XXI
¡Qué cosa tan extraña son los presentimientos! Ellos, como las simpatías 

espontáneas y los signos que se hallan en todas las cosas, constituyen un misterio del que la humanidad no ha encontrado la clave. Nunca me burlaré de los presentimientos, porque yo misma los he experimentado muchas veces. La simpatía espontánea existe también, como ocurre entre parientes que no se han visto jamás, y que simpatizan, no obstante, como demostración de su origen común. En cuanto a los signos reveladores, quizá sean muestra de la simpatía de la naturaleza hacia el hombre. 

Teniendo apenas seis años, oí una noche comentar a Bessie Leaven y Martha Abbot que la primera había soñado con un niño pequeño y que soñar con niños es signo seguro de desgracia, o para uno mismo o para otros. A la mañana siguiente Bessie tuvo que ir a su casa, porque su hermana menor había muerto. 

Ahora yo llevaba una semana soñando constantemente con un niño a quien tenía en brazos o sobre las rodillas, o cuyos juegos vigilaba en un prado. Unas veces era un niño triste y otras riente; ora se refugiaba en mi regazo; ora huía de mi lado. De un modo u otro, la aparición se me repitió durante siete noches. 

El pensar en la reiteración de este sueño me ponía nerviosa en cuanto llegaba la hora de acostarme. Cuando el grito de aquella noche me despertó, soñaba estar en la fantástica compañía de aquel niño. La tarde del día siguiente me dijeron que en el gabinete de Mrs. Fairfax había una persona que deseaba verme. Me dirigí hacia allí y encontré a un hombre de aspecto de criado. Vestía de negro, con un crespón en el sombrero que tenía en la mano. 

-Me parece que no me conoce usted, señorita -dijo-. Pero yo a usted, sí. Me llamo Leaven y era cochero en casa de Mrs. Reed cuando usted vivía allí hace ocho o nueve años. 

-¡Oh, Robert! ¿Cómo está usted? Le recuerdo muy bien. Solía usted montarme en la jaquita de Georgiana. ¿Y Bessie? Porque es usted marido de Bessie, ¿verdad? 

-Sí, señorita. Bessie está bien, gracias a Dios. Hace dos meses ha tenido otro pequeño. Ya son tres con éste. Todos están bien. 

-¿Y mis parientes, Robert? ¿Cómo se encuentran? -Siento decirle que mal. Sufren una gran desgracia. -Confío que no haya muerto ninguno -dije, dirigiendo una mirada al vestido negro del cochero. 

-Mr. John ha muerto en Londres hace una semana.
-¡John! -Sí. -¿Y cómo está su madre?
-¡Figúrese! Mr. John hacía una vida muy extraña y su muerte lo ha sido más aún. -Bessie me dijo que no se comportaba bien. -¡Quia! Hacía una vida pésima, 

derrochando su dinero y su salud entre las peores gentes que podía encontrar. Dos veces ha estado preso por deudas. Su madre le ayudó a salir, pero en cuanto se halló libre volvió a sus vicios y a sus malas compañías. Creo que no estaba bien de la cabeza y las gentes con quienes trataba le acabaron de echar a perder. Hace tres meses fue a casa y pidió a la señora que le diera todo cuanto poseía. La señora se negó, porque sus bienes 

han mermado mucho como consecuencia de las locuras de su hijo. Él se fue y ahora hemos sabido su muerte. ¡Y qué muerte! Dicen que se ha suicidado... 

Yo estaba anonadada. Robert Leaven continuó. -La señora, a pesar de ser robusta, hace tiempo que no está bien de salud. Las pérdidas de dinero y el temor a la pobreza la han empeorado. Y la brusca noticia del suicidio del señorito le produjo un ataque. Durante tres días estuvo sin habla. El martes pasado parecía encontrarse mejor. Hacía señas a mi mujer, como si quisiera decirle algo. Pero sólo ayer por la mañana pudo Bessie entender lo que le decía: «Tráigame a Jane, tengo que hablarla.» Aunque Bessie no tenía certeza de que la señora supiese lo que decía, habló a las señoritas, aconsejándolas que enviasen a buscarle a usted. Las jóvenes se indignaron, pero su madre repitió: «Jane, Jane», tantas veces, que acabaron consintiendo. Salí de Gateshead ayer y quisiera llevarla mañana por la mañana. 

-Iré, Robert. Creo que debo hacerlo. 

-También yo lo creo, señorita. Bessie decía que estaba segura de que usted no se negaría a ir. Tendrá que pedir permiso, ¿no?

-Sí; ahora mismo voy a solicitarlo. 

Y dejando a Leaven al cuidado de John y de su mujer, fui en busca de Mr. Rochester. 

No le hallé ni en el salón, ni en el patio, ni en las cuadras. Pregunté por él a Mrs. Fairfax y me dijo que debía de estar jugando al billar con Blanche Ingram. Llegué al cuarto de billar. Oí las voces de Rochester, Blanche, las Eshton y sus admiradores, que estaban jugando. Aunque me disgustaba interrumpirles, no tuve más remedio que abordar al dueño de la casa, porque mi viaje no se podía diferir. Blanche me miró como preguntándose: «¿Qué querrá esta sabandija?», y cuando me acerqué a él y le dije en voz baja: «Mr. Rochester...», ella inició un movimiento como para mandarme salir. Recuerdo muy bien su aspecto de entonces. Vestía un vestido de crespón azul celeste y ceñía el cabello con una cinta de seda del mismo color. 

-¿Qué quiere esta mujer? -preguntó a Mr. Rochester mientras éste se volvía para ver lo que yo deseaba. Él hizo una de sus muecas características y me siguió fuera del cuarto. 

-Y bien, Jane, ¿qué desea?
-Si no tiene inconveniente, señor, un permiso de una o dos semanas.
-¿Para que? ¿Adónde va?
-A visitar a una señora enferma, que ha enviado a buscarme.
-¿Quién es? ¿Dónde vive?
-En Gateshead, en el condado de...
-¿A cien millas de aquí? ¿Para qué pueden querer que las visite gentes que viven a 

tanta distancia?
-Se llama Mrs. Reed y...
-¿Reed de Gasteshead? Recuerdo un tal Reed de Gasteshead, un magistrado.
-Es su viuda, señor.
-¿Y qué tiene usted que ver con ella? ¿De qué la conoce?
-Es tía mía. Mr. Reed era hermano de mi madre. -¡Demonio! ¿Por qué no me lo ha 

dicho antes?
Siempre me ha manifestado usted que no tenía parientes.
-Realmente no los tengo. Mi verdadero tío era Mr. Reed y, después de morir él, mi 

tía me envió fuera de su casa. -¿Por qué? 

-Porque yo era pobre y la desagradaba. 

-Pero Reed creo que dejó hijos, primos de usted, por tanto... Sir Jorge Lynn me habló ayer de un Reed de Gateshead que es, por lo visto, uno de los mayores bribones de Londres, y de una Georgina Reed que causó mucha sensación en la capital hace una o dos temporadas. 

-John Reed ha muerto después de arruinarse y arruinar a su familia, y se supone que se ha suicidado. La noticia ha producido a su madre un ataque de apoplejía. 

-¿Y de qué va usted a servirla? Me parece un absurdo, Jane, que haga usted un viaje de cien millas para ver a una mujer que quizá haya muerto cuando usted llegue y que, para colmo, la echó a usted de su casa.

-Sí, señor, pero eso ocurrió hace mucho y las circunstancias han variado. Mi deber ahora es complacerla. -¿Cuánto tiempo estará fuera? 

-Lo menos posible, señor. 

-¿Me promete no estar más de una semana? -Preferiría no darle palabra para no tener que incumplirla quizá. 

-En todo caso, ¿volverá usted y no se dejará inducir para quedarse allí?
-No. Volveré de todos modos.
-Y ¿cómo nos arreglamos? ¡No va usted a hacer sola un viaje de cien millas!
-Ha venido el cochero de mi tía para llevarme con él, señor.
-¿Es persona de confianza? -Sí. Lleva diez años en la casa.
-¿Cuándo quiere irse? -dijo Mr. Rochester, después de meditar un momento. -Mañana por la mañana.
-Supongo que necesitará usted dinero, porque presumo que no tendrá mucho y yo no 

le he pagado aún su salario. ¿Cuánto tiene para toda la vida, Jane? -me preguntó, sonriendo. 

-Cinco chelines, señor -repuse, mostrándole mi flaca bolsa. 

Vació el contenido en la palma de la mano y lo agitó, alegremente, como si fuera cosa que le agradase. Luego sacó su billetero y me ofreció un billete. 

Eran cincuenta libras y no me debía más que quince. Le dije que no tenía cambio. 

-No necesito cambio. Ya lo sabe usted. Es su sueldo. Rehusé, manifestando que aquello era más de lo que me debía. Pareció pensar de pronto en algo, y dijo: -Bueno, bueno. Quizá sea mejor. De lo contrario, tal vez esté usted tres meses allí. Tome entonces diez libras. ¿Basta? 

-Sí. Ahora me debe usted cinco. 

-Así volverá por ellas. Soy su banquero. Tiene usted conmigo cuenta corriente por cuarenta libras. 

-Mr. Rochester, quisiera de paso hablarle de negocios.

-¿De negocios? Me muero de curiosidad. Hable. -Usted ha tenido la amabilidad de informarme de que piensa casarse en breve. 

-Sí; ¿y qué? 

-En tal caso, Adèle debe ir a un colegio. Estoy segura de que usted lo considerará necesario. 

-Desde luego, tendré que ponerla fuera del alcance de mi esposa que, si no, quizá se comportase demasiado altivamente con ella. La sugerencia es razonable, sin duda. Como usted dice bien, Adèle tendrá que ir a un colegio. Y usted, ¿adónde irá? ¿Al diablo? 

-Espero que no, señor, pero tendré que pensar en buscar otro empleo. 

-Por supuesto -exclamó, contrayendo las facciones y con un extraño tono de chanza. Luego, agregó-: Supongo que pedirá usted a la vieja Reed y a sus primos que le busquen un puesto, ¿no? 

-No, señor. No estoy con mis parientes en tan buenas relaciones como para pedirles que me proporcionen empleo. 

-¡Veo que va usted a irse a parar lo menos a las pirámides de Egipto! Ha hecho usted mal en advertirme. En vista de eso, sólo le doy un soberano. Devuélvame nueve libras, Jane. Las tengo destinadas a... 

-También yo, señor -dije poniendo las manos sobre mi bolsillo-. No puedo ceder dinero en concepto alguno. 

-¡Qué avarienta! ¡Negarme una petición de dinero! Deme cinco libras siquiera, Jane. -Ni cinco chelines, señor. Ni cinco peniques. -¡Jane!
-¿Señor?
-Prométame una cosa. Que cuando necesite esa nueva colocación me la pida. Yo se 

la encontraré. -Lo haré con gusto, si a su vez me promete que Adèle y yo saldremos de esta casa antes de que entre en ella su esposa. 

-Bueno, bueno. Le doy palabra... ¿Se va mañana, pues?
-Sí; muy temprano.
-¿Bajará hoy al comedor después de cenar? -No, señor. Tengo que preparar mi 

equipaje. -Entonces, ¿debemos despedirnos por algún tiempo?
-Supongo que sí, señor.
-Y ¿cómo se verifica esa ceremonia de la despedida, Jane? No estoy muy al 

corriente. Infórmeme.
-Pues diciéndose adiós, u otra fórmula semejante, a elección.
-¿Por ejemplo? -Hasta la vista... -Y yo, por mi parte, ¿qué debo decir? -Lo mismo, si 

usted gusta.
-Bien. Adiós, Miss Eyre, hasta la vista. ¿Nada más? -Nada mas.
-A mí me parece esto muy frío y poco afectuoso. Convendría añadir algún detalle a 

ese ritual. Un apretón de manos, por ejemplo... Pero eso sería lo mismo. ¿Así que se limita usted a decirme adiós? 

-Es suficiente, señor. Tanto se puede decir con una palabra como con muchas. 

-Pero esto es tan seco, tan glacial... «Adiós...» -Tengo que hacer mi equipaje... - empecé a decir. Pero en aquel momento sonó la campana de la cena y él, sin añadir una sola sílaba más, se alejó. No le vi en todo el día y partí al día siguiente antes de que se levantara. Llegué a Gateshead a las cinco de aquella tarde de principios de mayo. Me detuve en la portería antes de seguir a la casa. Todo estaba aseadísimo y cuidado. Las ventanas ostentaban blancas cortinillas. El suelo se hallaba escrupulosamente limpio. Los dorados brillaban y en la chimenea ardía un excelente fuego. Bessie estaba junto a la lumbre amamantando a su pequeño y Robert y su hermana jugaban tranquilamente en un rincón. 

-¡Bendito sea Dios! Ya sabía yo que vendría -dijo Bessie al verme entrar. 

-Sí, Bessie -dije, besándola-. He venido en cuanto me ha sido posible. ¿Y mi tía? Confío en que vivirá aún. 

