Unidad 9 LECTURA: Leer los Capítulos XXIX- XXXII (29-32)
XXIX
El recuerdo de lo que sucedió durante los tres días y tres noches siguientes
permanece muy oscuro en mi memoria. Apenas me acuerdo de nada, porque nada hacía, ni en casi nada pensaba. Sé que estaba en un cuarto pequeño y en una cama estrecha. Permanecía en ella inmóvil como una piedra, sin poderme volver siquiera y sin apenas reparar en el transcurso del tiempo. Notaba que entraban y salían personas en la alcoba, podía decir quiénes eran y oía lo que me hablaban, pero no podía contestarles, porque me era imposible abrir los labios ni mover los miembros. Hannah, la criada, era quien me visitaba con más frecuencia. Su presencia me disgustaba comprendiendo que ella habría preferido verme marchar y que sentía prevención contra mí. Diana y Mary entraban en la alcoba una o dos veces al día. A veces les oía comentar:
-Hicimos bien en acogerla.
-Sí, porque de lo contrario hubiese aparecido muerta en el umbral al día siguiente. ¿Qué le habrá sucedido? -Azares de la vida, supongo... ¡Pobrecita!
-No parece una persona ineducada. Habla con corrección y las ropas que se quitó eran bastante finas. -Su cara es agradable, a pesar de lo demacrada que está. Imagino que, sana y animada, debe tener un aspecto muy agradable.
Nunca les oí lamentar la hospitalidad que me concedían ni expresar hacia mí sospecha alguna. Aquello me consolaba.
John apareció sólo una vez, me examinó y dijo que mi estado era la consecuencia natural de una excesiva fatiga. Juzgó innecesario llamar al médico, asegurando que la naturaleza obraría por sí misma; que había sufrido un fuerte trastorno nervioso y que en cuanto reaccionase me repondría muy de prisa. Habló en términos concisos, añadiendo, tras una pausa, con tono de hombre poco acostumbrado a expansiones verbales:
-Su semblante es poco vulgar y por cierto no el de un ser degradado.
-Nada de eso -dijo Diana-. A decir verdad, John, quisiera que pudiésemos favorecerla de un modo más eficiente.
-Eso quizá sea difícil -repuso él-. Probablemente averiguaremos que es una joven que ha tenido alguna riña con sus parientes e irreflexivamente les ha abandonado. Tal vez consigamos hacerla volver con ellos, si no es muy obstinada. Mas por la expresión de su rostro me parece que no debe de tener nada de dócil -y agregó, tras contemplarme unos minutos-: Debe de ser inteligente, pero no tiene nada de guapa.
-Está enferma, John.
-Enferma o no, no debe de ser guapa nunca. La gracia y la belleza me parecen ausentes de sus facciones. Al tercer día me sentí mejor y al cuarto pude hablar, moverme y hasta sentarme en la cama. Hannah me trajo, a la hora de comer, una sopa y unas tostadas, que paladeé con deleite. Cuando se fue me sentí relativamente vigorosa, harta de descanso y necesitada de acción. Hubiese querido levantarme, pero ¿cómo vestirme? Mis ropas debían de estar sucias y arrugadas como consecuencia de las noches al raso.
Miré en torno mío. Todas mis prendas, lavadas y secas, estaban en una silla. Mi vestido de seda negra colgaba de la pared. Mis medias y mis zapatos estaban limpios. En la habitación había lavabo y un peine. Me arreglé rápidamente, me vestí, me cubrí con un chal y, ya recobrado mi aspecto correcto y desaparecida toda traza del desorden que tanto aborrecía y tan rebajada me hacía sentirme, bajé, apoyándome en el pasamanos, una escalera de piedra, y me encontré en la cocina.
Sentíase un fuerte aroma a pan caliente y ardía en el hogar un espléndido fuego. Hannah estaba amasando. Como es notorio, los prejuicios son más difíciles de desarraigar en las naturalezas no cultivadas, en las que se afincan como el musgo entre las piedras. Hannah, desde el principio, había obrado fría y secamente conmigo. Después había amainado un tanto su antipatía. Y ahora, al verme arreglada y bien vestida, incluso me sonrió.
-¡Vaya, ya está usted mejor! -dijo-. Siéntese junto al fuego, si quiere.
Señalaba la mecedora. Me acomodé en ella. De vez en cuando me examinaba a hurtadillas. De repente, me preguntó:
-Antes de estar aquí, ¿pedía limosna?
Me indigné, pero comprendiendo que toda actitud estaba completamente fuera de lugar, ya que, en efecto, había aparecido ante ella como una pordiosera, repuse con firmeza, sin alterarme:
-Se engaña suponiéndome una mendiga. No lo soy más que lo pueda ser usted o una de sus señoritas. -No lo comprendo -dijo, después de una pausa-, porque me parece que no tiene usted casa ni parneses. -El carecer de casa y de dinero, que es lo que supongo que quiere indicar diciendo parneses, no hacen a una persona ser una mendiga en el sentido que da usted a la palabra.
-¿Sabe usted leer? -preguntó. -Sí.
-¿Y cómo, no habiendo estado en la escuela? -He estado en la escuela ocho años. Abrió los ojos desmesuradamente.
-Y entonces, ¿cómo no gana usted para vivir? -He ganado para vivir y volveré a
ganar de nuevo. ¿Qué va a hacer usted con estas uvas? -Pastelillos.
-Iré escogiendo las uvas, si quiere. -No. No me hace falta que me ayuden. -Vamos, déjeme. No voy a estar sin hacer nada. Consintió al fin y me puso un paño de cocina sobre el vestido para que no me lo ensuciase, según dijo.
-Ya veo -comentó mientras yo trabajaba- que no está acostumbrada a faenas de éstas. Acaso haya sido usted modista.
-No. Pero eso no importa. Dígame, ¿cómo se llama esta casa?
-Unos la llaman Marsh End y otros Moor House. -¿Y el señor que vive aquí se llama Mr. Rivers? -No vive aquí; está de temporada. Es párroco de Morton.
-¿Esa aldea a pocas millas de distancia? -Sí.
Me acordé de la respuesta que el ama de llaves de la rectoral de aquel pueblo me diera, y dije:
-Entonces, ¿era ésta la casa de su padre?
-Sí: aquí vivió el anciano Rivers, y su abuelo y su tatarabuelo...
-¿Así que ese señor se llama John Rivers? -Sí.
-¿Y sus hermanas Diana y Mary Rivers? -Sí.
-¿Y su padre ha muerto?
-De apoplejía. Hace tres semanas. -¿No tienen madre?
-Murió hace mucho.
-¿Lleva usted tiempo con la familia? -Treinta años. He criado a los tres muchachos.
-Eso prueba que es usted una servidora leal y honrada, lo que me complace saber, aunque haya tenido la descortesía de llamarme pordiosera.
Me miró con asombro.
-Ya veo -dijo- que me equivocaba en mi juicio, pero hay tantos bribones por los contornos, que... En fin, perdone.
-Y a pesar -continué, con aumentada severidad de que usted quería echarme fuera una noche en que no se hubiera debido negar refugio ni a un perro.
-¿Qué iba a hacer? No era por mí, sino por las pobres niñas. Si no me preocupo de ellas, ¿quién va a preocuparse?
Guardé profundo silencio durante algunos minutos. -No debe juzgarme mal -dijo Hannah.
-La juzgo mal -repuse-, no tanto porque aquella noche me negase cobijo, sino por el reproche que me ha dirigido de que no tengo casa ni parneses. Si es usted cristiana, no debe considerar la pobreza como un crimen.
-Ya sé que no debo -repuso-. El señorito John me lo dice a menudo. Ahora, además, ya la considero a usted de otro modo. Hice mal.
-Bien: todo olvidado. Deme la mano.
Puso sus rugosos y bastos dedos en los míos, sonrió y desde entonces fuimos amigas.
A Hannah le gustaba mucho la charla. Mientras yo escogía la fruta y ella amasaba la harina para los pastelillos me dio amplios detalles sobre sus difuntos señores y sobre los niños, como llamaba a los jóvenes.
Según sus informes, el viejo Mr. Rivers pertenecía a una antigua familia y era todo un caballero, aunque muy llano en su trato. Marsh End pertenecía a los Rivers desde que se construyera, más de doscientos años atrás. Y aunque fuese una casa muy modesta comparada con la magnífica residencia de los Oliver, en el valle de Morton, ella recordaba bien la época en que el padre de Bill Oliver trabajaba como jornalero en una fábrica de agujas, mientras que los Rivers eran hidalgos desde los tiempos del rey Enrique, como constaba en los archivos de la parroquia de Morton. Sin embargo, a Mr. Rivers, hombre muy sencillo, le gustaba cazar, ocuparse en la labranza «y todo eso». La señora había sido diferente. Leía mucho, estudiaba mucho y sus hijos habían «salido a ella». En la comarca no existía quien les igualase. El señorito John, al salir del colegio, se ordenó de sacerdote, y las muchachas, al dejar la escuela, se colocaron como institutrices, porque su padre había perdido, años atrás, mucho dinero en una quiebra y ellas tenían que ganarse la vida. Les gustaba mucho aquel sitio, y aunque solían vivir en Londres y otras grandes ciudades, afirmaban que ninguna les complacía tanto como Moor House. Se encontraban allí ahora pasando unas semanas con motivo de la muerte de su padre. Según Hannah, los tres miembros supervivientes de la familia vivían en una unión admirable entre sí.
