Unidad 11 LECTURA: Leer los Capítulos XXXVII-XXXVIII (37-38)
XXXVII
Ferndean era un edificio antiguo, de regular tamaño y sin pretensiones arquitectónicas, situado en el fondo de un bosque. Rochester hablaba con frecuencia de aquella casa y la visitaba a veces. Su padre la había dedicado a albergue de caza. Hubiese querido alquilarla, pero la insalubridad de su situación lo impedía. Por tanto, Ferndean permanecía deshabitada y desamueblada, con excepción de dos o tres habitaciones, utilizadas por su dueño cuando iba a cazar.
Llegué allí al caer de una tarde de cielo plomizo, viento frío y lluvia penetrante y continua. Recorrí a pie la última milla, después de despedir coche y cochero con la doble remuneración ofrecida. Aunque muy próxima a la casa, no la distinguía aún, tan
espeso y sombrío era el bosque que la rodeaba. Atravesando una verja entre dos columnas de granito, me encontré bajo la oscura bóveda que formaba el ramaje. Un camino cubierto de hierba penetraba en el bosque entre intrincadas zarzas, bajo las apretadas ramas de los árboles. Lo seguí, esperando alcanzar pronto mi objetivo, pero a pesar de que avanzaba incesantemente, no veía por lado alguno señales de casa.
Temí haber tomado una dirección equivocada o haberme extraviado. La oscuridad y la soledad del lugar me impresionaban. Miré en torno, en demanda de otro camino; no había ninguno. Sólo se distinguían gruesos troncos, espesos follajes y ningún claro.
Continué. Al fin el bosque se hizo menos denso y hallé una empalizada y tras ella la casa, apenas visible entre los árboles, tan cubiertos de verdín y humedad estaban sus ruinosos muros. Pasando un portillo me encontré en un espacio abierto, rodeado en semicírculo por el bosque. No había flores ni césped; sólo un sendero enarenado rodeado de musgo. Las ventanas de la casa eran enrejadas y angostas, y la fachada, estrecha y mezquina. Como me dijera el posadero, Ferndean era un desolado lugar. Reinaba el silencio, como en una iglesia inglesa un día no festivo. El único rumor que se sentía era el de la lluvia.
«¿Es posible viva alguien aquí?», me pregunté.
Sí; vivía alguien. La puerta se abrió lentamente y una figura apareció sobre la escalera de acceso. Extendió la mano como para comprobar si llovía. A pesar de la oscuridad, le reconocí. Era mi amado Edward Fairfax Rochester en persona.
Detuve mis pasos, contuve la respiración y le contemplé, ya que él, ¡ay!, no podía contemplarme. En aquel encuentro el entusiasmo quedaba reprimido por la pena. No me fue difícil ahogar la exclamación que acudía a mi garganta, ni paralizar mi impulso de lanzarme hacia Edward.
Su figura tenía el porte erguido de siempre, su cabello seguía siendo negro y sus facciones no estaban nada alteradas por el transcurso de un año de penas, gracias a su constitución vigorosa. Y, sin embargo, se apreciaba un cambio en él. Una fiera mutilada, un águila enjaulada a la que se hubiesen arrancado los ojos podrían dar una idea de la apariencia de aquel Sansón ciego.
Mas si imaginas, lector, que sentí temor de él, me conoces poco. No; yo experimentaba la dulce esperanza de depositar un beso en aquella frente de roca y en aquellos labios ásperamente cerrados. Pero no quería abordarle aún.
Descendió un escalón y avanzó, lento, hacia el sendero. Luego se detuvo, alzó la mano, abrió los párpados y, como haciendo un esfuerzo desesperado, dirigió sucesivamente los ojos al cielo y a los árboles. Mas se comprendía que ante aquellos ojos no se extendía más que el vacío y la sombra. Extendió la mano izquierda (llevaba la derecha, que era la amputada, en el bolsillo) como para cerciorarse de si había algo ante él. Pero los árboles estaban aún a varias yardas de distancia. Se paró bajo la lluvia, que mojaba su cabeza descubierta. En aquel momento apareció John, no sé por dónde.
-¿Quiere que le dé el brazo, señor? -preguntó-. Llueve mucho y vale más que vuelva a casa. -Déjeme solo -dijo Rochester.