-Vive, y hasta está más lúcida. El doctor cree que resistirá aún una o dos semanas, pero dudo mucho que se restablezca. 

-¿Ha vuelto a mencionarme? 

-Esta mañana. Ahora -por lo menos hace diez minutos- está durmiendo. Suele pasar aletargada toda la tarde y despertar a las seis o las siete. ¿Quiere quedarse aquí una hora? Luego subiría yo con usted... 

Entró Robert, y Bessie, dejando al niño en la cuna, fue a recibirle. Después insistió en que yo me quitase el sombrero y tomase el té, porque le parecía verme pálida y fatigada. Acepté con satisfacción su hospitalidad y dejé que me quitase la ropa de viaje como cuando era niña y ella me desvestía. 

Recordé los viejos tiempos al verla preparar el té, cortar pan con manteca, tostar los bollos y, entretanto, dar algún empujón o un cachete a Robert y Jane, como a mí cuando era niña. Bessie había conservado su genio vivo como conservaba su agilidad y su buen aspecto. 

Una vez preparado el té, me dispuse a sentarme a la mesa, pero ella, con el tono autoritario de los años antiguos, me conminó a instalarme junto a la lumbre y colocó ante mí una mesita redonda en la que puso el servicio, exactamente como en mi infancia. Y, como en mi infancia también, la obedecí, sonriendo. 

Me preguntó si estaba contenta en Thornfield Hall y cómo era la señora. Contesté que no era señora, sino señor, y por cierto todo un caballero, que me trataba amablemente, y que estaba muy satisfecha. Luego le describí la clase de visitantes que había en la casa y Bessie me atendió con interés, porque tales detalles eran los que le encantaban. 

Hablando, se nos fue una hora. Bessie volvió a ponerme el sombrero y demás adminículos y nos dirigimos a la casa. También fui acompañada por ella como bajara yo, nueve años atrás, la escalera que ahora subía, en aquella oscura y brumosa mañana de enero en que abandoné una mansión hostil con el corazón amargado y desesperado, para buscar el frío refugio de Lowood, entonces lugar desconocido e inexplorado para mí. El mismo techo hostil me acogía de nuevo y también ahora me parecía ser una peregrina errante a través de la tierra, pero me sentía más segura de mí misma y me asustaban menos las injusticias que pudieran cometer conmigo los demás. La herida de los agravios recibidos hacía tiempo estaba curada y la llama de los rencores, extinguida. 

-Entre primero en el cuarto de desayunar -dijo Bessie-. Están allí las señoritas. 

Entré. Todo estaba igual que la mañana en que me presentaran a Mr. Brock1ehurst. La alfombra era la misma, idéntica la biblioteca y hasta en su tercer estante pude distinguir Los viajes de Gulliver, Las mil y una noches y los demás libros que leía en mi niñez. Los objetos inanimados no habían cambiado, pero los vivientes habían experimentado variación. 

Ante mí se hallaban dos jóvenes: una muy alta, casi tanto como Blanche Ingram, muy delgada, de faz severa y cetrina. Todo en su aspecto era ascético. Aumentaba esta impresión la extrema sencillez de su vestido negro con un cuello blanco almidonado, su cabello liso y el monjil adorno de un rosario y un crucifijo. Tuve la certeza de que era Eliza aunque se parecía muy poco a la Eliza de mis recuerdos. 

La otra era Georgiana pero no la Georgiana de once años, la linda y delgada muchachita que yo evocaba. La actual era una opulenta joven, de amplias líneas, blanca como la cera, de hermosas y correctas facciones, lánguidos ojos azules y dorados rizos. Su vestido era negro también, pero absolutamente distinto del de su hermana. Una especie de luto estilizado. 

Ambas se levantaron al entrar yo y me saludaron llamándome «Miss Eyre». Eliza me dio la bienvenida con brusca, breve y cortada voz y sin una sonrisa, y luego dirigió la mirada al fuego y pareció olvidarse de mí. Georgiana añadió un «¿cómo está usted?», varios tópicos acerca de mi viaje y el tiempo que hacía y una mirada con la que me examinó de pies a cabeza, deteniéndose en mi pelliza, de merino de color pardo. Ambas muchachas tenían una curiosa manera de hacerle comprender a una que era una infeliz sin que una sola de sus palabras o actos lo exteriorizasen. 

Pero el desprecio, encubierto o no, ejercía poca influencia entonces sobre mí. Hasta a mí me maravilló la naturalidad con que me senté entre mis dos primas, con absoluta indiferencia hacia el desprecio de la una y las irónicas amabilidades de la otra. Yo tenía otras cosas en qué pensar, placeres y dolores mucho mayores que experimentar y sufrir - 

sobre todo desde los últimos meses- y ellas no podían producirme ninguna impresión semejante, cualesquiera que fuesen sus propósitos en bien o en mal. 

-¿Cómo está Mrs. Reed? -pregunté a Georgiana. -¿Mrs...? ¡Ah, quiere usted decir mamá! Muy mal. Dudo mucho de que pueda usted verla esta noche. 

-Si tiene usted la atención de manifestarla que he venido, se lo agradeceré mucho - dije. 

Georgiana me miró con asombro. 

-Sé -proseguí- que tenía un particular interés en verme y no quiero aplazar el cumplimiento de su deseo más del tiempo imprescindible. 

-A mamá no le agradará que la molesten por la noche -intervino Eliza. 

Me levanté, cogí el sombrero y los guantes y dije que iba a preguntar a Bessie si Mrs. Reed estaba dispuesta o no a recibirme aquella noche. La despaché, pues, a averiguarlo y me preparé a adoptar ulteriores medidas. Si un año antes me hubiesen hecho una recepción de aquella clase en Gateshead, hubiera partido a la mañana siguiente. Pero ahora comprendía que ello, en esta ocasión, hubiese sido desacertado. Había hecho un viaje de cien millas para ver a mi tía y no debía separarme de su lado hasta que mejorase o muriera, sin preocuparme del orgullo y la insensatez de sus hijas. Me dirigí, pues, al ama de llaves y le pedí que me preparase un cuarto, advirtiéndola que quizá permaneciese allí una semana o dos. Llevaron mi equipaje a mi cuarto. Bessie apareció. 

-La señora está despierta -dijo-. La he dicho que ha venido usted. Venga y veremos si la reconoce. 

No me era necesario guía para llegar al bien conocido cuarto a que tantas veces me llamaran en los viejos tiempos para propinarme castigos o reprimendas. Precedí a Bessie y abrí la puerta con suavidad. Sobre la mesa había una bujía y a su luz vi el gran lecho con las mismas cortinas de antes, el tocador, la butaca y el taburete en que cien veces fui condenada a arrodillarme para pedir perdón de faltas que no había cometido. Incluso miré a cierto rincón esperando ver la varilla con que solían golpearme la palma de la mano. Luego me acerqué al lecho y corrí las cortinillas que colgaban entre sus columnas. 

Recordando muy bien el rostro de mi tía. El tiempo tiene la virtud de disipar los afanes de venganza y extinguir los impulsos de aversión. Yo me había separado de aquella mujer odiándola y ahora no experimentaba, sin embargo, más que conmiseración hacia sus grandes sufrimientos y un vivo deseo de perdonar y olvidar sus injurias y reconciliarme con ella. 

Distinguí su rostro duro e inflexible, su entrecejo imperioso, despótico, sus inconfundibles ojos... ¡Cuántas veces me habían contemplado con odio y amenazadores, y cuántas tristezas y terrores de la niñez me recordaban! No obstante, me incliné y besé aquel rostro. Ella me miró. 

-¿Eres Jane Eyre? -dijo.
-Sí, lo soy. ¿Cómo está usted, querida tía?
Aunque yo jurara una vez no volver a llamarla tía jamás, no consideré pecado

quebrantar ahora este juramento. Mis dedos buscaron su mano. Si ella la hubiese oprimido amistosamente, yo habría encontrado en ello verdadero placer. Pero las naturalezas insensibles no se ablandan con facilidad y las antipatías espontáneas no se desarraigan en un momento. Ella separó su mano y, volviendo la cara, comentó que la noche era calurosa. Cuando volvió a mirarme, con igual frialdad que siempre, comprendí que sus sentimientos respecto a mí no habían cambiado ni podían cambiar. Adiviné por sus duros ojos, impenetrables a la ternura, incapaces de lágrimas, que ella 

había resuelto considerarme mala hasta el fin, ya que creerme buena, en vez de producirla un generoso placer, le habría originado una mortificación. 

Sentí pena y enojo, contuve mis lágrimas, a punto ya de brotar, como en la infancia, tomé una silla y me senté a la cabecera del lecho. 

-Me ha enviado usted a buscar -dije- y he venido. No pienso irme antes de que me diga lo que deseaba. 

-Por supuesto. ¿Has visto a mis hijas? -Sí. 

-Pues puedes decirlas que quiero que estés aquí hasta que pueda explicarte ciertas cosas que tengo en la cabeza. Ahora es demasiado tarde y no me es fácil recordar... Pero deseaba decirte... espera. 

Su errante mirada y su alterado rostro demostraban que su antigua energía había desaparecido. Trató de envolverse en las ropas de la cama. Mi codo, apoyado en la colcha, se lo dificultaba y se irritó. 

-No me molestes sujetando las ropas -dijo-. ¿Eres Jane Eyre?
-Sí.
-Esa niña me ha dado más disgustos que lo que nadie puede imaginar. ¡Cuántas

complicaciones me produjo, cada día y cada hora, con su incomprensible carácter y con su brusquedad! ¡Y qué modo tenía de contemplarle a una! Una vez me habló como lo hubiera hecho un demonio. Ningún niño habría dicho lo que ella. Me alegré cuando salió de casa. ¡Y luego, cuando se declaró la epidemia en Lowood y murieron tantas discípulas, ella no murió, a pesar de lo mucho que yo deseaba que muriese! -¡Extraño deseo! ¿Por qué la odiaba así? 

-Su madre me era muy antipática. Era la única hermana de mi marido y él la quería mucho. Cuando se casó y murió al poco tiempo, mi esposo lloró como un tonto. Se empeñó en recoger a su hija, aunque yo le aconsejaba enviarla con una nodriza y pagar los gastos. Odié a aquella pequeña desde que la vi, tan enfermiza, tan llorona... No se durmió en su cuna como los demás niños, sino que pasó la noche lloriqueando. Reed se compadecía de ella y no hacía más que informarse de su salud, como si fuera hija suya, o más aún, porque de sus hijos, a esa edad, casi no se preocupaba. Se empeñaba en que mis niños tratasen bien a aquella mendiga y les reprendía si se negaban. Cuando enfermó mortalmente, no hacía más que llamar a la pequeña a su lado y me encargó antes de morir que la conservase bajo mi custodia. ¡Encargarme de una hospiciana! Reed era débil, muy débil. John no se parece a su padre, gracias a Dios: es como mis hermanas y como yo. ¡El vivo retrato de mi hermana Gibson! ¡Sólo quisiera que dejase de atormentarme pidiéndome dinero! Ya no tengo nada que darle; estamos casi arruinados. Voy a tener que despedir a la mitad de la servidumbre y cerrar parte de la casa. Dos tercios de las rentas se gastan en pagar los intereses de las hipotecas. John juega mucho y siempre pierde, el pobre... Vive rodeado de fulleros. Y tiene un aspecto horroroso. Me avergüenza verle como le veo... 

-Será mejor que salgamos -murmuré viendo tan excitada a mi tía. 

-Puede ser... Suele hablar así durante las noches. Por las mañanas está más tranquila -dijo Bessie, que estaba sentada al otro lado del lecho. 

Me levanté. 

-Esperad -exclamó la Reed-; tengo algo más que decir. John me amenaza siempre con matarse o matarme. Muchas veces sueño que le veo tendido, con una enorme herida en la garganta o con el rostro negro, como los ahogados... ¡Oh, qué situación la mía! ¿Qué haré? ¿De dónde sacaré dinero? 

Bessie comenzó a persuadirla de que tomase un sedante y lo logró sin gran trabajo. A poco, mi tía se tranquilizó y cayó en una especie de letargo. Entonces me fui. 

Pasaron más de diez días antes de que pudiese reanudar mi conversación con ella. Estaba continuamente o delirando o amodorrada, y el médico prohibió hacer nada que pudiese impresionarla. Entretanto me entendí lo mejor que pude con Georgiana y Eliza. Ellas continuaban tan frías como al principio. Eliza estaba sentada casi todo el día, cosiendo, escribiendo o leyendo, y no nos dirigía la palabra ni a su hermana ni a mí. Georgiana pasaba horas y horas diciendo tonterías a su canario y no me hacía caso alguno. Pero yo no perdía mi tiempo. Había traído mis útiles de trabajo y los utilizaba. 

Con mi caja de lápices y unas hojas de papel, me sentaba aparte de ellas, junto a la ventana, y me divertía en hacer los dibujos que se me ocurrían, las escenas que desfilaban por el quimérico calidoscopio de mi imaginación. Un trozo de mar entre las rocas, la luna elevándose sobre el mar y un navío cruzando ante su disco, la cabeza de una náyade coronada de flores de loto surgiendo entre olas, un enano sentado en un nido... 