Una vez terminada mi tarea con las uvas, pregunté dónde se hallaban los tres hermanos en aquel momento. -Se han acercado a Morton dando un paseo, pero volverán de aquí a media hora, para el té.
Regresaron, en efecto, cuando ella dijo, entrando por la puerta de la cocina. John, al verme, se inclinó y siguió adelante. Las jóvenes se entretuvieron conmigo. Mary, en pocas palabras, me expresó el agrado que le causaba verme restablecida. Diana me tomó la mano y movió la cabeza.
-Debía de haber esperado que fuese yo para ayudarla a bajar ¡Qué pálida y qué delgada se ha quedado usted, pobrecita!
La voz de Diana sonaba en mi oído tan dulce como el arrullo de una paloma. Me encantaba la mirada de sus ojos, la expresión de su faz. Mary, de aspecto igualmente inteligente, de rostro igualmente bello, era más reservada, menos expansiva, aunque muy amable. Diana hablaba y miraba con cierta autoridad. Evidentemente, era una mujer voluntariosa. Y estaba en mi carácter aceptar con gusto una autoridad tan suave como la suya y plegarme, hasta donde mi dignidad me lo permitiese, a una voluntad más enérgica que la mía.
-¿Por qué está aquí? -preguntó-. Éste no es el sitio adecuado para usted: Mary y yo nos sentamos a veces junto al fogón, pero nosotras estamos en casa y tenemos derecho a no andar con cumplidos. Pero usted es una visitante y debe estar en el salón.
-Me encuentro muy bien aquí.
-No lo creo. Hannah está amasando y llenándola de harina.
-Y el fuego es demasiado fuerte para usted -agregó Mary.
-Claro --concluyó su hermana-. Vamos, sea obediente. -Y tomándome de la mano
me llevó al salón. -Siéntese ahí -dijo, colocándome en un sofá-. Nosotras vamos a hervir el té, porque uno de los privilegios que nos permitimos en nuestra casa es preparar nosotras mismas las cosas cuando nos apetece o bien cuando Hannah está muy ocupada.
Y cerró la puerta, dejándome sola con John Rivers que, en el extremo opuesto del salón, leía no sé si un periódico o un libro. Examiné primero el aposento y luego a su ocupante.
La estancia era pequeña y modesta, pero cuidada y limpia. Las sillas, de antañón estilo, eran muy cómodas y la mesa de nogal brillaba como un espejo. Viejos retratos de hombres y mujeres de otros días decoraban las paredes. Una alacena de puertas de cristal contenía varios libros y un antiguo juego de porcelana. No había un solo adorno superfluo, ni un solo mueble moderno, excepto dos costureros y un escritorio de señora, de palisandro. Todo lo más, incluso cortinajos y alfombras, parecía tan viejo como bien conservado.
John Rivers, inmóvil cual uno de los retratos que pendían de los muros, fijos los ojos en la página que leía, fue para mí fácil objeto de examen. Una estatua no lo hubiera sido más. Era joven -unos veintiocho o treinta años-, alto y delgado. Todos los rasgos de su rostro eran de una pureza griega: el corte de su cara, la nariz, la barbilla y la boca. Rara vez se encuentra en semblantes ingleses tal parecido a los modelos clásicos. No me extrañó que le hubiese impresionado la irregularidad de mis facciones, siendo las suyas tan armoniosas. Tenía los ojos grandes y azules, con oscuras pestañas, y su cabello rubio, cuidadosamente peinado, coronaba una ancha frente pálida como el marfil.
¿Verdad, lector, que este retrato que hago es atractivo? Sin embargo, apenas da una idea del sereno, imperturbable y plácido aspecto de John Rivers. Y con todo, mientras le contemplaba, en ciertos casi imperceptibles movimientos de su boca, de sus cejas, de sus manos, parecíame apreciar elementos interiores de vehemencia, pasión y energía. No me habló ni me dirigió una sola mirada hasta que sus hermanas volvieron. Diana me ofreció un bollito calentado al horno.
-Cómalo -dijo-, Hannah me ha contado que desde la mañana no ha tomado usted más que una sopa. No me negué, porque sentía apetito. Rivers cerró su libro, se acercó a la mesa, se sentó y clavó sus azules ojos en los míos con una naturalidad que me hizo comprender que no me había hablado hasta entonces adrede, no por timidez o desconfianza.
-Tiene usted hambre -dijo.
-Sí -repuse. Está en mi modo de ser el contestar con claridad y sin ambages a las preguntas.
-Ha convenido que la fiebre de estos días pasados no le haya permitido comer, porque hubiera sido peligroso calmar su apetito de repente. Ahora, en cambio, puede comer ya lo que guste, aunque todavía con moderación.
-Espero no comer mucho tiempo a costa de usted-contesté, casi sin darme cuenta de lo grosero de la respuesta.
-Eso creo -dijo él, fríamente-, porque, una vez que nos dé la dirección de su familia, escribiremos para que vengan a buscarla.
-Eso es imposible, porque no tengo casa ni familia. Los tres me miraron, no con desconfianza, sino con curiosidad. Me refiero más bien a las jóvenes, ya que los ojos de John Rivers, claros en el sentido literal de la palabra, resultaban muy oscuros en el sentido de que era imposible desentrañar lo que pensaba. Parecía emplearlos más bien para averiguar los pensamientos de los demás que para reflejar los suyos.
-¿Quiere usted decir -preguntó- que carece en absoluto de parientes?
-Ése es el caso. No tengo derecho a ser admitida bajo techo alguno de Inglaterra. -¡Extraña situación para su edad!
Sus ojos buscaron mis manos, que yo tenía apoyadas en la mesa. Sus palabras me
aclararon lo que trataba de saber.
-¿Es usted soltera? Diana rió.
-¡Por Dios, John! ¡Si no debe tener más que diecisiete o dieciocho años!
-Tengo diecinueve -dije-. No, no estoy casada. Amargos y estremecedores recuerdos
me agitaron al pronunciar esta frase. Todos notaron mi turbación. Diana y Mary, discretamente, separaron sus miradas de mi ruborizado rostro, pero su hermano continuó contemplándome de tal modo, que acabé sintiendo afluir las lágrimas a mis ojos.
-¿Dónde vivía usted últimamente? -preguntó. -No seas así, John -murmuró Mary en voz baja, sin que por ello dejara él de seguir insistiendo, a través de su penetrante mirada.
-Dónde y con quién vivía, deseo mantenerlo en secreto -dije concisamente. -Tiene derecho a hacerlo así, con John y con quien sea -observó Diana.
-Si no sé nada de usted, no podré ayudarla -repuso él-, y creo que necesita usted
ayuda.
-La necesito y la deseo -dije-, y sería muy humanitario quien me buscara trabajo en
lo que fuera y pagado como fuera, con tal que me permitiera ganar lo indispensable para vivir.
-Por mi parte, no sé si soy humanitario o no, pero deseo ayudarla en un propósito tan honrado. Para ello, necesito saber lo que usted sabe hacer y a qué está acostumbrada. Bebí mi té. El brebaje me reconfortó como a un gigante pudiera reconfortarle una
azumbre de vino, tonificó mis nervios y me puso en condiciones de contestar como debía a las preguntas de aquel inquisitivo joven.
-Mr. Rivers -le dije, mirándole sinceramente y sin desconfianza, como él a mí-, usted y sus hermanas me han prestado una gran servicio, el mayor que puede prestarse, librándome de la muerte con su generosa hospitalidad. Este servicio les da derecho a mi gratitud ilimitada y, hasta cierto punto, a mis confidencias. Les diré cuanto pueda de mi historia, cuanto no perturbe la tranquilidad de mi alma, ni mi propia seguridad o la de otros. Soy huérfana, hija de un sacerdote. Mis padres murieron antes de que los conociera. Fui educada en una institución de beneficencia. El nombre del establecimiento donde he pasado seis años como discípula y dos como profesora, es Orfanato de Lowood, el cual tenía por tesorero al reverendo padre Robert Brocklehurst... -He oído hablar de él y conozco Lowood.
-Hace un año abandoné el colegio, empleándome como institutriz en una casa particular. El puesto era bueno y me sentía dichosa en él. Cuatro días antes de llegar aquí tuve que dejar el empleo. No puedo ni debo decir por qué. Sería inútil, arriesgado e increíble. No me fui por culpa mía: tanta culpa tengo yo de lo sucedido como puedan tener ustedes. La catástrofe que me ha hecho salir de aquella casa es de un género extraordinario. Hube de partir con premura y en secreto, dejando allí casi todo cuanto tenía, excepto un paquete que, en mi prisa, olvidé en la diligencia de que me apeé en Whitcross. Llegué a este país falta de todo. Dos noches seguidas dormí al aire libre y
sólo dos veces en este tiempo pude comer algo. Estaba a punto de morir de hambre y de fatiga cuando usted, Mr. Rivers, me ofreció un refugio bajo su techo. Sé cuanto sus hermanas han hecho por mí desde entonces -porque, a pesar de mi sopor, oía y veía- y he apreciado en cuanto valen su inmensa y espontánea compasión y la caridad cristiana de usted.
