por qué, pues, aquel abatimiento de Rochester cuando supo la llegada de Mason? ¿Por qué la noticia de la llegada de aquel a quien dominaba como a un niño había caído sobre él como un rayo sobre un roble?
Imposible olvidar su mirada y su palidez al murmurar: «Estoy anonadado, Jane», ni el temblor de su brazo al apoyarse, entonces, en el mío. Es imposible también esclarecer lo que podía impresionar de tal modo el resuelto ánimo y la energía de Fairfax Rochester.
«¿Cuándo vendrá, cuándo vendrá?», me preguntaba, impaciente, a lo largo de aquella interminable noche, mientras mi ensangrentado compañero sangraba más y más, suspiraba y desfallecía. Pero no llegaba el día ni nadie venía en nuestro socorro. Cada vez con más frecuencia había de aplicar agua a los exangües labios de Mason y hacerle oler las sales. Pero mis esfuerzos parecían estériles. Fuese la pérdida de sangre, el sufrimiento físico, el mental, o todo reunido, el caso era que aquel hombre estaba muy postrado. Se quejaba de un modo tal, parecía tan agotado y débil, que yo le suponía moribundo. ¡Y, sin embargo, no podía hablarle!
La bujía se apagó. A través de las cortinas de la ventana distinguí una claridad gris: el alba se aproximaba. Oí ladrar a Piloto y mi esperanza renació. Cinco minutos más tarde, la llave rechinó en la cerradura, y me sentí aliviada. La espera no debía de haber durado más de dos horas, pero muchas semanas de mi vida me parecieron más cortas que aquella noche.
Mr. Rochester entró y, con él, el médico que había ido a buscar.
-Escuche, Carter: sólo le doy media hora - dijo Mr. Rochester a su acompañante- para curar la herida, vendarla y poner a este hombre en condiciones de marcharse.
-¿Y si se desmaya al moverse?
-No se trata de nada serio. Es que es un hombre muy nervioso y...
Rochester descorrió las cortinas de la ventana. La luz del alba penetró y quedé
extrañada y complacida al ver que la mañana estaba ya bastante avanzada. Por Oriente comenzaba a brillar una claridad rosada. Rochester se aproximó a Mason.
-¿Cómo te encuentras? -preguntó.
-Temo que muy mal -fue la desmayada respuesta. -¡Animo, hombre! No es nada. De aquí a quince días no te queda ni la señal. Has perdido algo de sangre y eso es todo. Carter: asegúrele que no hay peligro.
-Puedo hacerlo en conciencia, porque es verdad - dijo el médico-, pero es lástima que no me haya llamado antes. ¿Qué es esto? ¡La carne del hombro ha sido arrancada!
-Me mordió -murmuró Mason-. Se tiró a mí como una fiera cuando Rochester le quitó el cuchillo. -No debiste condescender en quedarte -dijo Rochester-. Debiste irte enseguida.
-Pero en circunstancias así, ¿qué iba a hacer? -repuso Mason-. Además, fue inesperado... ¡Estaba tan tranquila al principio!
-Ya te advertí que tuvieras cuidado cuando te acercases a ella -contestó su amigo-. Además, debiste esperar hasta hoy a visitarla conmigo. Fue una verdadera locura realizar esa entrevista por la noche y solo.
-Creía acertar.
-¡Creía, creía! Me impacienta oírte y ver que sufres por no haberme hecho caso. ¡De prisa, Carter, de prisa! El sol va a salir ya y tenemos que llevarnos a este hombre.
-Enseguida. El hombro está vendado ya. Ahora veamos la dentellada que tiene en el brazo.
-¡Ella bebía mi sangre y decía que deseaba devorar mi corazón! -murmuró Mason.
Rochester se estremeció. Una expresión de disgusto y horror contrajo su rostro. Pero no dijo más que: -Calla, Richard; no recuerdes aquellas palabras. No las repitas...
-No desearía más que olvidarlas -contestó el herido.
-Cuando te halles fuera de Inglaterra, en Puerto España, no pienses más en ella. Figúrate que está muerta y enterrada. Y mejor será aún que no te figures nada.
-Me será imposible olvidar esta noche.
-No te será imposible. Ten energía. También hace dos horas pensabas que ibas a morir y ya ves que vives. Ahora que Carter termina, tenemos que vestirte. Jane -dijo, volviéndose hacia mí por primera vez desde que entrara-: tome esta llave, vaya a mi cuarto, saque del guardarropa una camisa limpia y una bufanda y tráigalas, pero pronto.
Fui, hice lo que se me indicaba y volví con lo ordenado.