Una mañana comencé a dibujar un rostro, sin preocuparme de lo que pudiera resultar. Tomé un lápiz blando, de punta ancha, y comencé a trabajar. A poco, había trazado una frente amplia y saliente, y el contorno de una cara cuadrada. El principio me agradó y comencé a completar las facciones. Bajo aquella frente se imponían unas cejas horizontales reciamente marcadas, a las que habían de seguir, naturalmente, una nariz enérgica, de amplias ventanas, una boca flexible y una firme barbilla con un bien definido hoyo en el centro. El conjunto necesitaba, evidentemente, patillas negras y cabello negro, formando dos tufos en las sienes y ondeado por arriba. Los ojos habían quedado para lo último, por requerir un trabajo más esmerado. Los hice grandes, muy sombreados, con largas pestañas y pupila ancha y brillante. Mirándolo, pensé: «Está bien, pero no produce un efecto completo. Necesita más fuerza, más alma.» Un par de toques, que dieron a las sombras más oscuridad y a las luces más brillo, completaron felizmente el trabajo. Tenía el rostro de un amigo ante mis ojos. Por tanto, ¿qué importaba que aquellas dos jóvenes me volviesen la espalda? Me sentí absorta y contenta y sonreí contemplando el dibujo. 

-¿Es el retrato de algún conocido suyo? -preguntó Eliza que se había acercado a mí sin que yo me diera cuenta. 

Respondí que era un dibujo caprichoso y lo coloqué entre los demás que tenía. Yo sabía, desde luego, que era una representación muy exacta de Mr. Rochester, mas ¿qué le interesaba eso a nadie, sino a mí misma? 

Georgiana se acercó también para mirar. Los demás dibujos le gustaron mucho, pero aquél, según ella, era «un hombre muy feo». Las dos parecieron sorprendidas de mi habilidad. Entonces les ofrecí hacer sus retratos. Ambas se sentaron, ante mí, una después de otra, y obtuve de cada una un apunte de lápiz. Georgiana entonces sacó su álbum y le ofrecí contribuir a enriquecerlo con un dibujo a la aguada. Esto acabó por ponerla de buen humor. Propuso dar un paseo por los alrededores y antes de dos horas estábamos entregadas a una conversación confidencial. Me describió la brillante temporada que había pasado en Londres dos años antes, la admiración que le produjera, las atenciones de que la hicieron objeto y aun la conquista que había realizado de un joven aristócrata. En el curso de la tarde y de la noche, las confidencias se profundizaron, me fueron relatados varios dulces coloquios y algunas escenas sentimentales. En resumen, Georgiana improvisó en obsequio mío una verdadera novela sentimental. Sus expansiones aumentaron de día en día, versando todas sobre el mismo tema: su amor y sus pesares. Era curioso que, en aquel sombrío momento de la vida de su familia, con su hermano muerto y su madre enferma, no pensara nunca en ello, limitándose a recrearse en el recuerdo de las pasadas alegrías y en imaginar las venturas 

que podría reservarle el porvenir. Pasaba diariamente cinco minutos en el cuarto de su madre, y no aparecía más por allí. 

Eliza hablaba poco, sin duda por falta de tiempo. Jamás he visto persona más atareada de lo que ella parecía estar. Lo difícil era descubrir los resultados prácticos de su actividad. No sé lo que hacía antes de desayunar, pero desde ese momento, todas sus horas estaban reguladas y dedicadas a una tarea diferente. Tres veces al día estudiaba un pequeño libro que, según averigüé mediante la oportuna inspección, era un devocionario corriente. Tres horas al día trabajaba bordando en oro una tela cuadrada que, por su tamaño, parecía una alfombra. Preguntándole sobre su objeto, me dijo que estaba destinada a cubrir el altar de una iglesia recientemente erigida en las cercanías de Gateshead. Dedicaba otras dos horas a escribir su diario, una a trabajar en el huerto y otra a hacer sus cuentas. Al parecer, no necesitaba compañía ni conversación. Creo que era feliz a su modo y que aquella rutina la bastaba. Nada le disgustaba tanto como cualquier incidente que rompiese la monotonía de su vida regulada por el reloj. 

Una noche en que se sentía más comunicativa que de costumbre, me dijo que la conducta de John y la ruina que amenazaba a su familia la habían afligido mucho, pero que al fin se había tranquilizado y adoptado su resolución. Habiendo tenido la precaución de salvar de la ruina sus propios bienes, cuando su madre muriera, ya que - según decía con toda tranquilidad- no era probable que curase ni que resistiese mucho, se proponía ejecutar un proyecto largo tiempo acariciado: retirarse a un lugar donde las costumbres rutinarias pudiesen asegurarse contra toda turbación exterior, y donde le fuese fácil establecer barreras entre ella y el frívolo mundo. Le pregunté si Georgiana pensaba acompañarla. 

-Desde luego, no. Georgiana y yo no nos parecemos en nada ni nos hemos parecido nunca. Georgiana seguirá su camino y yo el mío. 

Georgiana, cuando no empleaba el tiempo en abrirme su corazón, pasaba el día tumbada en el sofá, esperando con ansia el momento en que su tía Gibson le enviase una invitación para ir una temporada a la ciudad. 

-Sería mejor -solía decir- que me marchara durante uno o dos meses, hasta que todo pasara. 

Aquel «todo pasara» supongo, aunque nunca se lo pregunté, que quería decir hasta que su madre hubiera muerto y se efectuaran los funerales y demás solemnidades lúgubres. Eliza, generalmente, no solía hacer caso alguno de su hermana ni de sus quejas, pero un día, después de apartar su libro de cuentas y sus bordados, le habló de este modo: 

-Georgiana; nunca ha existido en el mundo un ser más inútil y absurdo que tú. No tienes derecho a la vida, porque no sabes vivir. En vez de existir por ti y para ti, como debe hacer toda persona sensata, te es imposible prescindir de transmitir tus debilidades a otras personas de más energía que tú. Si no las encuentras, comienzas a lamentarte de que eres desgraciada, de que te tratan mal, de que no te hacen caso. Para ti, el mundo es una prisión si no hay en él continuos cambios y novedades, si no te admiran, te adulan y te cortejan. No sabes pasar sin el baile, la música, la compañía y por eso te aburres mortalmente. ¿Quieres que te diga cómo puedes existir de un modo independiente, por ti misma, sin ayuda ajena? Divide tu día en partes y a cada una asígnale una tarea, sin dejar un cuarto de hora, diez minutos, ni cinco siquiera, sin algo que hacer. Cuando sea así, observarás que no necesitas compañía, conversación ni simpatía de nadie. Y lograrás vivir con la independencia a que todo ser humano debe aspirar. Sigue mi consejo, primero y último que te doy, y verás cómo no necesitas de mí ni de nadie, suceda lo que quiera. Si no lo atiendes, sufrirás los resultados de tu sandez, por malos que sean. Te lo digo francamente. Escúchame bien, porque no volveré a hablarte así, 

sino que me limitaré a obrar. En cuanto mamá muera, yo me lavo las manos respecto a ti. El mismo día que la saquen de Gateshead, tú y yo nos separaremos para no volvernos a ver. No imagines que porque hayamos nacido de los mismos padres voy a estar tolerando siempre tus quejas y tus lamentaciones. Te digo más: si toda la raza humana fuera borrada del mapa y quedásemos tú y yo solas, te abandonaría en el Viejo Mundo y me marcharía al Nuevo. 

-Podías haberte ahorrado el sermón-dijo Georgiana cuando su hermana dejó de hablar-. Nadie ignora que eres el ser más egoísta y de menos corazón que existe en el mundo, y a mí me constan tu odio y tu envidia hacia mí. Ya me lo demostraste lo suficiente con el papel que te diste prisa a desempeñar en mis relaciones con Lord Edwin Vere. Te era insoportable que me elevase sobre ti, que obtuviera un título, que me recibiera en ambiente donde tú no te atreverías ni a asomar la cara. Por eso actuaste como espía y destruiste para siempre mis esperanzas. 

Y Georgiana sacando su pañuelo, lo aplicó a su rostro y así permaneció más de una hora. Eliza se sentó, fría y hermética, y se dedicó a su labor. 

El día era lluvioso y soplaba un fuerte viento. Georgiana se durmió sobre el sofá, con una novela entre las manos. Eliza había ido a la iglesia. Practicaba con rigidez sus deberes religiosos, acudiendo a la iglesia tres veces cada domingo y los demás días de entre semana, si se celebraban plegarias, hiciera el tiempo que hiciese. 

Subí a la alcoba de la moribunda, sospechando que acaso se hallase desatendida, lo que ocurría con frecuencia, ya que los criados sólo le dedicaban una relativa atención. La enfermera se marchaba del cuarto en cuanto podía, y Bessie, aunque muy fiel, tenía bastante quehacer con su propia familia y rara vez podía dirigirse a la casa. Como esperaba, hallé solitario el dormitorio de la enferma. La paciente parecía estar amodorrada, con la lívida faz sobre el almohadón; el fuego de la chimenea se estaba apagando. Eché más leña, arreglé las ropas del lecho, contemplé a mi tía y me acerqué a la ventana. 

La lluvia batía violentamente los cristales y el viento aullaba con rabia. «¿Dónde irá -pensaba yo- el alma de esta mujer cuando abandone su cuerpo moribundo?» 

Mientras meditaba en tan gran misterio, recordaba a Helen Burns, sus últimas palabras, su fe, su creencia en la vida del más allá. Y me parecía escuchar su plácido tono, contemplar su rostro pálido y espiritual y su mirada sublime, verla luego tendida en su tranquilo lecho mortuorio... De pronto, una débil voz murmuró: 

-¿Quién está ahí? -Soy yo, tía.
-¿Quién -repuso con sorpresa y alarma-. No la conozco. ¿Dónde está Bessie? -Está en la portería, tía.
-¡Tía! ¿Por qué me llama tía? Usted no es ninguna de las Gibson, y aunque la creo 

reconocer... Sí; esa cara, esos ojos y esa frente me recuerdan algo. Es usted como... como Jane Eyre. . 

No dije nada, temiendo producirla una impresión muy fuerte si la descubría mi identidad. 

-Sin embargo -siguió-, debo de estar equivocada. Me engaña el corazón. Quisiera ver a Jane Eyre y la imaginación me hace ver lo que no existe. En ocho años debe de haber cambiado mucho. 

Entonces le aseguré con amabilidad que yo era la persona que ella suponía y a quien deseaba ver. Notando que me comprendía y que estaba en sus cabales sentidos, le expliqué que el marido de Bessie había ido a buscarme a Thornfield. 

-Estoy muy enferma, lo sé-dijo ella-. Hace poco he querido volverme y he notado que no puedo ni mover los músculos. Menos mal que recobro mi sentido antes de morir, 

porque cuando uno está sano piensa poco en lo que sucede en estos momentos... ¿Está la enfermera ahí o estás tú sola? 

Afirmé que estaba sola. 

-Bueno... En dos ocasiones me he portado mal contigo. La primera, quebrantando la promesa que hice a mi marido de que te trataría como a mis propios hijos... La otra... -y se interrumpió-. Después de todo, acaso no tenga gran importancia -dijo como para sí- y podría prescindir de humillarme... 

Trató de cambiar de postura y no pudo. La expresión de su faz se alteró. Parecía experimentar una sensación extraña: acaso la precursora del fin. 

-Haré mejor en hablar. Estoy al borde de la eternidad. Vete al cajón de mi armario y saca una carta que hallarás allí. -Y cuando hube obedecido, ordenó-: Léela. 

La carta, muy breve, decía: 

«Señora: ¿Tendrá usted la bondad de enviarme la dirección de mi sobrina Jane Eyre y decirme cómo está? Me propongo escribirla y traerla conmigo a Madera. La Providencia ha favorecido mi trabajo y, como soy soltero y sin hijos, me propongo adoptar a mi sobrina y cederla a mi muerte cuanto poseo. 

«De usted, atto. etc. -JAME EYRE, Madera.» La carta estaba fechada tres años antes. -¿Cómo no se me informó de eso? -pregunté. -Porque yo no deseaba mover una sola mano en favor tuyo. Yo no podía olvidar tu comportamiento conmigo, Jane, la furia con que una vez te revolviste contra mí, el tono con que declaraste que me odiabas más que a nadie en el mundo, que todos mis pensamientos hacia ti eran de aversión y que te trataba con horrible crueldad. No podía olvidar tampoco lo que experimentaba cuando te volvías contra mí y comenzabas a increparme. Era como si un animal a quien hubiese golpeado me mirara con ojos humanos y me hablase para recriminarme. ¡Tráeme agua! Apresúrate. 

-Querida tía -dije, al llevarle lo que pedía-, no piense más en eso. Perdone mi violento lenguaje. Yo era entonces una niña. Han pasado ocho o nueve años desde entonces. 