-No la hagas hablar más. John -dijo Diana-. Está excitada aún. Siéntese aquí, Miss Elliott.
Me sobresalté al escuchar aquel falso nombre, que casi había olvidado ya. John Rivers, a cuya penetración no escapaba nada, observó:
-¿No ha dicho que se llama Jane Elliott?
-Lo dije, y por ese nombre pienso hacerme llamar por ahora, pero no es el mío verdadero y, cuando lo oigo, me suena muy raro.
-¿Por qué no nos dice su nombre real?
-Porque temo que se produzcan complicaciones que deseo impedir.
-Seguramente acierta -dijo Diana-. Déjala un poco tranquila, hermano.
Pero John Rivers comenzó a hablar al poco rato, presionándome tanto como antes. -Creo que desea usted librarse de nuestra hospitalidad, dejar de depender de la
compasión de mis hermanas y de mi caridad cristiana (he notado la distinción y no me ofendo por ello) y vivir con independencia, cuanto antes, ¿no?
-Sí, sí lo deseo. Le ruego que me busque trabajo, aunque sea el más humilde en la más humilde cabaña. Pero hasta entonces, le ruego me permita estar aquí y no me condene a los horrores de no tener donde refugiarme.
-Se quedará -aseguró Diana, acariciando con su blanca mano mi cabeza.
-Se quedará -repitió Mary, con el sosegado tono que parecía serle tan peculiar. -Mis hermanas -dijo Rivers- tienen interés por usted, como lo tendrían por un
pajarillo medio helado que encontraran en su ventana un día de invierno. Yo preferiría, desde luego, buscarle el medio de que se valiera por sí misma, pero mi esfera de acción es reducida. No soy más que un párroco de una pobre feligresía campesina y mi ayuda ha de ser forzosamente muy pequeña. Le conviene más buscar una ayuda más eficaz que la mía, porque yo bien poca cosa podré encontrarle.
-Ya te ha dicho -repuso Diana- que está dispuesta a trabajar en cualquier cosa honrada que le sea posible, y bien ves que no tiene muchos favorecedores entre quienes escoger. Así que tendrá que quedarse con uno tan gruñón como tú.
-Estoy dispuesta a trabajar de lo que sea: modista, criada, niñera, si no encuentro algo mejor-dije. -Bien -repuso John Rivers, con frialdad-. Si se conforma con eso, prometo ayudarla, a su tiempo y a mi modo. Volvió a coger el libro que leía antes. Yo me retiré pronto, porque había hablado y permanecido levantada el máximo que mis fuerzas me permitían.
XXX
Cuanto más iba conociendo a los habitantes de Moor House, más les apreciaba. A
los pocos días había recobrado mi salud, podía hablar con Diana y Mary cuanto querían y ayudarlas como y cuando les parecía bien. Había para mí un placer en aquella especie de resurrección: el de convivir con gentes que congeniaban conmigo en gustos, sentimientos y principios.
Me gustaban las lecturas que a ellas, disfrutaba con lo que ellas disfrutaban, reverenciaba las cosas que aprobaban ellas. Ellas amaban su casa y yo, en aquel edificio de antigua arquitectura-con su techo bajo, sus ventanas enrejadas, su avenida de pinos añosos, su jardín, con sus plantas de tejo y acebo, donde sólo florecían las más silvestres flores- encontraba un encanto constante y profundo. Compartía su afecto hacia los
rojizos páramos que rodeaban la residencia, hacia el profundo valle al que conducía el sendero que arrancaba de la verja, y que, serpenteando entre los helechos, alcanzaba los silvestres prados del fondo, donde pastaban rebaños de ovejas y corderitos. Yo comprendía sus sentimientos, experimentaba el atractivo del solitario lugar, amaba aquellas laderas y cañadas cubiertas de musgo, campánulas y otras florecillas silvestres, y sembradas, aquí y allá, de rocas. Tales detalles eran para mí, como para ellas, manantial de puros placeres. El viento huracanado y la dulce brisa, los días desapacibles y los serenos, el alba y el crepúsculo, las noches sombrías y las noches de luna, me producían a mí las mismas sensaciones que a ellas.
Dentro de la casa también nos entendíamos en todo. Ambas habían leído mucho y sabían más que yo, pero yo las seguía con facilidad en el camino que ellas recorrieran antes. Devoraba los libros que me dejaban y comentaba con entusiasmo por las noches lo que había leído durante el día. En opiniones y pensamientos coincidíamos de un modo absoluto.
Si en nuestro trío había alguna superior a las demás, era Diana. Físicamente, valía más que yo: era hermosa y fuerte y poseía un dinamismo que excitaba mi asombro. Yo podía hablar algo sobre un asunto, pero en cuanto agotaba mi primer ímpetu de elocuencia, me sentía cansada y sin saber qué decir. Entonces me sentaba en un escabel, apoyaba la cabeza en las rodillas de Diana y oía alternativamente, a ella y a Mary, profundizar y glosar el tema que yo apenas había desflorado. Diana me ofreció enseñarme el alemán. Me gustaba aprender con ella, y a ella no le placía menos instruirme. El resultado de aquella afinidad de nuestros temperamentos fue el afecto que se desarrolló entre nosotras. Descubrieron que yo sabía pintar e inmediatamente pusieron a mi disposición sus calas y útiles de dibujo. Les sorprendió y encantó encontrar que siquiera en un aspecto las superaba. Mary se sentaba a mi lado para verme trabajar y tomar lecciones, y se convirtió en una discípula inteligente, asidua y dócil. Así ocupadas y entretenidas, los días pasaban como minutos y las semanas como días.
La intimidad que tan rápida y naturalmente brotó entre las jóvenes y yo, no se extendió a su hermano. Una de las razones de ello era que él estaba en casa relativamente poco, ya que solía dedicar su tiempo a visitar a sus feligreses pobres y enfermos.
Lloviese o hiciera viento, una vez pasadas las horas que dedicaba al estudio, tomaba el sombrero y seguido de Carlo, el viejo perro de caza, salía a cumplir su misión. Yo ignoraba si ésta le era agradable o si simplemente la consideraba como un deber. Cuando el tiempo era muy malo, sus hermanas insistían para que no saliera, pero él contestaba con una sonrisa más solemne que amable:
-Si el viento o la lluvia me detuviesen en el cumplimiento de mi labor, ¿cómo podría prepararme a la tarea que he resuelto realizar en el porvenir?
Diana y Mary contestaban con un suspiro y quedaban pensativas.
A más de sus frecuentes ausencias, el carácter reservado y concentrado de John Rivers elevaba en torno suyo una barrera que impedía la amistad con él. Celoso de su ministerio, impecable en su vida y costumbres, no parecía gozar, sin embargo, de la interior satisfacción, de la serenidad espiritual que debe ser característica de todo cristiano sincero y todo filántropo práctico. A veces, por las tardes, al sentarse junto a la ventana, con sus papeles ante sí, dejaba de escribir o de leer y se entregaba a no sé qué clase de pensamientos, que evidentemente, le excitaban y le perturbaban, como se podía apreciar por la expresión de sus ojos.
La naturaleza, además, parecía no ofrecer tanto encanto para él como para sus hermanas. Una vez habló ante mí del afecto que experimentaba hacia su hogar y hacia
aquellas colinas que lo rodeaban, pero más que contento, creí adivinar una sombra de tristeza en sus palabras.
Era tan poco comunicativo, que, no me resultaba fácil apreciar la magnitud o estrechez de su inteligencia. La primera idea real que tuve de ella fue cuando le oí predicar en la iglesia de Morton. Describir aquel sermón escapa a mi capacidad. Imposible expresar fielmente el efecto que me produjo.
Empezó a hablar con calma y su voz poderosa y sus conceptos enérgicos, contenidos, comprimidos, condensados, resultaban de una fuerza infinita. El corazón quedaba traspasado y la mente atónita ante las palabras del predicador. No había en ellas blandura, ni abundaban los consuelos. Sentíase en ellas más bien una amargura extraña, percibíanse frecuentes alusiones a las doctrinas calvinistas -elección, predestinación, reprobación- y cada una de aquellas frases sonaba en su boca como una sentencia inapelable. Cuando concluyó el sermón, yo, más que calmada y alentada, me sentí triste, con una indefinible tristeza, porque me parecía -no sé si los demás experimentarían lo mismo- que bajo la elocuencia del predicador se ocultaban insatisfechos anhelos y fracasadas aspiraciones. Estaba segura de que John Rivers -por puro, honrado y celoso que fuerano había encontrado la paz de Dios, no la había encontrado más que yo, con mis ocultos recuerdos de mi paraíso perdido y mi ídolo destrozado, que me atormentaban amargamente.