-Ahora -me dijo- retírese al otro lado de la cama mientras le arreglo, pero no se vaya. Quizá la necesitemos otra vez. ¿Ha habido alguna novedad mientras he estado fuera? -agregó.
-Ninguna.
-Conviene que nos vayamos cuanto antes, Dick -dijo Rochester-, tanto por ti como por esa pobre... Hasta ahora he logrado evitar el escándalo y no deseo echarlo a perder. Carter: ayúdeme a ponerle el chaleco. ¿Dónde te has dejado el abrigo de piel? No podrás andar ni una milla, dado el frío de este condenado clima, si no lo llevas. ¿En tu alcoba? Jane: vaya al cuarto de Mr. Mason, que es el inmediato al mío, y traiga un abrigo que encontrará en él.
De nuevo corrí, y de nuevo regresé, llevando un enorme abrigo guarnecido de piel.
-Aún tengo algo más que ordenarle, Jane -dijo él-. ¡Es magnífico que lleve usted esas zapatillas de terciopelo! No hubiéramos podido encontrar emisario más a propósito en esta ocasión. Abra el cajón de mi tocador y coja un frasquito y un vaso que verá.
Fui y volví trayendo lo solicitado.
-Muy bien. Ahora, doctor, voy a tomarme la libertad de administrar al paciente una dosis de este preparado, bajo mi responsabilidad. Es un cordial que adquirí en Roma a un charlatán italiano, un tipo a quien usted hubiese dado de puntapiés con gusto... No es cosa que pueda usarse a grandes dosis, pero es bueno en ciertas ocasiones, como ahora. Un poco de agua, Jane.
Llené el vaso hasta la mitad con agua de la botella del lavabo. Rochester vertió en el vaso una docena de gotas de un líquido rojo y lo ofreció a Mason.
-Bebe, Richard. Esto te dará el ánimo que te falta, al menos por una hora. -¿No me perjudicará? -¡Bebe, hombre, bebe!
Mason bebió, considerando, sin duda, que era inútil toda resistencia. Ya estaba vestido, y no quedaba rastro de su desaliño ni de su ensangrentado aspecto de poco antes, aunque estaba muy pálido aún. Rochester le permitió permanecer sentado tres minutos más y después tomó su brazo.
-Ahora estoy seguro de que puedes sostenerte en pie -dijo.
El paciente se levantó.
-Cójalo por el otro brazo, Carter. Ea, Richard, vamos. ¡Eso es! -Me siento mejor -observó Mason.
-¡Ya lo sabía yo! Ahora, Jane, haga el favor de adelantarse, salga por la puerta trasera y diga al cochero de la silla de posta que verá usted en el patio -o mejor dicho fuera, porque le he indicado que no entre- que esté preparado. Nosotros vamos andando. Si ve usted a alguien cuando baje, vuélvase al pie de la escalera, y tosa.
Eran las cinco y media y el sol iba a salir. La cocina estaba aún oscura y silenciosa. Abrí la puerta trasera de la casa con el menor ruido posible. El patio estaba silencioso. Las verjas se hallaban abiertas y junto a ellas había una silla de posta, con el cochero encaramado en el pescante. Me acerqué, le dije que los señores iban a bajar ya, asintió y yo miré en torno mío y escuché. Aún dormía todo en la naciente mañana. Las ventanas de los cuartos de la servidumbre estaban cerradas todavía. Algunos pajarillos gorjeaban en los árboles del huerto, cuyas ramas asomaban sobre uno de los muros del patio. De vez en cuando se sentían ruidos de caballos en las cuadras. Por lo demás, reinaba un silencio absoluto.
Los tres caballeros se presentaron. Mason, ayudado por Rochester y el médico, parecía andar con bastante facilidad. Le colocaron en la silla. Carter le siguió.
-Cuídele -dijo Rochester al último- y téngale en su casa hasta que esté bien del todo. Iré dentro de uno o dos días a ver cómo se encuentran. ¿Cómo te sientes, Richard?
-El aire fresco me reanima, Fairfax.
-Deje abierta la ventanilla, Carter. No hace viento. Buenos días, Dick.
-Fairfax... -¿Qué quieres?
-Cuídala bien y trátala todo lo mejor que puedas. Procura que...
Se interrumpió y rompió en lágrimas.
-Lo haré todo lo mejor posible, en efecto, como siempre lo he hecho y lo continuaré
haciendo.
Cerró la puerta del coche y éste se puso en camino. -¡Hasta que Dios quiera poner
fin a esto! -añadió Rochester, mientras cerraba las pesadas verjas. Y luego comenzó a andar con lento paso y abstraído aspecto hacia una puerta que se abría en el muro del huerto. Yo me preparaba a volver a la casa, cuando le oí decir: -¡Jane!