John se retiró sin verme. Rochester trató de pasear, a tientas, pero le fue imposible y al fin regresó al edificio y entró, cerrando la puerta.
Me acerqué y llamé. La mujer de John salió a abrir. -¿Cómo está usted, Mary? -dije. Me miró como si yo fuera un fantasma. La tranquilicé. Exclamó:
-¿Es posible, señorita, que haya venido sola a un sitio como éste, a estas horas?
Le contesté tomando su mano y siguiéndola a la cocina, donde John se hallaba
sentado junto al fuego. Les indiqué, en pocas palabras, cómo me había informado de lo ocurrido en Thornfield y añadí que venía a visitar a Mr. Rochester. Rogué a John que fuese a la casilla de camineros donde había despedido el coche, a buscar mi equipaje;
pregunté a Mary, mientras me quitaba el sombrero y el chal, si podía instalarme en la casa durante aquella noche, y hallando que, aunque difícil, no era imposible, le informé que deseaba quedarme. En aquel preciso instante sonó la campanilla del salón.
-Diga al señor -indiqué- que está aquí una persona que quiere hablarle, pero no le diga mi nombre. -No sé si la recibirá -repuso Mary-. Nunca quiere recibir a nadie.
Cuando volvió le pregunté que había dicho su amo. -Que se vaya usted con Dios - repuso.
Llenó un vaso de agua y lo puso en una bandeja, donde colocó también unas bujías. -¿Es eso lo que había pedido? -pregunté.
-Sí. Siempre quiere tener luces encendidas, aunque no ve.
-Yo se lo llevaré -dije.
Tomé la bandeja. Ella me señaló la puerta del salón. La bandeja temblaba entre mis manos y el agua del vaso se vertía a cada estremecimiento. Mary me abrió la puerta y la cerró tras de mí.
El aposento estaba casi en tinieblas. Un descuidado fuego ardía en la antigua chimenea y, con la cabeza apoyada en el mármol, se veía al ciego ocupante de la habitación. Piloto, el viejo perro, se hallaba tendido a su lado, fuera de mano, como si temiese ser pisado por inadvertencia. Cuando entré, el animal estiró las orejas, ladró, saltó hacia mí y, en su alegría, faltó poco para que me derribase la bandeja. La puse sobre la mesa, acaricié al perro y le dije en voz baja: «¡Quieto!» Rochester, maquinalmente, se volvió para ver lo que sucedía, pero como no pudo ver nada, suspiró y recobró la postura de antes.
-Deme el agua, Mary- dijo.
Me aproximé a él, con el vaso, ya sólo lleno hasta la mitad. Piloto, muy excitado, aún me seguía.
-¿Qué pasa? -preguntó Rochester. -¡Quieto, Piloto! -repetí.
Él se llevó el vaso a los labios, bebió y me dijo: -Es usted Mary, ¿no?
-Mary está en la cocina- respondí.
Adelantó la mano rápidamente, pero como no me veía, no pudo alcanzarme.
-¿Qué es esto, qué es esto? -preguntó con ansiedad, esforzándose inútilmente en ver
con sus muertos ojos-. ¡Conteste, vuelva a hablar! -ordenó.
-¿Quiere más agua? -interrogué-. He derramado sin querer la mitad del vaso. -¿Qué es eso? ¿Quién me habla?
-Piloto me conoce y John y Mary saben quién soy. Acabo de llegar -contesté. -¡Dios mío! ¿Qué ilusión es ésta? ¿Qué dulce locura me ha acometido?
-No es ilusión ni es locura. Su cerebro y su ánimo son demasiado fuertes para
ilusionarse ni para enloquecer.
-¿Quién me habla? ¿Es sólo una voz? No puedo ver, no, pero necesito sentir o, de lo
contrario, se me paralizará el corazón y me arderá la cabeza. Déjeme que la toque, sea quien fuere, o me muero.
Adelantó la mano; yo la oprimí entre las mías. -¡Sus dedos! -gritó-. ¡Sus deditos!
Su mano recorrió mis hombros, mi rostro, mi talle. -¿Eres Jane Eyre? Tienes su figura, su...
-Su voz, su figura y su corazón, también -repuse-. Soy Jane y me siento contenta de estar al lado de usted. -¡Jane Eyre, Jane Eyre! -exclamó-. ¿Eres Jane de veras? ¿Jane viva?