Pasó un mes. Diana y Mary iban a dejar en breve Moor House para dirigirse a la gran ciudad meridional en que ejercían como institutrices en casas de acaudaladas familias que no reparaban en ellas sino para considerarlas humildes servidoras, sin apreciar lo que valían más de lo que pudieran apreciar la habilidad de su cocinera o la disposición de sus criadas. John no me había hablado nada del trabajo que yo le pidiera y que ya me urgía. Una mañana, estando a solas con él en el salón, me aventuré a acercarme al rincón de la ventana en que su mesa, su tintero y sus libros habían improvisado un pequeño despacho y, aunque no sabía cómo empezar, porque es difícil romper el hielo cuando se trata de naturalezas tan reservadas como la suya, tuve la fortuna de que él me ayudara, comenzando el diálogo.
-Quiere preguntarme algo, ¿no? -me dijo.
-Sí; quisiera saber si ha encontrado un trabajo en que pudiese ocuparme.
-Hace tres semanas lo encontré, pero como veía que estaba usted a gusto con mis
hermanas y ellas con usted, me pareció mejor aplazarlo hasta que la marcha de ellas hiciera forzosa la suya.
-Se van de aquí a tres días, ¿verdad?
-Sí, y cuando se vayan yo regresaré a Morton, llevándome a Hannah, y cerraremos esta vieja casa. Esperé que se explicase, pero él parecía abstraído en sus propios pensamientos y ajeno a mis asuntos. Le recordé el tema, porque la cosa era para mí de un interés que no admitía demora.
-¿Y de qué empleo se trata, Mr. Rivers? Confío en que las semanas transcurridas no dificulten...
-No, ya que depende únicamente de mí concederlo y de usted aceptarlo.
Se detuvo, como si le desagradase continuar. Mi impaciencia crecía. Algún movimiento que hice, alguna mirada que le dirigí fueron lo bastante elocuentes para hacerle continuar.
-No tenga prisa -dijo- Ante todo, permítame decirle francamente que no he hallado nada adecuado para usted. Ya le advertí que mi ayuda no sería mayor que la que un ciego puede prestar a un lisiado. Soy pobre: después de pagar las deudas de mi padre, no me quedará sino esta vieja granja, esa hilera de pinos que ve ahí y ese jardín con plantas de tejo y acebo que rodea la casa.
Soy humilde. La raza de los Rivers es antigua, pero de sus últimos tres descendientes, dos han de servir a desconocidos y el tercero se considera extraño en su propio país para vida y para muerte. Para muerte, porque no volverá a su patria, ya que tomará la cruz de la separación cuando el jefe de la Iglesia militante de que él es uno de los más humildes miembros, pronuncie la palabra: «¡Sígueme!»
John pronunció aquellas palabras con la mirada radiante y con la voz profunda y serena con que predicaba. -Siendo, pues, pobre y humilde, no puedo ofrecer a usted trabajos que no sean humildes y pobres. Usted quizá se considere rebajada, porque me doy cuenta de que tiene los hábitos que el mundo llama refinados, y que ha tratado con gentes educadas. Mas yo opino que no es degradante trabajo alguno que tienda a hacer mejores a los hombres. Cuanto más duro es el suelo que el cristiano ara, mayor es el honor que consigue. Así lo hicieron los Apóstoles, capitaneados por Jesús, el Redentor...
-Continúe -dije viendo que se interrumpía.
Me miró con detenimiento, como si mis facciones fueran líneas de una página y quisiera leer en ellas. Las conclusiones que obtuvo fueron parcialmente expuestas en las siguientes palabras:
-Creo que aceptará usted lo que voy a ofrecerle -dijo-, pero no de modo permanente, no quizá por más tiempo que el que yo continúe siendo cura de esta pacífica parroquia de la campiña inglesa. El carácter de usted es tan inquieto como el mío, aunque en otro sentido.
-Explíquese -pedí cuando él se interrumpió una vez más.
-Lo haré, y verá cuán pobre es mi oferta. Ahora que mi padre ha muerto y soy señor de mí mismo, no estaré mucho tiempo en Morton. Probablemente me iré antes de un año. Pero mientras esté aquí, debo preocuparme de mis feligreses. Morton, cuando me encargué de la parroquia hace dos años, carecía de escuela, y los hijos de los pobres no tenían posibilidad alguna de instruirse. Establecí una escuela para muchachos y ahora voy a abrir otra para niñas. He alquilado una casa a ese propósito, con un pabellón contiguo, de dos habitaciones, para vivienda de la maestra. Ganará usted treinta libras al año y la casa estará amueblada, aunque muy modestamente, gracias a la munificencia de Miss Oliver, única hija del solo hombre adinerado que hay en mi parroquia: Oliver, el dueño de la fábrica de agujas y la fundición de hierro que hay en el valle. La misma señorita paga la educación y vestido de una huérfana a condición de que ayude a la maestra en los trabajos domésticos que ella no podría hacer sin detrimento de su cargo de profesora. ¿Le conviene este empleo?
Había hablado como si esperase de mi parte una indignada repulsa, ignoraba mis verdaderos sentimientos y pensamientos, aunque adivinase alguno. En verdad, el cargo, aunque humilde, tenía sobre el de institutriz de una casa la ventaja de la independencia, ya que me hería más profundamente que el sentimiento de dependencia respecto a terceros. No era un empleo innoble, ni degradante, ni indigno. Me resolví.
-Le doy gracias por su oferta, Mr. Rivers, y la acepto de todo corazón.
-¿Ha comprendido bien? -insistió-. Es una escuela de aldea; sus discípulas serán niñas pobres, hijas de labradores en el caso mejor. No tiene usted que enseñar sino a leer, escribir, contar, coser y hacer calceta. Nada adecuado a sus conocimientos, a sus inclinaciones... ¿Qué hará con ellos?
-Guardarlos hasta que haya ocasión de aplicarlos. -¿Sabe usted de lo que se encarga? -Sí.
Sonrió, pero no con amargura, sino satisfecho.
-Si le parece, iré a la casa mañana y abriré la escuela la semana próxima.
-Muy bien.
Se levantó y comenzó a pasear por la sala. Movió la cabeza.
-Usted no estará mucho en Morton, no. -¿Por qué? ¿qué motivos tiene para creerlo? -Leo en sus ojos que no soportará largo tiempo tal género de vida.
-No tengo ambición.
Se sobresaltó al oírme. Repitió:
-¿Quién habla de ambición? Ya sé que la tengo, pero ¿cómo lo sabe usted? -Hablaba de mí.
-Bien; no es ambiciosa, pero es... -y se interrumpió.
-¿Qué soy?
-Iba a decir apasionada, pero temo que dé usted un sentido equívoco a la palabra.
Quiero decir que los afectos y simpatías humanas influyen mucho sobre usted. Estoy cierto de que no será capaz de pasar su vida en una tarea tan monótona, tan falta de estímulo. ¿Quién puede vivir encerrada entre pantanos y montañas, sin emplear las facultades que nos ha dado Dios...? Contestará que me contradigo, yo que aconsejo a los fieles conformarse con su suerte, aun a los leñadores, aun a los aguadores, pensando que todo es servicio de Dios... En fin: cabe conciliar las inclinaciones con los principios.
Salió del aposento. En aquel breve rato yo había sabido más de su carácter que en todo el mes precedente. No obstante, seguía sintiéndome desconcertada respecto a su modo de ser.
Diana y Mary Rivers se entristecían y poníanse más taciturnas a medida que llegaba el momento de abandonar a su hermano y su casa. Trataban de aparecer como de costumbre, pero no podían disimular el esfuerzo que les costaba. Diana entendía que aquella separación iba a ser diferente a otras anteriores, ya que acaso no volvieran a ver a John en muchos años o quizá nunca.
-Todo lo sacrificará a sus propósitos -me dijo-, incluso los mayores afectos. John parece tranquilo,
Jane, pero en su interior es un hombre ardiente. Aunque se muestra amable y dúctil, en ciertas cosas es inflexible como la muerte. Y lo peor de todo es que no me atrevo a disuadirle, ni menos a censurarle, porque sus intenciones son elevadas, nobles y cristianas, aunque me desgarren el corazón.
Mary inclinó la cabeza sobre la costura.
-Ya no tenemos padre -dijo- y pronto no tendremos casi ni hermano.
En aquel momento sobrevino un incidente de aquellos que prueban la verdad del
adagio de que las desgracias nunca vienen solas y que demuestran que siempre queda algo más que libar en la copa de la amargura, John entró leyendo una carta.
-Parece que desaprueba usted algo -dije. -El tío John ha muerto -dijo.
Las hermanas parecieron impresionarse, pero sin quedar afectadas, como si se tratase de algo más inesperado que aflictivo.
-¿Muerto? -repitió Diana. Dirigió una mirada a su hermano.
-¿Y entonces, John? -preguntó, en voz baja. -Entonces, ¿qué? -dijo él con el rostro impasible como el mármol-. Entonces, nada... Lee.
Le echó la carta en la falda. Diana la leyó en silencio y se la pasó a Mary, quien después de leerla, la devolvió a su hermano. Los tres se miraron y los tres sonrieron, pensativos.
-Amén. No vamos a morirnos por eso - dijo Diana. -Después de todo, hemos quedado como estábamos antes -observó Mary.
-Unicamente ocurre que resulta fuerte el contraste de lo que podía haber sido con lo que es -comentó John Rivers.