No hizo caso de lo que decía. Después de beber y respirar profundamente, continuó: 

-Te dije que no te perdonaría aquello y, en efecto, tomé mi desquite, porque la idea de que fueras adoptada por tu tío y vivieras bien era insoportable para mí. Le escribí diciéndole que sentía comunicárselo, pero que habías muerto de tifus en Lowood. Ahora haz lo que quieras. Escribe desmintiéndome, si te parece. Creo que has nacido para ser mi tormento; hasta en mi última hora he de ser torturada por el recuerdo de un mal que no debía cometer ni aun tratándose de ti. 

-Quisiera que no pensase más en ello, tía, y que me mirase con afecto. 

-Tienes muy malos instintos -repuso-, y aún hoy no comprendo cómo has sido capaz de permanecer nueve años en el colegio sin rebelarte. 

-Mis instintos no son tan malos como usted piensa. Soy vehemente, pero no vengativa. Durante mucho tiempo, mientras fui niña, hubiera deseado quererla mucho, si usted me lo hubiera permitido, y ahora deseo reconciliarme con usted. Béseme, tía. 

Aproximé mis mejillas a sus labios, pero no me tocó. Dijo que la ahogaba inclinándome así sobre la cama, y me pidió más agua. La incorporé para que bebiese y, al volverla a acostar, coloqué mis manos sobre las suyas, heladas, que se retiraron de mi contacto, mientras su apagada mirada esquivaba la mía. 

-Quiérame u ódieme, como desee -dije, al fin-. En uno u otro caso, la perdono de corazón. ¡Dios la perdone también! 

¡Pobre mujer! Era demasiado tarde para que cambiase de carácter. Me había odiado en vida y era, al parecer, inevitable que me odiara en su agonía. 

Entró la enfermera, seguida de Bessie. Permanecí en la estancia media hora más, esperando que mi tía diese algún indicio de alivio, pero no dio ninguno. Permaneció sumida en el habitual sopor y a medianoche falleció. Ni sus hijas ni yo estuvimos presentes para cerrar sus ojos. A la mañana siguiente nos dijeron que todo había terminado. Eliza entró a ver a su madre por última vez. Georgiana que estaba deshecha en llanto, dijo que no se atrevía. La antes robusta y enérgica Sarah Reed yacía rígida e inmóvil, con los párpados cerrados. En su entrecejo y sus duras facciones estaba impreso aún el sello de la inflexibilidad de su alma. Aquel cadáver me produjo un efecto extraño y solemne. Le miré con espanto y tristeza. Nada había en él que sugiriese imágenes suaves, de piedad o de esperanza. 

Eliza miró a su madre con serenidad. Después de algunos minutos de silencio, comentó: 

-Tenía una constitución muy robusta y hubiera vivido mucho más a no haber abreviado su existencia los disgustos. 

Su boca se contrajo por un momento. Luego salió del cuarto y yo la seguí. Ninguna de las dos habíamos vertido una sola lágrima. 

XXII
Mr. Rochester me había concedido una semana de permiso, pero pasó un mes antes 

de que yo abandonase Gateshead. Pretendí irme en seguida de los funerales, mas Georgiana me obligó a estar con ella hasta su marcha a Londres, donde al fin había sido invitada por su tía Gibson, que acudió para arreglar los asuntos familiares. Georgiana afirmaba que temía quedar sola con Eliza porque no podía contar para nada con su simpatía ni su ayuda. Soporté lo mejor que pude sus quejas egoístas y la auxilié con todas mis fuerzas a hacer su equipaje. Mientras yo trabajaba, ella permanecía inactiva, y yo pensaba para mí: «Si nosotras hubiéramos de vivir juntas, primita, las cosas se organizarían sobre una base diferente. Ya me encargaría yo de marcarte tu tarea y te obligaría a cumplirla. También te persuadiría de que guardases parte de tus lamentaciones en el fondo de tu alma. Si tengo tanta paciencia y soy tan complaciente contigo, se debe a la triste ocasión en que te hallas y a que se trata de una cosa pasajera.» 

Al fin Georgiana partió, pero entonces fue Eliza quien me pidió que me quedase otra semana. Sus proyectos absorbían todo su tiempo y su atención y, antes de partir para su desconocido destino, se pasaba el día cerrando baúles, vaciando cajones, quemando papeles, todo ello dentro de su cuarto y con el cerrojo echado. Me necesitaba, pues, para que yo atendiese la casa, recibiese pésames y contestase cartas. 

Al fin, una mañana me dijo que me dejaba en libertad, y añadió: 

-Le agradezco mucho su discreción y sus valiosos servicios. ¡Qué diferencia entre vivir con una persona como usted o con una como Georgiana! Usted sabe llenar su misión en la vida. Mañana -continuó- parto para el continente. Me instalaré en una residencia de religiosas, cerca de Lisle, una especie de monasterio donde viviré tranquila y aislada. Quiero dedicar mi tiempo al examen de los dogmas catolicoromanos, y si, como casi supongo, encuentro que son los que mejor permiten hacer las cosas bien y ordenadamente, abrazaré la fe romana y probablemente me haré monja. 

No manifesté sorpresa por tal resolución ni intenté disuadirla de ella. Al despedirme, me dijo: 

-Adiós, prima Jane Eyre. Le deseo buena suerte. Es usted sensata. -También usted, prima Eliza -repuse. Y con estas palabras nos despedimos. 

Como no habrá ocasión de referirme de nuevo a ninguna de mis primas, me limitaré a mencionar que Georgiana hizo un buen matrimonio con un hombre rico y distinguido y que Eliza profesó como monja después de un año de noviciado y es actualmente superiora de su convento. 

Mi viaje fue aburrido, muy aburrido. Una jornada de cincuenta millas, una noche en una posada y cincuenta millas más al día siguiente. Durante las primeras horas del viaje pensé en los últimos momentos de mi tía: creía ver su desfigurada faz y escuchar su alterada voz. Recordaba el sepelio: el ataúd, el carruaje fúnebre, la comitiva de criados y colonos -parientes había muy pocos-, la cripta, la silente iglesia, el solemne oficio... Pensé en Georgiana y en Eliza, figurándome a la una brillando en un salón de baile, y a la otra habitando una celda conventual, y analicé y comparé sus respectivos caracteres. La noche pasada en la gran ciudad de... desvaneció estos pensamientos. Acostada en mi cama de viajera, sustituí los recuerdos por cábalas sobre el porvenir. 

Volvía a Thornfield, pero ¿cuánto tiempo pasaría allí? Seguramente no mucho. Mrs. Fairfax me escribió a Gateshead diciendo que los invitados se habían ido ya y que Mr. Rochester se había ido a Londres hacía tres semanas y se le esperaba dentro de quince días. Mrs. Fairfax suponía que iba a arreglar asuntos relativos a su matrimonio, puesto que él habló de adquirir un coche nuevo. A la anciana le resultaba muy rara la idea de que su señor se casase con Blanche Ingram, pero según oyera a todos, la boda no debía dilatarse mucho. «¡Muy incrédula eres! -comenté mentalmente-. ¡Yo no experimento duda alguna!» 

La cuestión inmediata a estudiar era adónde iría yo. Soñé por la noche con Blanche, que me cerraba las puertas de Thornfield y me señalaba el camino. Mr. Rochester nos miraba a las dos, cruzado de brazos, sonriendo sarcásticamente. 

No avisé a Mrs. Fairfax el día de mi regreso, porque no quería que enviasen coche alguno a buscarme a Millcote. Me proponía recorrer la distancia dando un paseo, y así, después de dejar mi equipaje al cuidado del dueño de la posada, a las seis de una tarde de junio eché a andar por el antiguo camino de Thornfield, que se deslizaba a través de los prados y era muy poco frecuentado entonces. 

A medida que iba caminando me sentía más contenta, hasta el punto de que más de una vez me detuve para preguntarme el motivo de tal alegría, ya que, en realidad, no me dirigía a mi casa ni a un lugar donde me aguardasen con impaciencia amigos cariñosos. «Mrs. Fairfax me acogerá con una tranquila sonrisa y Adèle me tomará las manos y comenzará a saltar cuando me vea -pensé-, pero la verdad es que ellas piensan en cosas distintas de mí, como yo pienso en cosas distintas de ellas.» 

En las praderas de Thornfield los labradores comenzaban a abandonar el trabajo y volvían a sus casas con las herramientas al hombro. Sólo me faltaba atravesar un par de prados antes de llegar a las verjas. Los setos de los bordes estaban llenos de rosas. Pero no me detuve a tomar ninguna, tanta era la prisa que sentía por llegar a la casa. Pasé bajo un alto zarzal que abovedaba el sendero con sus ramas de blancas florecillas, distinguí el estrecho portillo con escalones de piedra y vi... a Mr. Rochester sentado en ellos, con un libro y un lápiz en la mano. Estaba escribiendo. 

No era ciertamente un fantasma, y, sin embargo, sentí un estremecimiento nervioso y estuve a punto de perder el dominio de mí misma. ¿Qué hacer? Nunca había pensado que pudiera temblar de aquel modo ante su presencia, que perdiera así la voz y hasta el movimiento al verle. Me urgía retroceder, para no mostrarme ante él temblorosa como una tonta. Conocía otro camino para ir a la casa. Pero aunque hubiese conocido veinte, todo era inútil, porque él me vio antes de que pudiera retirarme. 

-¡Caramba! -exclamó-. ¿Conque está usted aquí? ¡Venga, venga! 

Supongo que debí ir, en efecto, aunque no sé cómo, pues me hallaba inconsciente de mis movimientos y sólo me ocupaba en fingir tranquilidad y en dominar los músculos de mi rostro que, insolentemente rebeldes a mi voluntad, se obstinaban en revelar lo que debía permanecer oculto. Pude, sin embargo, presentarme con la mayor compostura posible. 

-Conque Jane Eyre, ¿eh? De Millcote y a pie... Es una de las peculiaridades de usted: no pedir un carruaje para venir por la carretera como una persona corriente, sino aparecer junto a su casa a la caída de la tarde, como una aparición... ¿Qué diablos ha estado haciendo todo este mes? 

-Estaba con mi tía, que ha muerto, señor. 

-¡Una contestación muy de Jane Eyre! ¡Los ángeles, me ayuden! ¡Lo primero que me dice al encontrarnos es que viene de estar con muertos, en el otro mundo! Si me atreviera, la tocaría, a ver si es de carne y hueso, o bien una visión, que se disipara a mi contacto, como un fuego fatuo en los pantanos... ¡Pícara! -añadió, después de un momento de silencio-. ¡Un mes ausente y olvidada de mí por completo, estoy seguro! 

Sentía verdadero placer en reunirme con Mr. Rochester, aunque acibarado por el pensamiento de que en breve dejaría de verle y de que, además, nada había de común entre él y yo. Pero de sus palabras emanaba una sensación que me placía en extremo. Parecían indicar que le interesaba saber si yo me acordaba de él o no. Y había hablado de Thornfield como de mi casa... 

Le pregunté si había estado en Londres.
-Sí. Y supongo que lo sabe usted gracias a su doble vista.
-Me lo escribió Mrs. Fairfax.
-¿Y le informó de lo que fui a hacer? -Sí, señor. Todos lo saben.
-Tiene usted que ver el coche, Jane, y decirme si cree que es apropiado o no para 

Mrs. Rochester y si viajando en él parecerá una reina apoyada en sus rojos cojines. Por cierto que sería mucho mejor que ella y yo hiciéramos mejor pareja, físicamente hablando. Usted, que es un hada, puede proporcionarme un filtro, realizar algún conjuro o cosa parecida, para convertirme en un hombre guapo. 

-Eso no entra en las posibilidades de la magia, señor -respondí mientras pensaba: «Todo el conjuro que se necesita son los ojos de una enamorada. Para ella sería usted lo más hermoso que se pudiera desear.» 

Mr. Rochester había leído a menudo mis pensamientos. Aquella vez no pareció atender mucho mis palabras. Me sonrió de un modo peculiar, que rara vez empleaba, quizá porque aquella sonrisa, a la que asomaba toda su alma, no le pareciese conveniente para ser aplicada a las situaciones vulgares de la vida. 

-Pase, Jane -dijo, separándose a un lado del portillo-, pase y descanse sus piececitos fatigados en la casa de un amigo. 

Obedecí sin decirle nada; sobraba para mí todo diálogo ulterior. No obstante, un impulso interior me hizo detenerme, una fuerza desconocida me hizo girar sobre mí misma y decirle, no sé si yo o algo que me hacía hablar a pesar mío: 

-Gracias por su mucha amabilidad, Mr. Rochester. Estoy muy satisfecha de volver a verle, y considero que dondequiera que usted esté está mi casa, mi única casa. 

Y me alejé tan de prisa, que difícilmente hubiera podido él alcanzarme aunque se lo hubiera propuesto. Adèle se volvió casi loca de alegría al verme. Mrs. Fairfax me acogió con su acostumbrada afabilidad. Aquello me resultó muy agradable. Nada complace más que sentirse amado por los que le rodean a uno y apreciar que la propia presencia aumenta su satisfacción. 