Había abierto la puerta y estaba parado, esperándome.
-Vamos a respirar un poco el aire puro -dijo-. Esa casa no es más que un calabozo. ¿No le parece? -A mí me parece magnífica.
-Su inexperiencia la ciega -repuso- y todo lo ve usted a través de un falso aspecto encantador. No comprende usted que el oro es barro y las sedas telarañas; el mármol, grosera pizarra, y las maderas barnizadas, despreciable leña... En cambio, aquí -y señalaba el lugar en que habíamos entrado- todo es real, bello y puro. Avanzó por un sendero circundado de boj. De un lado, lo sombreaban manzanos, perales y cerezos. Al otro había un pénsil de flores: belloritas, trinitarias, escaramujos de olor, abrótano y hierbas aromáticas, todo ello fresco y lozano en la radiante mañana de primavera. El sol apuntaba por Oriente y sus rayos besaban los árboles frutales y brillaban en los quietos muros.
-¿Quiere una flor, Jane? Cortó una rosa y me la ofreció. -Gracias, señor.
-¿Le gusta ver nacer el sol, Jane? ¿Este cielo donde flotan lejanas y brillantes nubes que se disiparán a medida que avance el día, esta atmósfera plácida y perfumada?
-Sí, me gusta mucho.
-Ha pasado usted una noche muy mala, ¿no? -Sí, señor.
-Está usted muy pálida. ¿Tuvo miedo cuando la dejé sola con Mason? -Temía que saliese alguien del cuarto interior.
-Ya había cerrado yo la puerta con llave. ¿Iba a dejar a mi oveja -a mi oveja
favorita- al alcance del lobo? Estaba usted bien segura.
-¿Cree que lo estaré mientras Grace Poole viva en la casa?
-No se asuste de Grace. No piense en ella siquiera, por favor.
-Me parece que ni la vida de usted está segura mientras ella continúe aquí.
-No tema. Ya me preocupo de mí también.
-¿Se ha alejado el peligro que temía anoche, señor? -No respondo de ello mientras
Mason no esté fuera de Inglaterra... y entonces tampoco. La vida para mí, Jane, consiste en permanecer sobre el cráter de un volcán dormido que puede cualquier día entrar en erupción.
-Pero Mason me parece una persona dócil. Usted influye mucho sobre él y no creo que le dañe o le perjudique en nada.
-¡Oh, no desconfío de Mason! El peligro está en que, sin querer, pronuncie alguna palabra que me costara, si no la vida, al menos la felicidad.
-Dígale que sea precavido, hágale comprender los temores que usted siente y adviértale del peligro.
Él rió sarcásticamente, tomó mi mano y la apretó contra su pecho.
-Si eso fuera posible, bobita, ¿dónde estaría el peligro? Desaparecería instantáneamente. A Mason, desde que le conozco, me basta decirle «Haz esto», para que lo haga en el acto. Pero en este caso, no cabe hacer nada. Parece usted confundida y se confundirá más aún si... Usted es amiga mía, ¿no?
-Deseo serle útil y servirle en todo lo que sea razonable, señor.
-Ya lo he visto. Me parece apreciar verdadera satisfacción en todo su aspecto cuando usted me ayuda en algo, trabaja para mí y me complace en cuanto, como usted dice, «es razonable». Estoy seguro de que si la pidiera algo que no fuese razonable, mi amiga no huiría de mí, ni sentiría alegría, ni se pondría encarnada y le brillarían los ojos. No; mi amiga, en un caso así, se volvería hacia mí, serena y pálida, y me diría: «No, señor, porque no es razonable». Y permanecería tan inmutable como una estrella fija... En fin: usted puede influir en mí y hasta herirme aunque no la mostrara mi lado vulnerable.
-Si no tuviese usted que temer a Mr. Mason más que a mí, bien seguro estaría usted, señor.
-¡Ojalá fuera así! Vamos a sentarnos en ese banco, Jane. Adosado a la tapia había un banco bajo un dosel de hiedra. Se sentó y me hizo sitio. Pero yo permanecí en pie. - Siéntese -dijo-. El banco es suficiente para los dos. ¿Acaso teme sentarse a mi lado? ¿Se trata de una cosa irrazonable?
Mi contestación fue sentarme. Comprendí que no había motivo para la negativa.
-Ahora, amiguita mía, mientras el sol bebe el rocío, mientras se abren las flores de este viejo jardín, mientras los pájaros levantan el vuelo a fin de buscar comida para sus crías, voy a exponer a usted un caso que..., pero antes míreme y dígame si encuentra mal que la retenga o no le agrada permanecer aquí.