Colocó la carta en el escritorio y salió.
Tras algunos minutos de silencio, Diana se volvió a mí. -Te asombrarán estos misterios, Jane, y nos considerarás insensibles viendo cómo acogemos la muerte de un tío -dijo-. Pero no le hemos visto nunca. Era hermano de mi madre. Mi padre y él riñeron hace mucho. Por consejo suyo, mi padre había invertido la mitad de sus bienes en una especulación que le arruinó. Hubo recriminaciones mutuas, se separaron disgustados y no volvieron a verse. Mi tío tuvo suerte después en sus negocios y parece que ganó veinte mil libras. No se casó nunca, ni tenía más parientes que nosotros y otro, no más cercano. Mi padre esperaba que el tío nos dejase sus bienes, pero esta carta nos informa de que los ha dejado íntegros a ese otro pariente, excepto treinta guineas que nos lega a los tres para lutos. Desde luego, tenía perfecto derecho a hacer lo que quisiera, pero siempre impresiona un poco recibir noticias de éstas. Mary y yo nos habríamos considerado ricas con mil libras cada una y John hubiera sido feliz con análoga cantidad, porque hubiera podido hacer mucho bien con ella.
Tras esta explicación, pasamos a otro tema y no se insistió más en aquél. Al día siguiente me instalé en Morton, y al otro Diana y María partieron para B... Una semana después, John Rivers y Hannah se presentaron en la rectora y la vieja granja quedó abandonada.
XXXI
Mi casa -al fin había encontrado una casa- era un pabelloncito con las paredes
encaladas y el suelo de arena apisonada. Contenía cuatro sillas y una mesa, un reloj, un aparadorcito con dos o tres platos y tazas y un servicio de té. En el piso alto había una alcoba de las mismas dimensiones que la cocina, con un lecho y una pequeña cómoda, sobrada para mi escaso guardarropa, aunque éste hubiera sido incrementado con algunas cosas regaladas por mis generosas amigas.
Era de noche. Había despedido, dándole una naranja, a la huerfanita que me servía de doncella. Me hallaba sentada junto al fuego. La escuela de la aldea se había abierto aquella mañana, con veinte discípulas. Sólo tres de ellas sabían leer y ninguna escribir ni contar. Algunas sabían hacer calceta y unas pocas coser. Hablaban con el rudo acento de la región. Experimentaba algún trabajo en comprenderlas. Algunas eran toscas e intratables como ignorantes, pero otras eran dóciles y amigas de aprender y manifestaban buen temperamento. No olvidaba que aquellas burdas aldeanas eran tan de carne y hueso y de tan buena sangre como las hijas de las gentes más distinguidas, y que los gérmenes de lo buenos sentimientos, el refinamiento y las nobles inclinaciones existían igual en su corazón que en el de los nacidos en privilegiadas cunas. Mi deber era desarrollar aquellos y seguramente no me sería ingrato cumplir tal oficio. Con todo, no cabía esperar grandes satisfacciones en la vida que se me presentaba.
¿Me sentía contenta, alegre durante las horas que pasé en aquella clase, desnuda y humilde? Si había de ser sincera conmigo misma, debía contestar que no. Me sentía muy sola y además -¡necia de mí!- me consideraba degradada, preguntándome si no había bajado un escalón, en vez de subirlo, en la escala de la vida social, al caer entre la ignorancia, la pobreza y la tosquedad que me rodeaban, pero hube de reconocer, al fin, que mis opiniones eran erróneas y que en realidad había ascendido un peldaño. Acaso, pasado algún tiempo, la satisfacción de ver progresar a mis discípulas, la alegría de verlas mejorar, sustituyesen mi disgusto por una sincera congratulación.
La cuestión era ésta: ¿qué valía más, rendirme a la tentación, escuchar la voz de las pasiones, dejarme caer en una trampa de seda, dormirme sobre las flores que la cubrían, despertarme en un clima meridional, en una villa lujosa, vivir en Francia como amante de Rochester, delirar de amor -porque él me amaba, sí, como nadie más volvería a amarme, ya que el homenaje amoroso se rinde sólo a la belleza y a la gracia, y ningún
otro hombre que él podría sentirse orgulloso de mí, que carecía de tales encantos- o...? Pero ¿qué decía? ¿Cabía comparar la ignominia de ser esclava favorita de un loco paraíso, en el Sur, y gozar una hora de fiebre amorosa para despertar a la realidad anegada en lágrimas de remordimiento, con ser maestra de aldea, honrada y libre, en un rincón de las montañas de Inglaterra?
Sí: yo había hecho bien siguiendo los principios establecidos por la ley y apartando de mi paso las tentaciones. Dios me había llevado por el mejor camino y le di fervorosamente las gracias.
Al llegar a este punto de mis pensamientos me levanté, me asomé a la ventana y miré los campos silenciosos bajo el crepúsculo. La aldea distaba una media milla. Los pájaros cantaban y el aire era sereno y el rocío fragante...
Me consideré feliz y me asombró notar que estaba llorando. ¿Por qué? Porque no volvería a ver más a mi amado y, más aún, porque acaso la furia y el dolor en que le sumiera mi partida le separaran del camino recto, le quitaran su última esperanza de salvación. Al imaginar esto, aparté la vista del bello cielo y del solitario valle de Morton -solitario porque sólo se veían en él la iglesia y la rectoral, medio ocultas entre árboles, y, muy lejos, los tejados de Pale Hall, donde vivían el rico fabricante Oliver y su hija rubia- y apoyé la cabeza en el alféizar de la ventana.
El ruido del postigo que separaba mi jardincillo de la pradera que ante él se extendía, me hizo alzar la cabeza. Un perro, el viejo Carlo, según pude ver, empujaba la cancela con el hocico, y John Rivers la abría en aquel momento. Su entrecejo arrugado, su mirada grave, le daban un aspecto casi hostil. Le invité a pasar.
-No; no puedo detenerme. Sólo venía a darle unas cosas que dejaron mis hermanas para usted: una caja de colores, papel y lápices.
Recogí el agradable don y, al acercarme, él examinó mi rostro, donde debió apreciar huellas de lágrimas.
-¿Ha encontrado su primer día de trabajo más ingrato de lo que creía?
-Al contrario. Creo que, con el tiempo, acabaré llevándome muy bien con mis alumnas.
-Acaso la casa, el mobiliario, le hayan parecido peores de lo que esperaba. Reconozco que son muy modestos, pero...
-La casa es limpia y sin humedad y los muebles son suficientes y cómodos - interrumpí-. Todo me ha agradado. No soy una necia sibarita como para echar de menos alfombras, tapicerías, un sofá y cubiertos de plata. Además, hace cinco semanas yo no tenía nada: era una mendiga, una vagabunda, sin hogar y sin trabajo. Estoy maravillada de la bondad de Dios y de la generosidad de mis amigos, y me siento contenta de mi suerte.
-¿No se encuentra demasiado sola? La casa, así, le parecerá oscura y vacía...
-Casi no he tenido tiempo de darme cuenta... -Bien. Confío en que experimente de verdad el contento que expresa y le aconsejo que ponga todo su buen sentido en no imitar a la mujer de Lot. No sé lo que ha dejado usted tras de sí, pero debe desechar toda tentación de mirar atrás y perseverar en su ocupación actual, al menos por algunos meses.
-Eso me propongo hacer. John Rivers continuó:
-Es muy duro contrariar las inclinaciones naturales, pero sé por experiencia que cabe hacerlo. En cierto sentido, Dios nos ha dejado en libertad de escoger nuestro destino. Si alguna vez nuestras energías son impotentes para seguir el camino que deseamos, no debemos desesperar. Busquemos otro desahogo a nuestra alma, otro placer para nuestro corazón, tan intensos -y acaso más puros- que los que nos son vedados y, si no podemos
seguir el sendero que la Fortuna nos cierra, emprendamos otro, aunque sea más escabroso.
»Hace un año, yo me sentía muy desventurado, pensando que había cometido un error al hacerme sacerdote. Me creía llamado a una vida activa. Bajo mi sobrepelliz latía un corazón anheloso de algo más enérgico, más dinámico; la carrera de un literato, de un artista, de un autor, de un orador, de un político, de un guerrero, de un amante de la fama, de un codicioso del poder... Medité: mi vida tenía que cambiar de ruta, porque si no me sería imposible soportarla. Tras una temporada de luchas conmigo mismo, de tinieblas en torno, se hizo la luz para mí. Ante mi estrecha existencia se abrían panoramas sin límites. Podía ejercitar todas mis facultades, remontarme tan alto como lo permitieran mis alas. Dios tenía algo para mí: algo en que poder desplegar esfuerzo, valor, elocuencia, las cualidades necesarias al soldado, al estadista, al orador. Porque todo ello se necesita para ser un buen misionero.
»Resolví hacerme misionero. Desde entonces mi estado de ánimo cambió. Las cadenas que oprimían mi espíritu desaparecieron, sin dejarme otro recuerdo que el de las llagas producidas, que sólo el tiempo puede cicatrizar. Mi padre contrariaba mi decisión, pero desde su muerte ningún obstáculo se opone a que yo cumpla lo que me propongo. Una vez que deje arreglados algunos asuntos y se designe sucesor mío en la parroquia, una vez que venza algunas debilidades sentimentales que me retienen aún, pero que sé que acabaré venciendo, porque debo vencerlas, embarcaré para Oriente.»