Cerré, pues, mis ojos al porvenir y taponé mis oídos contra la voz que me aconsejaba ponerme en guardia previniendo la próxima separación. Cuando tomamos el 

té y Mrs. Fairfax inició su labor, mientras yo me sentaba en una silla junto a ella y Adéle se arrodillaba en la alfombra, una sensación de mutuo afecto pareció envolvernos a todos como un círculo de áurea paz. Murmuré una plegaria sin palabras pidiendo a Dios que no nos separásemos nunca, y cuando Mr. Rochester entró sin anunciarse y nos miró, complacido ante el espectáculo de aquel grupo tan amistoso, cuando dijo que suponía que la anciana estaría satisfecha al ver que su hija adoptiva regresaba y añadió que Adèle le parecía préte a croques sa petite maman Anglaise, casi comencé a alimentar la esperanza de que él, aun después de casarse, nos conservaría bajo su protección y no nos privaría en absoluto de su presencia. 

A mi vuelta a Thornfield Hall sucedió una quincena de tranquilidad absoluta. No se hablaba nada del casamiento del dueño, ni yo veía preparativo alguno. Casi a diario preguntaba a Mrs. Fairfax si sabía que hubiera algo decidido y siempre recibía la misma negativa. Según dijo, sólo una vez preguntó sobre el asunto a Mr. Rochester, pero éste respondió con una broma y ella no pudo sacar nada en limpio. 

Una cosa que me sorprendía mucho era que Rochester no visitaba Ingram Park. Si bien este lugar estaba sito a veinte millas, en los límites de otro condado, ¿qué era esa distancia para un enamorado ardiente? Un jinete tan experto e infatigable como Rochester la recorrería en una mañana de cabalgar. Comencé a acariciar esperanzas que no tenía motivo alguno para concebir: que el enlace se hubiese roto, que el rumor hubiera sido infundado, que una de las dos partes hubiera rectificado su opinión. Trataba de adivinar si en el rostro de Rochester se apreciaba alguna cosa desagradable o violenta, pero jamás me había parecido su cara tan límpida y exenta de malas inclinaciones. Nunca me llamó a su presencia tan frecuentemente como entonces, nunca había sido más amable para conmigo y nunca, ¡ay!, le había amado yo más a él... 

XXIII
Hacía un tiempo espléndido, como de mediados de verano, con un cielo tan puro y 

un sol tan radiante, que se diría que una bandada de días italianos, a la manera de magníficos pájaros, hubiese venido desde el Sur hasta Inglaterra. El heno había sido segado por completo. Los campos circundantes estaban verdes, los árboles en flor, los bosques pomposos y los setos magníficos de frutos y florecillas. 

Una tarde de aquel verano, Adèle, que se había fatigado mucho cogiendo fresas silvestres por la tarde en el camino de Hay, se acostó en cuanto se puso el sol, y yo, después de asegurarme de que la niña dormía, bajé al jardín. 

Era la hora más grata de las veinticuatro del día. Por Occidente, donde el sol acababa de desaparecer, se extendía ahora una espléndida mancha de púrpura, ardiente como el rubí o como la llama, surgiendo tras lo alto de una colina, y extendiéndose más tenue a medida que se elevaba, hasta la mitad del cielo. Por Oriente, el cielo ostentaba un suave azul y brillaba en él una estrella como una joya. En breve saldría la luna, pero ahora no asomaba todavía en el horizonte. 

Primero paseé ante la casa, mas un bien conocido olor de cigarro que salía por la abierta ventana de la biblioteca me hizo comprender que podían verme, y entonces me interné en el huerto. Imposible encontrar un sitio más paradisíaco. Estaba lleno de árboles y flores, un alto muro lo separaba del patio y una avenida de hayas conducía al prado de frente al edificio. Un seto aislaba el huerto de los solitarios campos, y un caminito bordeado de laureles y que terminaba en un gigantesco castaño rodeado de un asiento circular conducía al extremo del seto. El silencio era absoluto, la sombra grata. Mas apenas había caminado algunos pasos me detuve al percibir cierta cálida fragancia en el ambiente. No procedía de los rosales silvestres, ni de los abrótanos, jazmines, 

claveles y rosas que colmaban el jardín. No: aquel nuevo aroma era el del cigarro de Mr. Rochester. 

Miré a mi alrededor y escuché. Vi árboles cargados de fruta y oí trinar a un ruiseñor, pero no distinguí ninguna forma humana ni sentí paso alguno. Sin embargo, el aroma se hacía más intenso. Debía marcharme. Me dirigí a un portillo que daba al campo y en aquel momento divisé a Mr. Rochester. Me detuve, procurando pasar disimulada bajo la hiedra que cubría el muro. Mr. Rochester seguramente no estaría mucho tiempo allí y, si yo me quedaba donde estaba, podía pasar inadvertida. 

Pero aquel antiguo jardín era tan agradable para él como para mí. Lo recorría lentamente, parándose de vez en cuando, ora para contemplar las parras cargadas de uvas grandes como ciruelas, ora para coger una cereza o para contemplar una flor. Una enorme libélula voló a mi lado, se detuvo en una planta a los pies de Rochester y éste se inclinó a fin de examinarla. 

«Ahora está de espaldas a mí -pensé-; acaso, si me deslizo en silencio, pueda irme sin que me oiga.» Avancé sobre la hierba, queriendo evitar que mis pasos sobre la arena me traicionaran. Cuando pasé a una vara o dos de él, que parecía absorto en contemplar la libélula, dijo, sin volverse: 

-Venga a ver esto, Jane. 

No había hecho ruido, él no me dirigía la mirada. ¿Cómo sabía que yo me hallaba allí? Me detuve y al fin me acerqué a él. 

-Mire qué alas tiene -dijo-. Parece un insecto de las Antillas. Nunca he visto ninguno tan grande y hermoso en Inglaterra. ¡Ah, ya vuela! 

La libélula se había ido. Yo inicié también la retirada, pero Rochester me siguió. Al llegar al portillo dijo: -Quedémonos. Es lamentable permanecer en casa en una noche tan hermosa como ésta. ¿A quién puede complacerle acostarse a esta hora? Vea: mientras la última claridad del crepúsculo brilla a lo lejos, por el otro extremo del horizonte nace la luna. 

Uno de mis defectos es que, aunque habitualmente tengo la lengua pronta para cualquier respuesta, en ocasiones no sé encontrar palabras adecuadas con que negarme a algo, y ello coincide siempre con los momentos en que más precisaría un pretexto plausible. No me agradaba pasear a solas a aquellas horas con Mr. Rochester por el huerto, pero no supe cómo excusarme. Le seguí con lentos pasos, pensando en el modo de librarme de aquella complicación. Pero él parecía tan sereno y grave, que me avergoncé de mis temores. 

-Jane -comenzó cuando íbamos por el sendero entre laureles hacia el castaño rodeado de un banco-, ¿verdad que Thornfield es un sitio muy agradable en verano? 

-Sí, señor. 

-Usted debe de sentir cierto cariño a la casa, porque tiene usted muy desarrollada su capacidad afectiva y sabe apreciar lo bello. 

-En efecto, experimento afecto hacia Thornfield. -Y hasta me parece que, no sé cómo, ha tomado usted cariño a esa tontita de Adèle y a esa pobre Mrs. Fairfax. 

-Sí, señor: las aprecio, a cada una en un sentido. -¿Le disgustaría separarse de ellas? -Sí.
-Es lástima -se interrumpió y suspiró. Luego siguió diciendo-: Siempre sucede en la 

vida que, cuando uno encuentra un sitio donde se halla a gusto, se ve en la precisión de abandonarlo... 

-¿Es necesario que me vaya de Thornfield? -pregunté.
-Lo siento, Jane, pero creo que sí. Me sentí anonadada, mas lo disimulé. -Bien, señor. Me preparé para cuando usted me dé la orden de irme. -Esta misma noche. -¿Es que va a casarse? 

-E-xac-ta-men-te -silabeó-. Se muestra usted tan sagaz como de costumbre. -¿Pronto señor?
-Tan pronto que... Miss Eyre: usted recordará que cuando yo, o la voz pública, le 

informaron de mi intención de ofrecer mi cerviz de soltero al sagrado yugo del matrimonio, de acoger en mi amante pecho a Miss Ingram... Pero escúcheme, Jane, y no vuelva la cabeza para mirar las mariposas... Usted recordará que fue la primera en decirme, con toda discreción y respeto, como conviene a su posición, que en caso de que yo me casara con Miss Ingram, era preferible que usted y Adèle se fueran de la casa. Prescindo de la calumniosa mancha que esa sugerencia arroja sobre el angelical carácter de mi adorada y me limito, mi dulce Jane, a apreciar lo que en su indicación hay de prudente y a convertirla en mi línea de conducta. Adèle será enviada al colegio y usted, Miss Eyre, no tiene más salida que buscar otro empleo. 

-Sí señor. Yo fui la primera en indicárselo, más suponía...
Iba a concluir: «que podría continuar aquí hasta que hallase otro puesto»; pero callé. No me atrevía a hablar mucho, temiendo que mi voz delatara lo que sentía.
-La boda se celebrará de aquí a un mes -siguió Rochester-, y he buscado ya otro 

empleo para usted. -Gracias, señor: siento que...
-No, no; nada de gracias. Entiendo que cuando un empleado cumple su deber tan 

bien como usted lo ha cumplido, tiene derecho a que su patrón le ayude. Mi futura suegra me ha hablado de una plaza que seguramente le convendrá: se trata de encargarse de la educación de las cinco hijas de Mr. Dionysius O'Gall, de Bitternutt Lodge, en Connaught. Es en Irlanda. Le gustará Irlanda. Según dicen, los irlandeses son muy afectuosos. -Está muy lejos, señor. 

-¿Qué importa? A una muchacha como usted no creo que le asuste un viaje largo. -No es el viaje, sino la distancia y el mar, que es una barrera que me separaría de... -¿De qué?
-De Inglaterra, y de Thornfield, y de... -¿De...? 

-De usted, señor... 

Lo dije casi involuntariamente, mientras lágrimas silenciosas bañaban mi rostro. La mención del señor O'Gall, de Bitternutt Lodge, había dejado frío mi corazón, y más aún el pensamiento del mar, del mar inmenso, revuelto y espumoso, que había de interponerse entre mi persona y aquel hombre a cuyo lado paseaba y a quien amaba de un modo espontáneo, superior a mi voluntad. 

-Es muy lejos -repetí. 

-Desde luego. Y cuando usted esté en Bitternutt Lodge, no volveremos a vernos más. Me parece indudable. No creo ir nunca a Irlanda; no es un país que me atraiga en exceso... Hemos sido buenos amigos, ¿verdad,Jane? 

-Sí. 

-Bien. Pues cuando dos buenos amigos se separan, emplean el corto tiempo que les queda de estar juntos en hablar un poco de sí mismos. Ea, hablemos tranquilamente durante media hora, mientras las estrellas brillan en el cielo que nos cubre... Sentémonos en este banco del castaño, ya que nuestro destino es no volver a sentarnos juntos más. 

Cuando nos hubimos acomodado, continuó: 

-En efecto, Jane: el viaje a Irlanda es largo y la travesía incómoda y siento que mi amiguita haya de verse obligada a... Pero ¿cómo ayudarla si no? ¿Experimenta usted algún sentimiento respecto a mí, Jane? 

No pude contestar. Mi corazón desbordaba. -Porque yo lo experimento por usted - continuó-, sobre todo cuando estamos juntos, como ahora. Es como si en el lado izquierdo de mi pecho tuviese una cuerda que vibrara al mismo ritmo que otra que usted 

tuviese en análogo lugar y se uniera de un modo invisible a la mía. Y si ese endiablado canal y doscientas millas de tierra van a separarnos, temo que ese lazo que nos une se rompa. Por lo qué a mí concierne, estoy seguro de que la rotura va a producirme una incontenible hemorragia. Y usted... 

-Yo nunca, señor, usted sabe... No pude continuar. 

-¿Oye cómo canta ese ruiseñor, Jane? Escuche. Escuché y de pronto rompí a llorar convulsivamente, estremeciéndome de pies a cabeza. Imposible soportar más lo que sufría. Cuando pude hablar, fue para expresar con vehemencia el deseo de no haber nacido nunca o no haber ido jamás a Thornfield. 

-¿Cómo? ¿Le disgusta tanto irse de aquí? 

-Me disgusta irme de Thornfield. Amo este lugar, y lo amo porque en él he vivido una vida agradable y plena, momentáneamente al menos, porque no he sido rebajada a vivir entre seres inferiores ni excluida de toda relación con cuanto es superior y dinámico. He podido hablar con alguien a quien admiro, en cuyo trato me complazco... Un cerebro poderoso, amplio, original... En una palabra, le he conocido a usted, Mr. Rochester, y me asusta pensar en irme de su lado. Reconozco que debo marchar, pero lo reconozco como podría reconocer la necesidad de morir. 