-No, señor. Estoy satisfecha.
-Entonces, Jane, llame en su ayuda a su imaginación y suponga que no es usted una muchacha bien educada y disciplinada, sino una niña caprichosa y mimada desde la
niñez. Imagínese viviendo en un lejano país extranjero y dé por hecho que hubiera cometido un gravísimo error, no importa de qué clase o por qué motivos, pero cuyas consecuencias la persiguen a lo largo de toda su vida y amargan toda su existencia. Note que no hablo de un crimen, esto es, de verter sangre u otra cosa análoga que pongan al que lo comete bajo la acción de la ley. No; me refiero a un error. Los resultados de lo que usted ha hecho acaban convirtiéndose en insoportables y usted adopta medidas para aliviarlos, medidas inusitadas, pero no ilegales. Usted sigue sintiéndose desgraciada; la esperanza la abandona, el sol y la luna de su vida se eclipsan. Amargos y humillantes recuerdos son el único alimento de su memoria, y usted vagabundea de un sitio a otro buscando olvido en el destierro y felicidad en el placer, significando con esto el mero placer sensual. Con el corazón cansado y el alma marchita, vuelve usted a su casa tras años de voluntario destierro y halla usted a alguien -quién y cómo no hace al caso- en quien halla las cualidades que en vano ha buscado usted durante veinte años; cualidades en plena lozanía, no acompasadas por corrupción de clase alguna. Su trato le hace revivir, le regenera, experimenta mejores sentimientos y deseos más puros. Desea usted volver a empezar su vida y terminarla de un modo más digno de un ser humano. Para alcanzar este fin, ¿encontraría usted justificado saltar sobre un obstáculo, un impedimento meramente convencional, que ni la conciencia santifica ni la razón aprueba?
Calló, esperando mi contestación. ¿Qué podía yo decir? En vano deseé que algún genio amigo me sugiriese una respuesta satisfactoria y sensata. El viento Oeste agitaba la hiedra, pero ningún amable Ariel le hacía servir de vehículo de sus consejos.
Los pájaros cantaban en las ramas, pero su canto, aunque dulce, no me decía nada. Mr. Rochester insistió:
-Si el vagabundo pecador, ahora quieto y arrepentido, desafiando la opinión del
mundo, uniese a su vida la de la amable, bondadosa y gentil mujer a quien ama, ¿aseguraría la paz de su alma y la regeneración de su vida?
-Señor -repuse-: creo que el reposo de un vagabundo y la reforma de un pecador no dependen de otro ser humano. El hombre puede corregirse por sí mismo, si reconoce que yerra.
-Pero se necesita un instrumento. Dios, que impone el trabajo, da la herramienta. Yo, se lo digo sin ambages, he sido un hombre disoluto, un vagabundo, un... Creo haber hallado ahora el instrumento para mi salvación y...
Se detuvo. Los pájaros cantaban y las hojas de los árboles se balanceaban impulsadas por el viento. Me sorprendió que unos y otras no suspendieran sus cantos y sus movimientos para escuchar la interrumpida revelación. Pero hubieran tenido que esperar mucho, tanto como aquel silencio se prolongó... Cuando, al fin, osé mirar a mi interlocutor, él a su vez estaba mirándome a mí.
-Amiguita mía -dijo, con tono totalmente distinto, ya sin dulzura ni gravedad algunas, sino con sarcasmo y dureza-: ¿ha notado usted la tierna inclinación que experimento hacia Blanche Ingram? ¿Cree que si me caso con ella me regenerará?
Se levantó de pronto, se alejó hasta el extremo del sendero y volvió tarareando un cantar.
-Jane -dijo-: está usted palidísima. ¿No abomina de mí, que la he hecho pasar la noche en vela?
-No, señor.
-Confírmelo con un apretón de manos. ¡Qué frías las tiene! Estaban mucho más cálidas esta noche, a la puerta de la habitación misteriosa. ¿Cuándo volverá a velar conmigo otra vez?
-Cuando pueda serle útil, señor.
-Por ejemplo, la noche antes de mi boda. Estoy seguro de que esa noche no podré dormir. ¿Me promete usted sentarse entonces a mi lado haciéndome compañía? A usted puedo hablarle de mi amada, puesto que la conoce.
-Sí, señor.
-Blanche es admirable, ¿verdad? -Sí, señor.
-Robusta, alta, morena, con un cabello como debían tenerlo las mujeres de Cartago...
¡Caramba! Dent y Lynn están ya en las cuadras.
Se fue por un lado, yo me fui por otro y a poco le oí hablar diciendo tranquilamente: -Mason se ha ido hoy antes de salir el sol. Me levanté a las cuatro para despedirle.