Habló con su voz peculiar, reprimida y enfática, y cuando hubo callado miró al sol que se ponía, y que yo miraba también. Mientras hablábamos habíamos comenzado a caminar por el sendero que, partiendo de mi verja, atravesaba el campo. Ningún paso resonaba en aquel camino tapizado de hierbecillas, y sólo se sentía el rumor del arroyo en el valle. Nos sobresaltó, pues, escuchar el sonido de una voz alegre, dulce, como una campanilla de plata, que decía:
-Buenas tardes, Mr. Rivers, ¡Hola, Carlo! Su perro reconoce a los amigos antes que usted. Aún estaba yo en el extremo del prado, y ya él aguzaba las orejas y agitaba la cola. En cambio usted todavía continúa de espaldas a mí.
Era cierto. Rivers se había estremecido al escuchar aquella voz, como si un tremendo trueno hubiese estallado sobre su cabeza, y al terminar de hablar el nuevo interlocutor, permaneció en la misma actitud en que éste le había sorprendido. Se volvió, al fin, con deliberada lentitud. Una aparición, o tal se me antojó, se hallaba a su lado. Vestía completamente de blanco, era juvenil y graciosa. Al inclinarse para acariciar al perro, separó un velo que cubría su cara y mostró una faz de la más perfecta belleza. Las más dulces facciones que el clima templado de Albión haya modelado jamás, la más bella combinación de rosas y lirios que hayan hecho brotar de un rostro femenino la brisa y el brumoso cielo ingleses, justifican mi afirmación. Ningún encanto faltaba, ningún defecto era perceptible. La joven tenía los rasgos delicados y tan brillantes, profundos y oscuros los ojos como los que se ven en algunos cuadros de grandes maestros. Eran largas y sombreadas sus pestañas, finas las cejas, blanca y suave la frente, lozanas y ovaladas las mejillas, frescos, saludables, suavemente cincelados los labios, relucientes los dientes, menuda la barbilla. Al ver aquella bellísima criatura, la admiré con todo mi corazón. La naturaleza, al modelarla, no le había negado ni uno de sus dones.
¿Qué pensaba John Rivers de aquel ángel terrenal? Esto me pregunté al verle volver el rostro y mirarla, y busqué la respuesta en su expresión. Pero él, casi al momento, retiró su mirada de la joven y la posó en las humildes margaritas que crecían junto al sendero.
-Hace una buena tarde, pero es ya una hora muy avanzada para que ande sola por aquí -dijo, al fin, mientras aplastaba las margaritas con el pie.
-He vuelto hoy de S... -y mencionó el nombre de una ciudad situada a veinte millas de distancia-; papá me ha dicho que usted ha abierto la escuela y que la maestra está ya en ella, y en cuanto tomé el té me puse el sombrero y salí para verla. ¿Es esta señorita? - añadió, señalándome.
-Sí -dijo John.
-¿Le gusta Morton? -me preguntó ella con una simplicidad de tono y maneras casi infantiles.
-Creo que llegará a gustarme. -¿Son aplicadas sus alumnas? -Sí. -¿Le gusta su casa? -Mucho.
-¿Y los muebles? -También.
-¿He acertado escogiendo a Alice Wood para servirla?
-Ha acertado usted. Es afable y trabajadora dije a la joven, de cuya identidad ya no dudaba. Era la hija del acaudalado Oliver, y tan rica, por tanto, de dones de belleza como de fortuna. ¿Qué feliz combinación de planetas habría presidido su nacimiento?
-Iré alguna vez a ayudarla -me dijo-. Siempre será un cambio para mí visitarla de vez en cuando, y me gusta mucho cambiar. Me he divertido mucho en S.... Mr. Rivers. La última noche estuve bailando hasta las dos de la madrugada. Hay allí un regimiento de guarnición y sus oficiales son amabilísimos. Dejan tamañitos a todos nuestros jóvenes fabricantes de cuchillos y comerciantes de ferretería.
Los labios de John Rivers se contrajeron al escucharla. Separando la mirada de las margaritas, la volvió hacia la joven de un modo escrutador y severo. Ella correspondió con una sonrisa, que armonizaba muy bien con su juventud, con las rosas de sus mejillas y con la luz de sus ojos.
Mientras él permanecía mudo y grave, ella volvió a acariciar al perro diciendo:
-¡Cuánto me quiere el pobre Carlo! No es un ser frío y ajeno a sus amigos y, si supiese hablar, no permanecería mudo cuando le hablan.
Mientras se inclinaba para acariciar la cabeza del animal, vi encenderse una llama en el rostro austero de Rivers. Sus ojos graves se llenaron de una emocionada luz. Así, sonrojado, brillante la mirada, parecía tan hermoso hombre como ella mujer. Su pecho se dilató, como si su gran corazón tratase de expandirse en él. Pero dominó sus impresiones, tal un jinete experto domina un potro fogoso, y no respondió con una palabra ni con un ademán.
-Papá -continuaba la joven- dice que ya no va usted a vernos nunca. Él se encuentra esta noche solo y algo indispuesto. ¿Por qué no viene conmigo, para visitarle?
-No es hora de visitar a nadie-dijo Rivers. -Cuando yo se lo digo, es que sí. Precisamente es la hora conveniente para papá, porque ya están cerrados los talleres y no tiene que ocuparse en negocios. Venga, Mr. Rivers. ¿Cómo está usted tan sombrío? - y como sólo la contestase el silencio, exclamó de pronto-: Perdone; no recordaba que no tiene usted motivos para sentirse alegre. Diana y Mary acaban de abandonarlo, Moor House está cerrada y usted se encuentra solo. ¡Ande, venga a ver a papá!
-Esta noche, no, Miss Rosamond.
Rivers hablaba como un autómata. Sólo él podía saber el esfuerzo que aquella negativa le exigiera.
-¡Qué obstinado es usted!... Ya no puedo detenerme más: comienza a caer el rocío. Buenas noches. -Buenas noches -dijo Rivers en voz baja y casi como un eco. Ella echó a andar, pero se volvió en seguida.
-¿Se encuentra bien? -preguntó. Y no le faltaba razón para interrogarlo, porque la faz del joven estaba tan blanca como el vestido de la muchacha.
-Muy bien-repuso él. E, inclinándose, se apartó de la verja. Cada uno se alejó por un camino distinto. Ella, vaporosa entre los campos como una aparición maravillosa, se volvió dos veces para mirarle. El, ninguna.
El espectáculo del dolor y el sacrificio de otro, ahuyentó el pensamiento de los míos personales. Diana Rivers había calificado a su hermano de «inflexible como la muerte». Y no exageraba.
XXXII
Proseguí mis tareas en la escuela de la aldea tan activa y entusiasta como pude. El
trabajo fue duro al principio. Pasó tiempo, pese a mis esfuerzos, antes de que pudiera comprender a mis alumnas y su modo de ser. Me parecía imposible desembotar sus facultades y, además, al primer golpe de vista, todas se me figuraron iguales en su rusticidad y en sus aptitudes. Pronto comprendí que estaba equivocada y que entre ellas había tanta diferencia de una a otra como la que hay entre seres educados. Una vez que comenzamos a comprendernos mutuamente, descubrí en muchas de ellas cierta amabilidad natural, cierto. innato sentido del respeto propio y una capacidad innata que granjearon mi admiración y mi buena voluntad. Las muchachas se interesaron en seguida en cumplir bien sus tareas, en adquirir hábitos de limpieza, puntualidad y urbanidad. La rapidez de los progresos de algunas era sorprendente. Y ello me imbuía un modesto orgullo. Acabé estimando a algunas de las mejores de mis discípulas, y ellas me correspondían. Tenía entre las alumnas varias hijas de granjeros, ya casi mujeres. Como sabían leer, escribir y coser algo, pude enseñarles rudimentos de gramática, geografía, historia y labores. A veces pasaba agradables horas en las casas de algunas de las que se mostraban más ávidas de instruirse y progresar. En tales casos, los granjeros, sus padres, me colmaban de atenciones. Experimentaba una alegría aceptándolas y retribuyéndolas con consideración y respeto escrupuloso hacia sus sentimientos, a lo que quizá no estuvieran acostumbrados. Ello les encantaba y beneficiaba, porque, sintiéndose elevados ante sus propios ojos, procuraban merecer el trato diferente que yo gustosamente les daba.