-¿Y qué necesidad tiene de irse? -preguntó de pronto.
-Usted mismo me lo ha dicho, señor. -¿A propósito de qué?
-De Miss Ingram, su noble y bella prometida... -¿Qué prometida? Yo no tengo 

prometida. -Pero se propone tenerla...
-Sí, me lo propongo... -masculló.
-De modo que debo irme. Usted lo ha dicho. -No: usted se quedará. Se lo juro y

cumpliré el juramento.
-¡Y yo le digo que me iré! -exclamé con vehemencia-. ¿Piensa que me es posible 

vivir a su lado sin ser nada para usted? ¿Cree que soy una autómata, una máquina sin sentimientos humanos? ¿Piensa que porque soy pobre y oscura carezco de alma y de corazón? ¡Se equivoca! ¡Tengo tanto corazón y tanta alma como usted! Y si Dios me hubiese dado belleza y riquezas, le sería a usted tan amargo separarse de mí como lo es a mí separarme de usted. Le hablo prescindiendo de convencionalismos, como si estuviésemos más allá de la tumba, ante Dios, y nos hallásemos en un plano de igualdad, ya que en espíritu lo somos. 

-¡Lo somos! -repitió Rochester. Y tomándome en sus brazos me oprimió contra su pecho y unió sus labios a los míos-. ¡Sí, Jane!

-O tal vez no -repuse, tratando de soltarme-, porque usted va a casarse con una mujer con quien no simpatiza, a quien no puedo creer que ame. Yo rechazaría una unión así. Luego yo soy mejor que usted. ¡Déjeme marchar! 

-¿Adónde, Jane? ¡A Irlanda!
-Sí, a Irlanda. Lo he pensado bien y ahora creo que debo irme.
-Quédese, Jane. No luche consigo misma como un ave que, en su desesperación, 

despedaza su propio plumaje.
-No soy un ave, sino un ser humano con voluntad personal, que ejercitaré 

alejándome de usted. Haciendo un esfuerzo, logré soltarme y permanecí en pie ante él. También su voluntad va a decidir de su destino -repuso-. Le ofrezco mi mano, mi 

corazón y cuanto poseo.
-Se burla usted, pero yo me río de su oferta.
-La pido, que viva siempre a mi lado, que sea mi mujer.
-Respecto a eso, ya tiene usted hecha su elección. -Espere un poco, Jane. Está usted 

muy excitada. Una ráfaga de viento recorrió el sendero bordeado de laureles, agitó las ramas del castaño y se extinguió a lo lejos. No se percibía otro ruido que el canto del 

ruiseñor. Al oírlo, volví a llorar. Rochester, sentado, me contemplaba en silencio, con serenidad, grave y amablemente. Cuando habló al fin, dijo: 

-Siéntese a mi lado, Jane, y expliquémonos. -No volveré más a su lado.
-Jane, ¿no oye que deseo hacerla mi mujer? Es con usted con quien quiero casarme. Callé, suponiendo que se burlaba. -Venga, Jane.
-No. Su novia nos separa.
Se puso en pie y me alcanzó de un salto.
-Mi novia está aquí -dijo, atrayéndome hacia sí-: es mi igual y me gusta. ¿Quiere 

casarse conmigo, Jane? No le contesté; luchaba para librarme de él. No le creía. -¿Duda de mí, Jane? -En absoluto. -¿No tiene fe en mí? -Ni una gota. -Entonces, ¿me considera usted un bellaco? -dijo con vehemencia-. Usted se 

convencerá, incrédula. ¿Acaso amo a Blanche Ingram? No, y usted lo sabe. ¿Acaso me ama ella a mí? No, y me he preocupado de comprobarlo. He hecho llegar hasta ella el rumor de que mi fortuna no era ni la tercera parte de lo que se suponía, y luego me he presentado a Blanche y a su madre. Las dos me han acogido con frialdad. No puedo, ni debo, casarme con Blanche Ingram. A usted, tan rara, tan insignificante, tan vulgar, es a quien quiero como a mi propia carne, y a quien ruego que me acepte por esposo. 

-¿A mí? -exclamé, empezando a creerle, en vista de su apasionamiento y, sobre todo, de su ruda franqueza-. ¡A mí, que no tengo en el mundo otro amigo que usted, si es que usted se considera amigo mío, y que no poseo un chelín, no siendo los que usted me paga! 

-A usted, Jane. Quiero que sea mía, únicamente mía. ¿Acepta? ¡Diga inmediatamente que sí! 

-Mr. Rochester, déjeme mirarle la cara. Vuélvase de modo que le ilumine la luna. -¿Para qué?
-Porque quiero leer en su rostro.
-Bien; ya está. Creo que mi rostro no le va a parecer más legible que una hoja 

tachada, pero en fin, lea lo que quiera, con tal de que sea pronto.
Su faz estaba muy agitada. Tenía las facciones contraídas y una extraña luz brillaba 

en sus ojos.
-¡Me tortura usted, Jane! -exclamó-. Por muy franca y bondadosa que sea su mirada, 

me escudriña de un modo...
-¿Cómo voy a torturarle? Si dice usted la verdad y su oferta es sincera, mis 

sentimientos no pueden ser otros que los de una gratitud infinita. ¿Cómo voy a torturarle con ella? 

-¿Gratitud? Jane -ordenó, perentoriamente-, dígame así: «Edward, quiero casarme contigo.» 

-¿Es posible que me quiera usted de verdad? ¿Qué se propone hacerme su mujer? -Sí; se lo juro, si lo desea.
-Entonces, señor, sí quiero casarme con usted. -Señor, no. Di Edward, mujercita 

mía.
-¡Oh, querido Edward!
-Ven, ven conmigo -y rozando mis mejillas con las suyas y hablándome al oído,

murmuró-: Hazme feliz y yo te haré feliz a ti.
De haberle amado menos, hubiese pensado que su aspecto y su mirada mostraban 

una alegría casi salvaje, pero libre de la pesadilla de la marcha, abriéndose ante mí el paraíso de la dicha que se me ofrecía, sólo pensaba en beber hasta la última gota de aquel néctar. Una y otra vez, Rochester me preguntaba: «¿Te sientes feliz, Jane?» Y una y otra vez le respondía: «Sí.» Le oí murmurar para sí: 

-Sé que Dios no deja de aprobar lo que hago. La opinión del mundo me es indiferente, y desafío la crítica de los hombres. 

La luna ya no brillaba, estábamos en sombras y yo no podía ver apenas el rostro de Rochester, a pesar de lo cerca que me hallaba de él. El viento soplaba entre los laureles y movía, con sordo rumor, las ramas del castaño. 

-Tenemos que entrar -dijo Rochester-: el tiempo cambia. Quisiera estar contigo hasta mañana, Jane. 

«Y yo contigo», pensé. Y quizá lo hubiese dicho si en aquel momento un relámpago no me hubiera dejado deslumbrada, obligándome a ocultar mis ofuscados ojos contra el hombro de Rochester. 

Comenzó a llover con furia. Él me arrastró velozmente por el sendero hacia la casa, pero antes de que cruzásemos el umbral estábamos empapados. Mientras Rochester me quitaba el chal y alisaba mi cabello despeinado por el agua, Mrs. Fairfax salió de su cuarto. Ni él ni yo reparamos en ella. La lámpara estaba encendida. El reloj daba en aquellos momentos las doce. 

-Quítate en seguida la ropa, ¡Estás calada! Buenas noches, queridita -dijo Rochester. 

Me besó repetidas veces. Al separarme de él distinguí a la viuda, mirándonos, grave, pálida y asombrada. La sonreí y corrí escaleras arriba. «Dejemos la explicación para otra vez», pensé. No obstante, ya en mi cuarto me turbó algo la idea de suponer lo que ella podría pensar de lo que había visto, pero mi alegría borró pronto los demás sentimientos y pese a la violencia con que soplaba el viento, a la frecuencia y fragor con que sonaba el trueno, a los lívidos relámpagos y a la lluvia que cayó a torrentes durante dos horas, no sentía ni el más pequeño temor. Mientras persistió la tormenta, Rochester llamó tres veces a mi puerta para preguntarme si necesitaba algo. 

A la mañana siguiente, antes de levantarme, Adèle vino corriendo a decirme que por la noche había caído un rayo en el castaño del huerto y lo había medio destruido. 

XXIV
Una vez levantada y vestida, pensé en lo sucedido y me pareció un sueño. No estaba 

segura de su realidad hasta que viese a Rochester y le oyese renovar sus promesas y sus frases de amor. 

Mientras me peinaba, me miré al espejo y mi rostro no me pareció feo. Brillaban en él una expresión de esperanza y un vivido color. Mis ojos parecían haberse bañado en la fuente de la dicha y adquirido en ella un esplendor inusitado. Con frecuencia había temido que Rochester se sintiera desagradado por mi aspecto, pero ahora me sentía segura de que mi semblante, tal como estaba hoy, no enfriaría su afecto. Saqué del cajón un sencillo y limpio vestido de verano y me lo puse. Me pareció que nunca me había sentado tan bien. 

No me sorprendió al bajar al vestíbulo que una bella mañana de verano hubiera sucedido a la tempestad. Aspiré la brisa, fresca y fragante. Una mendiga con un niño avanzada por el camino y corrí a darles cuanto llevaba: tres o cuatro chelines. Quería que todos y todo participaran de mi júbilo, de un modo u otro. Graznaban las cornejas y cantaban los pájaros, pero nada me era tan grato como la alegría de mi corazón. 

Mrs. Fairfax se asomó a la ventana y con grave acento me dijo:
-Miss Eyre, ¿viene a desayunar?
Mientras desayunábamos, se mantuvo fría y silenciosa. Pero yo no podía explicarme 

con ella aún. Necesitaba que Rochester me repitiese lo que me dijera la noche antes. Desayuné todo lo de prisa que pude, subí y encontré a Adèle que salía del cuarto de estudio. 

-¿Adónde vas? Es hora de dar la lección. -Mrs. Rochester me ha dicho que vaya a jugar. -¿Dónde está? 

-Allí -contestó señalando el cuarto del que salía. Entré y le hallé, en efecto. -Saludémonos -me dijo.
Avancé hacia él, que me acogió no con una simple palabra o con un apretón de 

manos, sino con un abrazo y un beso. Me parecía natural y admirable que me quisiera y me acariciara tanto. 

-Jane -me dijo-: esta mañana estás agradable, sonriente, bonita... No pareces el duendecillo de otras veces. ¿Es posible que sea la misma esa muchachita de radiante rostro, rosadas mejillas, rojos labios, sedosa cabellera y brillantes ojos castaños? 

Yo tenía ojos verdes, lector; pero debes perdonar el error: supongo que para él mostraban un nuevo reflejo. -Soy la misma Jane Eyre. 

-Pronto serás Jane Rochester. De aquí a cuatro semanas. ¡Ni un día más! ¿Lo oyes? 

Lo oía sí, pero apenas lo comprendía. Aquella noticia me causaba una sensación tal, que más que alegría rayaba en estupefacción, casi en miedo. 

-Te has puesto pálida, Jane. ¿Qué te pasa?
-Me da usted un nombre que me resulta tan extraño...
-Mrs. Rochester-contestó-, la joven Mrs. Rochester; la esposa de Fairfax Rochester. -Me parece imposible. Semejante felicidad se me figura un sueño, un cuento de 

hadas.
-Que yo convertiré en realidad. Hoy he escrito a mi banquero para que envíe ciertas 

joyas que tiene en custodia: las joyas de la familia. Espero poder dártelas dentro de un par de días. Quiero que disfrutes de todas las atenciones, de todas las delicadezas que merecería la hija de un par si me casara con ella. 

-No hablemos de joyas. ¡Joyas para Jane Eyre! Vale más no tenerlas. 

-Yo mismo te pondré al cuello el collar de diamantes y la diadema en esa frente que tiene por naturaleza un aspecto tan noble. Yo mismo ceñiré con pulseras tus finas muñecas y con anillos tus deditos de hada. 

-Pensemos y hablemos de otras cosas, no de esas que me resultan extrañas. No se dirija a mí como si fuera una belleza. No soy más que una vulgar institutriz. 

-A mis ojos eres una belleza tal como me gusta: vaporosa, delicada... 

-Quiere usted decir mezquina e insignificante. O sueña usted o se burla de mí... ¡No se chancee, por Dios! 

-Yo haré que todo el mundo reconozca tu belleza -dijo. Yo me sentía realmente contrariada de la actitud que había adoptado, porque comprendía que él trataba de ilusionarme o de ilusionarse-. Cubriré a mi Jane de rasos y blondas, pondré flores en sus cabellos, adornaré la cabeza que amo... 

-Y no me conocerá usted entonces ni seré su Jane Eyre, sino un arlequín, un grajo con plumas de pavo real. Prefería que no se empeñase en considerarme como una bella dama. Así como yo no le llamo hermoso, a pesar de lo mucho que le amo, para no adularle, tampoco debe usted adularme a mí. 

Pero él continuó hablando sin hacer caso alguno de mi opinión. 