Me convertí en favorita de la aldea. Cuando salía, acogíanme por doquiera cordiales saludos y amistosas sonrisas. Vivir entre el respeto general, aunque sea entre humildes trabajadores, es como estar «sentados bajo un sol dulce y benigno». En aquel período de mi vida mi corazón solía estar más animado que abatido. Y con todo, lector, en medio de mi existencia tranquila y laboriosa, tras un día pasado en la escuela y una velada transcurrida leyendo en apacible soledad, cuando me dormía soñaba extraños sueños, coloridos, agitados, llenos de ideal, de aventura y de novelescas probabilidades. Muchas veces imaginaba hallarme con Rochester, me sentía en sus brazos, oía su voz, veía su mirada, tocaba su rostro y sus manos, y entonces la esperanza y el deseo de pasar la vida a su lado se renovaban en todo su prístino vigor. Al despertar recordaba dónde estaba y cómo vivía, me estremecía de dolor y la noche oscura asistía a mis convulsiones de desesperación y al crepitar de la llama de mis pasiones. A las nueve de la mañana siguiente, abría con puntualidad la escuela y me preparaba para los cotidianos deberes.
Rosamond Oliver cumplió su palabra de visitarme. Solía ir a la escuela durante su paseo matinal a caballo, seguida por un servidor montado. Imposible imaginar nada más exquisito que el aspecto que tenía con su vestido rojo y su sombrero de amazona graciosamente colocado sobre sus largos rizos que besaban sus mejillas y flotaban sobre sus hombros. Solía llegar a la hora en que Mr. Rivers daba la diaria lección de doctrina cristiana. Yo comprendía que los ojos de la visitante desgarraban el corazón del joven pastor. Dijérase que un instinto secreto anunciase a Rivers la llegada de la muchacha, porque, aunque fingía no verla, antes de que cruzase el umbral, la sangre se agolpaba en
sus mejillas, sus marmóreas facciones se transformaban y su serenidad aparente demostraba una impresión mayor que cuanto hubieran exteriorizado los más vivos ademanes o miradas.
Ella sabía el efecto que le causaba. Pese a su cristiano estoicismo, Rivers, cuando Rosamond le miraba y le sonreía, no podía contener el temblar de sus manos y el fulgor de sus ojos. Parecía decirla, con su mirada, triste y resuelta a la vez: «La amo y sé que usted me aprecia. No dejo de dirigirme a usted por temor al fracaso. Creo que si le ofreciera mi corazón, usted lo aceptaría. Pero mi corazón está destinado a arder en un ara sagrada y en breve el sacrificio se habrá consumado.»
En tales ocasiones ella se ponía pensativa como una niña disgustada. Una nube velaba su radiante vivacidad; separaba con premura la mano de la de él y volvía la mirada. Estoy segura de que Rivers hubiera dado un mundo por retenerla cuando se apartaba de él así, pero no, en cambio, una probabilidad de alcanzar el cielo. No hubiera cambiado por el amor de aquella mujer su esperanza de alcanzar el verdadero paraíso. Ni le era posible concentrar en los límites de un solo amor sus ansias de ambicioso, de poeta, de sacerdote. No quería, ni debía, sacrificar su tarea de misionero a una vida reposada en los salones de Pale Hall. Aprendí mucho en el ejemplo de aquel hombre, una vez que, a pesar de su reserva, logré penetrar algo en su confianza.
Miss Oliver honraba mi casita con visitas frecuentes. Yo conocía bien su carácter, en el que no había ciertamente disfraz ni misterio. Era coqueta, pero no le faltaba corazón, y absorbente, pero no egoísta. Era caprichosa, pero tenía buen carácter; frívola, mas no afectada; generosa, nada orgullosa de su situación económica, ingenua, bastante inteligente, despreocupada y alegre. Era encantadora, en resumen, aun para un observador imparcial y de su propio sexo, como yo, pero no profundamente interesado. Un tipo muy diferente, en fin, de las hermanas de Rivers. Yo experimentaba por ella un afecto muy semejante al que sintiera por Adèle con la natural diferencia de ser ésta una niña y aquélla una adulta.
Ella sentía por mí un amable capricho. Decía que yo era como Rivers (aunque estoy segura de que en el fondo pensaba que no tan bella y que, aunque limpia de alma, no podía compararme con él, a quien debía considerar como un ángel). Agregaba que yo, como maestra de escuela de aldea, era un lussus naturae y que estaba segura de que mi vida anterior debía de constituir una sugestiva novela.
Una noche en que, con su curiosidad infantil, aunque no molesta, se dedicaba a revolver el aparador de mi cocina, encontró una gramática y un diccionario alemanes, dos libros franceses y una obra de Schiller, así como mis útiles de dibujo, un apunte de la cabecita de una de mis alumnas y algunos paisajes del valle de Morton y de los pantanos. Quedó atónita de sorpresa y placer.
¿Había hecho yo aquellos dibujos? ¿Sabía francés y alemán? ¡Qué encanto! ¡Yo podía ser maestra de la mejor escuela de S...! ¿Querría hacer un retrato de ella, para enseñarlo a papá?
Respondí que con mucho gusto, experimentando, en efecto, el placer que todo artista sentiría en copiar un modelo tan perfecto y radiante. Vestía la joven un traje de seda azul oscuro, llevaba desnudos los brazos y el cuello, y no ostentaba otro adorno que el natural de sus tirabuzones castaños cayendo sobre los hombros. Tomé cuidadosamente un apunte, que me prometí colorear, y le dije que, como era tarde, debía volver a posar otro día.
De tal modo debió de hablar de mí a su padre, que éste la acompañó al día siguiente. Era un hombre alto, de cara cuadrada, maduro, de cabello gris. Su hija parecía, a su lado, una flor junto a una vieja torre. Aunque tenía aspecto orgulloso y taciturno, estuvo muy amable conmigo. El bosquejo del retrato de Rosamond le gustó mucho y dijo que
era preciso que lo completara. Me rogó también insistentemente que fuese a pasar la velada del día siguiente en Pale Hall.
Acudí. La casa, amplia y hermosa, denotaba la riqueza de su propietario. Rosamond estuvo muy alegre y sin padre muy afable. Después del té me dijo que se hallaba muy satisfecho de mi labor en la escuela y que sólo temía que yo la abandonase pronto, ya que mis aptitudes no eran apropiadas a aquel modesto empleo.
-¡Claro! -exclamó Rosamond-. Podría ser muy bien institutriz de una familia distinguida.
Yo pensaba que estaba más a gusto así que con la familia más distinguida del planeta. Mr. Oliver habló con gran respeto de los Rivers. Dijo que era la casa más antigua de la comarca, que antiguamente les había pertenecido todo Morton y que, aun ahora, el representante de aquella noble familia podría hacer un matrimonio excelente. Se lamentó de que un hombre de tanto talento como el joven hubiese decidido hacerse misionero. Entendí que el padre de Rosamond no hubiera dificultado su unión con John considerando sin duda que el nombre ilustre, la familia distinguida y la respetable profesión de Rivers compensaban su falta de fortuna.
El 5 de noviembre era fiesta. Mi criadita, después de ayudarme a limpiar la casa, se había ido, encantada con el penique con que la obsequié. Todo estaba limpio y brillante: la vajilla, el suelo, las sillas bien barnizadas. Tenía ante mí la tarde para emplearla como quisiera.
Pasé una hora traduciendo alemán. Luego cogí mis pinceles y mi paleta y comencé a dar los últimos toques al retrato de Rosamond Oliver. Apenas faltaba nada: algún toque de carmín que añadir a los labios, algún rizo que añadir a los tirabuzones, un ligero sombreado bajo los ojos... Estaba abstraída en estos detalles cuando oí un golpe en la puerta entornada y entró seguidamente John Rivers.
-Vengo a ver cómo pasa usted la fiesta --dijo-. Espero que no en pensar cosas tristes. ¡Ah, está pintando! Muy bien. Le traía un libro para entretenerse.
Y puso sobre la mesa un poema recientemente publicado, una de aquellas excelentes producciones que se ofrecían al público en aquella época, la edad de oro de la literatura inglesa moderna. ¡Nuestra época no es, en ese sentido, tan afortunada! No nos desalentemos, sin embargo. Sé que la poesía no ha muerto ni el genio se ha perdido, que Mammon no los ha esclavizado. Así, pues, un día u otro demostrarán su existencia, presencia y libertad. Como potentes ángeles, se han refugiado en el cielo, y sonríen ante el triunfo de las almas sórdidas y de las lágrimas de las débiles. No; no está la poesía destruida ni desvanecido el genio. No cantes victoria, ¡oh, mediocridad! No sólo aquellos divinos influjos existen, sino que reinan y sin ellos tú misma estarías en el infierno... en el de tu insignificancia.
Mientras examinaba el libro, John Rivers contemplaba el retrato. Luego se irguió, en silencio. Le miré: leía en sus ojos y en su corazón como en un libro abierto y me sentía más tranquila y más fría que él. Viéndome de momento más fuerte que Rivers, resolví hacerle el bien que me fuera posible, segura de que nada le sería más grato que hablar un poco de aquella dulce Rosamond con la que no pensaba casarse, a pesar de su amor...
-Siéntese -le dije.
Contestó, como siempre, que no le era posible detenerse. Resolví que, sentado o de pie, me oiría, ya que la soledad no era más conveniente para él que para mí. Pensaba que, de no poder llegar hasta la fuente de su confianza, al menos descubriría en su pecho de mármol una grieta a través de la cual poder deslizar el bálsamo de mi simpatía.
-¿Le gusta este retrato? -pregunté de pronto. -¿Gustarme el qué? No me he fijado bien. -Sí se ha fijado.