-Voy a llevarte en coche a Millcote hoy mismo para que elijas los vestidos que gustes. Te digo que nos casaremos dentro de cuatro semanas. Celebraremos la boda en la intimidad, en esa iglesita cercana, y luego iremos a Londres. Estaremos allí unos días y luego conduciré a mi tesoro a países más soleados: Francia, con sus viñedos; Italia, con sus llanuras. Y mi tesorito conocerá cuanto hay digno de verse: los recuerdos de la Antigüedad, las cosas modernas... Se acostumbrará a vivir en las ciudades y aprenderá a estimarse en lo que merece comparándose con las demás. 

-¿Viajaré con usted? 

-Iremos a París, a Roma, a Nápoles, a Florencia, a Venecia y a Viena. Recorreré contigo todos los países que he recorrido solo y tu pie pisará donde antes he pisado yo. Desde hace diez años he recorrido Europa medio loco, con el odio, la furia y el disgusto reinando en mi corazón. Ahora la recorreré sereno y purificado, acompañado de un ángel que me consolará... 

Reí y le dije: 

-No soy un ángel ni lo seré hasta que muera. Seré como soy, Mr. Rochester. No espere usted de mí nada celestial, porque no lo encontrará. Además, presumo que usted... 

-¿Qué presumes? 

-Presumo que durante algún tiempo quizá siga usted como ahora, pero luego se enfriará, se hará malhumorado y antojadizo y yo tendré que esforzarme mucho para agradarle. Creo, no obstante, que cuando esté bien acostumbrado a mí me apreciará. Fíjese que no digo que me ame. Supongo que la vehemencia de su amor durará seis meses o quizá menos. Es el plazo que en los libros se asigna al amor del más ardoroso marido. Ahora bien, como compañera y amiga, espero no resultar desagradable a mi querido dueño. 

-¿Desagradable? ¿Volver a apreciarte? ¡No te dejaré de apreciar nunca! No sólo te apreciaré, sino que he de amarte con sinceridad, fervor y constancia. 

-¿No es usted caprichoso? 

-Con las mujeres que sólo me gustan por su aspecto, soy un verdadero demonio cuando descubro que no tienen alma ni corazón, cuando abren ante mí las perspectivas de su mal carácter, su vulgaridad y su estupidez. Pero para una mujer de límpidos ojos, de lengua elocuente, de alma ardorosa, de carácter flexible y firme, dócil y enérgico a la vez, seré siempre fiel y afectuoso. 

-¿Ha conocido usted a alguien así? ¿Ha amado a alguien que fuera de tal modo? -Amo ahora a una persona así.
-Pero, antes que a mí, ¿no ha amado a nadie que encarnara un tipo tan difícil de 

encontrar?
-Jane: nunca he hallado a nadie como tú. Nadie me ha sometido, nadie ha influido 

tan dulcemente como tú lo has hecho. Esta influencia que ejerces sobre mí es mucho más encantadora de cuanto se pueda expresar. Pero ¿por qué sonríes, Jane? 

-Estaba pensando (y perdóneme, porque la idea ha acudido involuntariamente a mi mente) en Hércules y Sansón y en sus respectivas amadas. 

-¿Y en qué más, duendecillo mío? 

-Pensaba que si aquellos caballeros se hubiesen casado, su severidad como maridos hubiera superado en mucho a su dulzura de enamorados. Y sospecho que a usted le pasará igual. Me agradaría saber cómo contestará cuando de aquí a un año le pida cualquier favor que usted no juzgue oportuno concederme. 

-Pídemelo ahora, Jane. ¿Qué más da? -Lo haré así.

-Habla. Pero si me miras y sonríes de ese modo, te prometeré hacer lo que me solicites antes de saber lo que es, y quizá con ello haga una tontería. 

-No lo creo. Sólo quiero que no haga traer las joyas y que no me corone de rosas. Sería tan ilógico como si mandara bordar en oro ese sencillo pañuelo que lleva usted. 

-Más bien querrás decir que sería como dorar el oro... Bien: se te concede por ahora lo que pides. Rectificaré la orden que he enviado a mi banquero. Pero esto no es pedir, sino obtener que se te deje de hacer un don. Pídeme otra cosa, pues. 

-Entonces, señor, le ruego que satisfaga mi curiosidad sobre cierto extremo. 

-¿Cómo? -dijo, con alguna turbación-. Las peticiones que hace la curiosidad son arriesgadas. Celebro no haber prometido complacerte en todo. 

-Ningún riesgo puede haber en satisfacer esa curiosidad. 

-¿Tú qué sabes, Jane? Acaso, a hacerme preguntas sobre algo que convenga mantener en secreto, prefiriera que me pidieses la mitad de mis bienes. 

-¿Y para qué necesito la mitad de sus bienes? ¿Acaso se figura que soy un judío usurero? Prefiero conseguir las confidencias de usted. ¿Va usted a excluirme de sus confidencias cuando me acepta en su corazón? 

-No te rehusaré ninguna confidencia confesable, Jane; pero, por amor de Dios, no te obstines en que te haga confidencias inútiles. 

-¿Por qué no obstinarme? Usted mismo me ha dicho que lo que le place de mí es mi fuerza de persuasión. En resumen, ¿por qué se empeña usted en hacerme sufrir dándome a entender que iba a casarse con Blanche Ingram? 

-¿No es más que eso? ¡Menos mal! -y sonrió, desarrugó el entrecejo y pasó la mano por mi cabellera, con la satisfecha expresión de quien ha visto alejarse el peligro-. He fingido cortejar a Blanche Ingram porque deseaba que te enamoraras tan locamente de mí como yo lo estaba de ti. Sabía que los celos eran el mejor modo de conseguir lo que me proponía. 

-¡Admirable! Es usted más pequeñito que la punta de mi meñique. ¿No le daba vergüenza? ¿Cómo jugaba así con los sentimientos de Blanche? 

-Todos sus sentimientos se reducen a uno: el orgullo. Y conviene humillarlo. ¿Estabas celosa, Jane? -Eso no le interesa. ¿Cree que Blanche Ingram no sufrirá con el proceder de usted? ¿No piensa que se considerará abandonada y desairada? 

-Ya te he dicho que es ella quien me ha abandonado a mí. El pensar en mi insolvencia enfrió o, mejor dicho, extinguió su ardor instantáneamente. 

-Es usted original, Mr. Rochester. Tiene usted principios muy extraños. 

-Si hubiesen sido encauzados cuando empezaban a desarrollarse, mis principios no serían como son. 

-En serio: ¿cree que puedo gozar de esta gran alegría sin amargármela con el pensamiento de que otra mujer sufre lo que yo sufría antes? 

-Puedes, chiquita mía. No hay nadie en el mundo que me quiera como tú. Ya ves, Jane, que tengo el consuelo de creer que me quieres. 

Puse mis labios sobre su mano, que estaba apoyada en mi hombro. Le amaba mucho, en efecto, más de lo que yo pudiera decir, más de cuanto las palabras pueden expresar. 

-Pídeme algo más -dijo-. Mi mayor placer es complacerte. 

-Entonces manifieste usted sus propósitos a Mrs. Fairfax antes de que yo la vea. Ayer nos sorprendió en el vestíbulo y se extrañó. Me disgusta que una mujer tan bondadosa como ella me juzgue mal. 

-Vete a tu cuarto y ponte el sombrero -dijo-. Tienes que acompañarme a Millcote. Entretanto, yo hablaré a la buena señora. 

Me vestí rápidamente y, cuando sentí a Mr. Rochester salir del gabinete de Mrs. Fairfax, me dirigí allí. La anciana había estado leyendo la Biblia; el tomo se hallaba abierto y tenía las gafas puestas sobre él. Parecía haber olvidado su ocupación, interrumpida por la noticia que Rochester le diera, y sus ojos, fijos en la blanca pared, expresaban la sorpresa propia de un cerebro sensato que asiste al desarrollo de cosas insólitas. Al verme se levantó, hizo un esfuerzo para sonreír y me dijo algunas palabras de felicitación. Pero su sonrisa expiró y hasta acabó interrumpiendo su enhorabuena. Cerró la Biblia, apartó las gafas y retiró su silla un poco hacia atrás. 

-Estoy asombrada -confesó-. Casi no sé qué decirla. ¿No habré estado soñando? A veces me adormezco cuando estoy sentada a solas, imagino cosas que no han ocurrido jamás. Una vez me pareció que mi difunto marido, muerto hace quince años, se sentaba a mi lado y me llamaba por mi nombre, Alice, como acostumbraba. Dígame: ¿es cierto que el señor le ha pedido relaciones? No se ría de mí. Pero me ha parecido que él ha estado aquí hace cinco minutos y me ha dicho que dentro de un mes será usted su esposa. 

-Lo mismo me ha dicho a mí -repliqué. -¿Y le cree usted? ¿Ha aceptado?
-Sí.
Me miró, turbada.
-¡Nunca se me hubiera ocurrido semejante cosa! Él, que es un hombre orgulloso,

como todos los Rochester... ¿Es posible que quiera casarse con usted?
-Así me lo ha dicho.
Me miró de pies a cabeza, y leí en sus ojos que no veía en mí hechizos tales que 

justificaran aquel misterio. -Me parece increíble -dijo, al fin-, pero no lo dudo, puesto que usted lo dice. Cómo resultará todo, no me atrevo a predecirlo. Es muy aconsejable en estos casos que la fortuna y la edad sean análogos, y él le lleva veinte años. Podría casi ser su padre. 

-Nada de eso, Mrs. Fairfax -protesté-. Nadie que nos viera juntos diría que puede ser mi padre. Mr. Rochester parece y es tan joven como un hombre de veinticinco años. 

-¿Se casa con usted por amor, en realidad? -preguntó.
Me sentí tan herida por su frío escepticismo, que las lágrimas acudieron a mis ojos. -Siento haberla disgustado -dijo la viuda-, pero usted es muy joven, no está 

acostumbrada a tratar con los hombres y quisiera ponerla en guardia. Ya sabe que no es oro todo lo que reluce. En este caso, temo que todo termine de un modo que ni usted ni yo desearíamos. 

-¿Acaso soy un monstruo? -pregunté-. ¿Es imposible que Mr. Rochester sienta algún afecto por mí? -No. Es usted agradable y mejorará con el tiempo, y reconozco que Mr. Rochester parece apreciarla. Vengo observando hace tiempo su predilección por usted. Ha habido ocasiones en que he estado a punto de advertirla que se pusiera en guardia contra esa excesiva preferencia, pero temía ofenderla, porque es usted tan modesta, tan discreta y tan prudente, que pensaba que sabría guardarse por sí misma. No puede usted imaginar lo que sufrí anoche cuando la busqué por toda la casa sin encontrarla y cuando la vi volver con él tan tarde... 

-Todo eso no importa -interrumpí, con impaciencia-. Ya ve que todo va bien. 

-Espero que vaya bien hasta el fin, mas, créame, toda precaución es poca. Procure mantenerse a cierta distancia del señor. No confíe en él ni en usted misma. Caballeros de la clase de Mr. Rochester no suelen casarse con institutrices. 

Mi irritación crecía. Afortunadamente, Adèle apareció en aquel momento. 

-¡Lléveme a Millcote! -exclamó-. En el coche hay bastante sitio. Pida a Mr. Rochester que me lleve. Él dice que no... 

-Se lo diré, Adèle -repuse-. Y la saqué de la habitación, sintiéndome satisfecha de separarme de la anciana. El coche estaba listo y Rochester paseaba ante la fachada de la casa, seguido de Piloto.

-¿No quiere que nos acompañe Adèle? -pregunté. -Ya le he dicho a ella que no. No quiero llevar chiquillos. 

-Llevémosla, Mr. Rochester. Es mejor... -No: que se quede. 

Su acento y su mirada eran tan autoritarios que, sin poderlo evitar, los consejos de Mrs. Fairfax acudieron a mi cerebro y la dudas que ella experimentaba se me 

comunicaron, empañando mis esperanzas con una sombra de incertidumbre. Le obedecí maquinalmente sin replicar. Al ayudarme a subir al coche me miró. 

-¿Qué pasa? -preguntó-. Toda tu alegría se ha desvanecido. ¿Quieres realmente llevar a la pequeña? -Lo preferiría. 

-Entonces corre a buscar tu sombrero y vuelve como un relámpago -ordenó a Adèle. Ella obedeció tan deprisa como pudo.
-Después de todo -dijo él-, no es mucho sufrir una interrupción de una mañana 

cuando de aquí a poco voy a poder reclamarte íntegramente tus pensamientos, tu compañía y tu conversación para toda la vida. 

Adèle, al subir al coche, comenzó a besarme en muestra de gratitud, pero él la hizo inmediatamente sentarse en un ángulo del asiento, en el lado opuesto al mío. Adèle me miraba a hurtadillas, ya que su vecino de asiento se mostraba tan poco agradable para ella que no se atrevía a decirle ni preguntarle nada. 

-Déjela venir a mi lado -dije-. Ahí quizá le moleste y aquí sobra sitio. 