Me contempló atónito, sorprendido de mi brusquedad. Pero yo continué, impertérrita:
-Lo ha mirado detenidamente, pero no sé por qué no ha de verlo mejor -y diciendo así, se lo entregué. -Es un excelente retrato, muy suave de color y muy dibujado.
-Ya, ya... Pero, ¿de quién es? Dominando un titubeo, respondió: -Presumo que de Miss Oliver.
-Sí. Ahora bien, si desea y lo acepta, le ofrezco una copia fiel del retrato.
Siguió examinándolo y murmuró:
-¡Es admirable! Los ojos, su expresión, su color, son perfectos... Se la ve sonreír... -¿Le agradaría o le disgustaría tener una copia? Cuando se encuentre usted en
Madagascar, en la India, o en El Cairo, ¿sería para usted un consuelo este retrato o más bien un motivo de recuerdos tristes?
Me miró indeciso y volvió a examinar la pintura. -Me agradaría tenerlo -respondió-. Que sea prudente o no, es otra cosa.
Desde que comprobara que Rosamond quería a Rivers y su padre no se oponía a un matrimonio, había deseado abogar porque se realizara. Parecía que, si entraba John Rivers en posesión de la gran fortuna de Mr. Oliver, podría hacer más beneficios a sus semejantes que los que efectuara ejerciendo de misionero bajo el sol de los trópicos. Por ello, le dije:
-A mi entender, lo más razonable sería tener, mejor que el retrato, el modelo.
Él se había sentado, colocando el retrato sobre la mesa y la contemplaba en éxtasis, con la cabeza entre las manos. Noté que no le ofendía mi audacia. Hasta observé que aquel modo brusco de tratar el asunto le placía y le aliviaba. Las personas reservadas necesitan a veces que se hable de sus sentimientos y angustias más que las expansivas. El más estoico es, al fin, un ser humano.
-Estoy segura de que usted la quiere -dije-. Y el padre de ella le estima mucho a usted. Además, es una muchacha encantadora y si no posee una gran mentalidad, usted tiene bastante para los dos. Debe casarse con ella. -¿Acaso me quiere ella a mí? -repuso.
-Más que a nadie. Nada le complace tanto como hablar de usted y lo hace continuamente.
-Eso es muy agradable de oír... Estaré otro cuarto de hora -añadió, poniendo el reloj sobre la mesa para calcular el tiempo.
-¿Para qué? ¿Para preparar entre tanto una violenta contradicción y forjar una cadena más que aprisione los impulsos de su corazón?
-Vaya, no imagine esas cosas terribles... Imagine más bien, y acertará, que la posibilidad de un amor humano fluye en mi mente como una riada que inunda el campo que con tanto cuidado y trabajo preparé, que hace llover sobre él un suave veneno. Me veo a mí mismo sentado en una butaca en el salón de Pale Hall, con Rosamond a mis pies, hablándome con su dulce voz, sonriéndome con esos labios de coral que la diestra mano de usted ha copiado tan bien. Es mía, soy suyo, esta vida y este mundo me bastan. ¡Chist! No diga nada: mi corazón está lleno de satisfacción y enervados mis sentidos. Deje pasar en paz el tiempo marcado.
Sonaba el tictac del reloj. Rivers respiraba fuertemente; yo callaba. Pasado el cuarto de hora, se incorporó, guardó el reloj y dejó de mirar la pintura.
-Estos minutos -dijo- han sido consagrados al delirio y a la ilusión. He ofrecido mi cerviz voluntariamente al florido yugo de las tentaciones, me he dejado cubrir las sienes con sus guirnaldas y he apurado su copa. Ahora veo ya y siento que su vino es hiel, sus promesas falsas y sus guirnaldas espinas.
Volvió a mirarme y continuó:
-Aunque haya amado a Rosamond Oliver tan intensamente como la amo, y reconociendo lo bella, exquisita y graciosa que es, jamás he dejado de comprender que no será una esposa apropiada para mí, que no sería la compañera que necesito. Me consta que a un año de éxtasis, sucedería toda una vida de lamentar esa unión.
-¡Qué extraño! -no pude por menos de exclamar. -Hay algo en mí -dijo Rivers- inmensamente sensible a sus encantos y otra parte que nota fuertemente sus defectos. Sé que ella no compartiría ninguna de mis aspiraciones ni colaboraría en ninguna de mis iniciativas. ¿Cree posible que Rosamond se convirtiera en una mujer abnegada, laboriosa, paciente, en la esposa de un misionero? ¡No!
-Pero no está usted obligado a ser misionero. Renuncie a ello.
-¿Renunciar a mi vocación? ¿Destruir los cimientos terrenos de mi morada celestial? ¿Sustituir la sabiduría por la ignorancia, la paz por la guerra, la libertad por la esclavitud, la religión por la superstición, la esperanza del cielo por el amor del infierno? ¿Renunciar a cuanto me es más querido que la sangre de mis venas? No; debo vivir para ello y mirar hacia delante.
-Y el disgusto que experimente Miss Oliver, ¿le es indiferente? -pregunté, tras larga pausa. -Rosamond está siempre rodeada, de hombres que la cortejan y antes de un mes se habrá olvidado de mí y se casara, probablemente, con alguien que la hará más feliz de lo que yo la haría.
-Usted habla con calma, pero sufre.
-No. Lo único que me disgusta es el alargamiento de mi marcha. Esta mañana me he informado de que el párroco que me sustituye no llegará hasta dentro de tres meses, acaso de seis.
-Usted se estremece y se sonroja cuando ella entra en la escuela.
Otra vez una expresión de asombro se pintó en su faz. No imaginaba que una mujer osase hablar así a un hombre. En cuanto a mí, navegaba en mis propias aguas. Nunca me sentía a gusto en el trato de cualquiera, hombre o mujer, hasta que penetraba en el umbral de su confianza, traspasando los límites de la reserva convencional.
-Es usted original y nada tímida -dijo-. Su espíritu es atrevido y sus ojos perspicaces, pero le aseguro que en parte interpreta mal mis emociones. Me considera más profundo y más inteligente de lo que soy. Me concede más simpatía de la que merezco. Si se me enciende la cara cuando veo a Rosamond no es, como supone usted, por un impulso del alma, sino por una vergonzosa debilidad de la carne. Pero espiritualmente me conozco: soy un hombre frío y duro como una roca.
Sonreí, incrédula.
-Ha tomado usted por asalto mi intimidad -siguió- y no le ocultaré mi carácter. Prescindiendo de las vestiduras externas y convencionales con que cubrimos las deformidades humanas, en el fondo no soy más que un hombre duro, frío y ambicioso. No me guía el sentimiento, sino la razón; mi ambición es ilimitada; deseo elevarme más que nadie. Si alabo la perseverancia, la laboriosidad y el talento, es porque son los medios de que pueden servirse los hombres para alcanzar vastos fines. Y si yo me ocupo de usted, es porque la considero un modelo de mujer diligente, enérgica y disciplinada, no porque me compadezca de lo que usted ha sufrido o le falte por sufrir.
-Se pinta usted como un filósofo pagano -dije. -Hay una diferencia entre mí y esos filósofos, y es que creo en el Evangelio. No soy un filósofo pagano, sino cristiano, un discípulo de Jesús, que acepta sus benignas y piadosas doctrinas. Las profeso y he jurado propagarlas. La religión me ha ganado a su causa y ha convertido los gérmenes de afecto instintivo que hubiera en mí, en el árbol amplio de la filantropía cristiana. La ambición de obtener poder y fama personal la he transformado en ambición de extender el reinado del Maestro y conseguir victorias para el estandarte de la cruz. Así, pues, la
religión ha modificado en buen sentido mis inclinaciones, pero no ha podido transformar mi naturaleza, ni la cambiará «hasta que este mortal, inmortal sea...».
Y tras esta cita, tomó el sombrero de la mesa y, al hacerlo, miró otra vez el retrato. -¡Es encantadora! -murmuró-. Bien lo dice su nombre: es la rosa del mundo. -¿Quiere una copia del retrato? -Cui bono? No.
Colocó sobre el dibujo la hoja de papel transparente en que yo solía apoyar la mano
mientras pintaba, para no ensuciar la cartulina. Lo que pudiese ver en aquel papel fue entonces un misterio para mí, pero en algo debió de reparar su mirada. Lo cogió rápidamente, examinó sus bordes y me miró de un modo extraño e incomprensible, como si tratara de examinar hasta el detalle más mínimo de mi aspecto, mi rostro y mi vestido. Sus labios se entreabrieron, como si fuese a hablar, pero nada dijo.
-¿Qué pasa? -pregunté.
-Nada --contestó. Y antes de volver a dejar el papel en su sitio cortó rápidamente una estrecha tira de su borde y la guardó en el guante. Luego inclinó la cabeza y desapareció murmurando:
-Buenas tardes.
-¡Si lo entiendo, que me maten! -exclamé usando una locución local muy corriente. Examiné el papel, pero nada vi de raro, salvo unas ligeras manchas de pintura.
Medité en aquel misterio un par de minutos y, estimándolo insoluble y seguramente secundario, dejé de pensar en él.