La cogió como si hubiera sido un perrito faldero y la cambió de lugar mientras decía, aunque ahora sonriendo: 

-Acabaré mandándola al colegio.
Adèle que le oyó, se apresuró a preguntar si iba a ir al colegio sans mademoiselle. -Sí -contestó él-, sans mademoiselle. Me la voy a llevar a la Luna. La meteré en una 

cueva, en uno de los blancos valles que se extienden entre las cumbres de los volcanes, y allí vivirá conmigo, sólo conmigo. 

-Pero no tendrá nada que comer y se morirá -observó Adèle. 

-Yo recogeré maná para ella dos veces al día. Las llanuras y montes de la Luna están llenos de maná. -Tendrá que calentarse. ¿Cómo encenderá fuego? -Las montañas de la Luna arrojan fuego por los cráteres de sus volcanes. Cuando Jane tenga frío la colocaré en uno de ellos. 

-Oh, qu'elle y será mal... peu confortable! Y cuando se le estropee la ropa, ¿dónde comprará otra nueva? Rochester estaba empeñado en maravillarla. 

-Para eso están las nubes, mujer. ¿No crees que de una nube blanca o rosada se puede cortar un buen vestido? Y con el arco iris puede muy bien hacerse un lindo chal. 

-Mademoiselle está mejor como ahora -dijo Adèle, agregando-: Además se aburriría de vivir sola con usted en la Luna. Si yo fuera ella, no consentiría en irme allí con usted. 

-Pues ella me ha dado su palabra de acompañarme. -No sé cómo va a llevarla. A la Luna no hay caminos, no siendo el aire, y ni usted ni ella saben volar. -Mira ese prado, Adèle. ¿Lo ves? Pues en él, hace dos semanas, estaba yo sentado en un portillo, con un lápiz y un libro, cuando de pronto, noté que una figura llegaba por el sendero y se detenía a dos pasos de mí. Miré y vi una cosa pequeñita, con un velo de telarañas en la cabeza. Se acercó y se sentó en mis rodillas. No nos dijimos nada, pero yo leía en sus ojos y ella en los míos y nuestras miradas mantuvieron un coloquio. Me dijo que era un hada que venía del país de la Fantasía a fin de hacerme dichoso, asegurándome que para ello era necesario abandonar la Tierra y buscar un sitio solitario, como por ejemplo, la Luna. Me indicó que en ella había un valle de plata y una cueva de alabastro donde yo podría estar muy contento. Le dije que me gustaría ir, pero que no tenía alas para volar. «Eso no ofrece dificultad -contestó el hada- Toma este anillo de oro. Es un talismán. Ponlo en el anular de mi mano izquierda y tú te convertirás en mío y yo en tuya. Entonces podremos abandonar la Tierra y volar al cielo.» Llevo el anillo en el bolsillo, Adèle. Ahora tiene la forma de una moneda, pero pienso convertirlo muy pronto en anillo. 

-¿Qué tiene que ver Mademoiselle con todo eso? Usted ha dicho que iba a llevar a Mademoiselle a la Luna... 

-Mademoiselle es un hada -cuchicheó al oído de la niña. 

Yo la dije que no le creyese. Ella, con su escepticismo francés, no le creyó, en efecto. Trató a Rochester de un vrai menteur y le aseguró que ella no creía en sus conies de fées, que du reste, il n'y avrait pas de fées, et quand méme il y en avait, no se aparecerían a él ni le darían anillos ni se ofrecerían a vivir con él en la Luna. 

La hora que pasamos en Millcote fue muy embarazosa para mí. Rochester me obligó a entrar en un almacén donde me ordenó que eligiera media docena de vestidos. Yo aborrecía el ir de compras y le rogué que lo aplazase, pero no lo conseguí. Logré, mediante enérgicos cuchicheos, que la media docena se redujese a dos, pero puso la condición de elegirlos él mismo. Sus miradas se detuvieron sobre una rica seda color amatista y un soberbio raso color de rosa. A través de una nueva serie de cuchicheos le dije que lo mismo podía haber elegido un vestido de oro y una corona de plata y, con grandes dificultades, porque se empeñaba en ser duro como el granito, logré convencerle de que optase por un satén negro y una seda color gris perla más modestos. Convino, al fin, en ello, advirtiéndome que sólo cedía por aquella vez, pero que en lo sucesivo quería verme vestida con más colores que un pénsil florido. 

Salí con la satisfacción del almacén, si bien para entrar en la joyería. Cuantas más cosas compraba, más me ruborizaba yo, sintiéndome humillada y a disgusto. Volví al coche contrariadísima. Entonces me acordé de la carta de mi tío John Eyre, olvidada en el torbellino de los sucesos de aquellos días, en la que anunciaba su propósito de adoptarme. «Sería mucho peor -medité- que yo tuviese cierta independencia. Me sería insoportable verme vestida siempre por Mr. Rochester como una muñeca, vivir como una segunda Dánae, bajo una lluvia de oro. En cuanto vuelva a casa escribiré a mi tío John diciéndole que voy a casarme y con quién. Si tengo la esperanza de proporcionar algún día a Rochester algún aumento de sus bienes, sobrellevaré mejor estas cosas.» Algo tranquilizada por mi propósito -que, no obstante, no debía aquel día llevar a la práctica-, miré a mi señor y enamorado. Le vi sonreír y me pareció que aquella sonrisa era la de un sultán en el agradable momento de cubrir de joyas y oro a una de sus esclavas. Cogí su mano, y mientras él estrechaba con fuerza la mía, le dije: 

-No me mire de ese modo. De lo contrario, no llevaré en lo sucesivo otras ropas que las que usaba en Lowood. Me casaré con este mismo vestidillo que llevo y usted podrá emplear para hacerse chalecos la tela que ha comprado. 

-¡Qué gracia me hace verte y oírte! -exclamó él-. ¡Qué original eres! ¡No cambiaría esta inglesita por todo el serrallo del Gran Turco, con sus ojos de gacela, sus formas de hurí y demás encantos! 

Esta alusión oriental me hirió de nuevo. Dije: 

-No hablemos de serrallos. Si usted me considerase como equivalente de una de esas hermosas de los harenes y me tomara en tal sentido, haría mejor en ir a adquirir esclavas en los bazares de Estambul. 

-¿Y qué harías tú mientras tanto? 

-Me prepararía para ser misionera e iría a predicar la abolición de la esclavitud, incluyendo la de las esclavas de su harén. Me introduciría en él y las amotinaría. Caería usted en nuestras manos y, por muy vigoroso que usted sea, no saldría de ellas hasta que hubiera devuelto a sus mujeres su albedrío, otorgándoles una constitución tan liberal como jamás déspota alguno haya concedido. -Me confiaría entonces a tu clemencia, Jane. 

-Yo no tendría clemencia para usted si me miraba como me mira ahora, porque estaría segura de que su primer acto sería violar las cláusulas de la Constitución que nos concediese, tan pronto como le dejásemos en libertad. 

Entretanto, habíamos llegado a Thornfield. Rochester me ayudó a apearme y, mientras bajaba a Adèle yo me apresuré a subir las escaleras. 

Cuando me invitó a reunirme con él aquella noche, yo había resuelto que se ocupase en algo, porque no estaba dispuesta a pasar todo el tiempo en una conversación íntima téte-à-téte. Recordaba la buena voz de Rochester y sabía que le gustaba cantar como a casi todos los que tienen una hermosa voz. En cuanto a mí, aunque no fuese buena cantante -ni, según él, buena música-, me deleitaba oír cantar bien. Así, tan pronto como el anochecer comenzó a desplegar su azul y estrellada bandera más allá de las ventanas, abrí el piano y rogué a Rochester que cantara en obsequio mío. 

-¿Te gusta mi voz? -preguntó. -Mucho -repuse. 

No deseaba halagar su vanidad, pero por una vez y dado el caso de que se trataba, me pareció oportuno hacerlo. 

-Entonces, Jane, tendrás que acompañarme al piano.
-Con mucho gusto.
Comencé, si bien casi en seguida fui arrojada del taburete sin ceremonias y 

calificada de chapucerilla. Él se sentó en mi lugar y comenzó a acompañar su melodía con la música. Tocaba tan bien como cantaba. Yo me senté junto a una ventana y, mientras miraba los árboles y el campo oscuro, le oí cantar la siguiente tonada: 

El más verdadero amor que nadie ha jamás sentido inflama mi corazón y acelera sus latidos. Soy feliz cuando la veo e infeliz cuando ha partido. Si tarda en llegar, inquieto, se hiela en mi sangre el ritmo. Por la indecible ventura de verme correspondido, yo haría lo que no haría ningún otro ser nacido. 

Por ese amor cruzaré los infinitos abismos que nos separan; del mar los hirvientes remolinos; como un salteador, yo me arrojaré al camino y atropellaré por todo lo que pueda desunirnos; obstáculos venceré; desafiaré peligros; con razón o sin razón, sin miedo a premio o castigo. Pese a la saña y al odio de todos mis enemigos, alcanzaré el arco iris detrás del que peregrino. Combatiré contra todo, sin que humanos ni divinos logren oponer barreras al triunfo de mis designios. Hasta que de mi adorada los delicados deditos enlacen mi ruda mano con eslabones de lirios, mientras con un beso selle el juramento ofrecido de acompañarme si muero y acompañarme si vivo. 

Se levantó y avanzó hacia mí. Vi en su rostro pintada tal emoción y en sus ojos relampaguear tan ardiente llama, que me sentí desasosegada por un momento. Pero reaccioné. Eran de temer peligrosas escenas de ternura y debía precaverme contra ellas. Así, al acercarse, le pregunté con aspereza que con quién pensaba casarse ahora. -¡Vaya una pregunta que me haces, Jane! 

-Nada de eso. Es muy natural. ¿No ha hablado de que su futura esposa le acompañe si muere? No tengo propósito alguno de llevar a la práctica esa idea pagana de morir con usted. 

-Desde luego: me basta con que me acompañes en la vida. La muerte no se ha hecho para un ser como tú. -Sí se ha hecho, pero cuando llegue mi hora y no antes. 

-Bien: ¿me perdonas ese egoísta pensamiento y me demuestras tu perdón besándome? 

-Prefiero no hacerlo. 

Me apostrofó, acusándome de ser más dura que una piedra y afirmó que «cualquier otra mujer se hubiera emocionado profundamente escuchando aquellos versos entonados en alabanza suya.» 

Le aseguré que mi carácter era duro como el pedernal y que estaba dispuesta a mostrarle todos los aspectos malos de mi modo de ser durante las próximas cuatro semanas, a fin de que supiese qué clase de compromiso iba a contraer mientras estuviese aún a tiempo de rescindirlo. 

-¿Quieres callarte o hablar con sentido común? -Me callaré, si quiere, pero en cuanto a hablar con sentido común, perdone que le diga que eso es lo que estaba haciendo ahora. 

Se irritó, bramó y pateó, pero yo me mantuve inflexible. «Haz lo que te parezca - pensaba-, porque estoy segura de que este sistema es el mejor que puedo seguir contigo. Te quiero más de lo que te imaginas, pero no deseo caer en las complicaciones que produce no refrenar el sentimiento. Cuanto mayor distancia exista ahora entre tú y yo, mejor será después para ambos.» 

Cada vez más irritado, Rochester se retiró á un rincón del cuarto. Yo entonces me levanté tranquilamente, dije con la expresión respetuosa habitual en mí: «Buenas noches, señor», y salí. 

Perseveré durante todo el tiempo que faltaba en la actitud adoptada, con excelentes resultados. Porque, si bien mi sistema contrariaba el despotismo y los arranques de Rochester, por otro lado concordaba con su razón, su sentido común y, en el fondo, creo que hasta con sus gustos. 

En presencia de extraños yo me manifestaba, como antes, deferente e impasible, y sólo en nuestras veladas a solas me permitía contrariarle y zaherirle. Cada tarde, a las siete en punto, enviaba a por mí y, cuando yo me presentaba, las dulces frases de «amor mío», «querida» y otras análogas estaban ausentes de sus labios. Las mejores que me dedicaba eran «muñeca deslenguada», «espíritu maligno», «bruja», «veleta», etc. En vez de caricias, me hacía muecas; en vez de apretarme la mano, me daba pellizcos; en vez de besarme, me aplicaba severos tirones de orejas. Pero yo prefería estas muestras de afecto a otras más íntimas. Noté que Mrs. Fairfax aprobaba mi actitud y que sus temores se desvanecían. Rochester afirmaba que yo le estaba quemando la sangre y me amenazaba con fieras venganzas en lo futuro. Pero me reía de sus amenazas, creía obrar con acierto y pensaba que después sabría obrar lo mismo, ya que si el procedimiento de ahora no resultaba adecuado después, otro se encontraría. 

Mi tarea, sin embargo, no era fácil. Muchas veces hubiese preferido complacer a Rochester en vez de atormentarle. Mi futuro esposo se había convertido para mí en la única cosa importante de este mundo, y creo que aun del otro. Él se había interpuesto entre mis sentimientos religiosos y yo como un eclipse se interpone entre el Sol y la Tierra. En aquella época, el hombre de quien había hecho un ídolo me impedía ver otra cosa que no fuera él. 


Modifié le: samedi 1 décembre 2018, 13:59