-Ya ve que mi piel está cálida y que respiro.
-¡Mi querida Jane! Sí; eres tú. Pero esto debe de ser un sueño, un sueño como los que tengo cuando imagino que la estrecho contra mi corazón, que me ama y que no me abandonará nunca.
-Desde hoy no le abandonaré, no.
-¡Oh, esta aparición dice que nunca me abandonará! Pero siempre que despierto encuentro que me rodea el vacío, y me siento otra vez desolado y abandonado, solo, con mi vida desesperada y tenebrosa, con mi alma sedienta de un elixir que no podré beber jamás... ¡Oh dulce sombra de un sueño; ven a mí, abrázame y bésame antes de disiparte como las anteriores apariciones!
Puse mis labios en sus antes brillantes y ahora apagados ojos, separé el cabello de su frente y le besé también. Pareció convencerse de la realidad de mi presencia.
-¿Eres tú, Jane? ¿Has vuelto a mi lado? -Sí.
-¡Oh, Jane! ¿Y qué es de ti? ¿Sigues trabajando en alguna casa extraña?
-No. Ahora soy independiente. -¿Independiente? ¿Qué quieres decir?
-Mi tío el de Madera ha muerto y me ha legado cinco mil libras.
-Ya veo que esto es real -exclamó-. Cosas así no las he soñado nunca. Además es tu
voz, tu voz que me reconforta, que me da la vida... ¿Así que eres rica e independiente, pequeña Jane?
-Lo soy. Y si no quiere recibirme en su casa, puedo construir una junto a la de usted y puede visitarme en ella cuando alguna tarde se sienta deseoso de compañía.
-Pero ahora que eres rica, encontrarás amigos que se preocuparán de ti y no permitirán que te consagres a cuidar a un desdichado ciego.
-Ya le he dicho que soy independiente y que nadie tiene autoridad sobre mí.
-¿Y te propones quedarte conmigo?
-Sí, si usted no me lo impide. Puedo ser su compañera, su enfermera y su ama de
llaves. Leeré para usted, hablaré con usted, me sentaré a su lado, seré sus manos y sus ojos. No se entristezca, amigo mío; no estará jamás solo, mientras yo viva.
No contestó. Se había puesto grave y abstraído. Movió los labios como si fuese a hablar, pero los cerró de nuevo. Yo me sentía un poco turbada. Acaso había ido demasiado lejos en mi desprecio de los convencionalismos humanos, y como mi primo John, él encontraba incorrecta mi conducta. Yo le había hecho mi proposición suponiendo que Edward deseaba y me pediría que fuese su mujer. Mas al notar en su aspecto que quizá me equivocaba, suavemente comencé a aflojar la presión de su brazo. Pero él me retuvo.
-No, no, Jane, no te vayas. Te he escuchado, he experimentado el consuelo de tu presencia, la dulzura de tus palabras. No puedo dejar huir de mi lado estas alegrías. Te necesito. El mundo se burlará de mí, me llamará egoísta y absurdo, pero no me importa.
-Bien: viviré con usted. Ya se lo he dicho.
-Sí, pero tú entiendes por vivir conmigo una cosa, y yo, otra. Ya sé que eres capaz de ser para mí una abnegada enfermera, porque tu corazón es generoso, tierno y pronto a todo sacrificio por aquellos a quienes compadeces. Mas supongo que en adelante mis sentimientos por ti han de ser exclusivamente paternales, ¿no es eso?
-Haré lo que usted quiera. Si cree que es mejor que sea sólo su enfermera, lo seré. -Pero no lo serás siempre, Jane. Eres joven y te casarás algún día.
-No me preocupa en nada ese asunto.
-Y yo haría que te preocupara, Jane, si fuese el que era. ¡Pero ahora, que sólo soy un
desdichado ciego!
Y quedó melancólico. Yo, por el contrario, me reanimé al escuchar aquellas
palabras, que me indicaban que la única dificultad que podía haber era por mi parte. Mi turbación desapareció y no tardé en reanudar la conversación con más brío.
-Ante todo, hay que pensar en humanizarle -dije arreglando su descuidada y larga cabellera-, porque está usted convertido en un león o cosa parecida. Su cabello me
recuerda el plumaje de un águila. Lo que no he notado es si sus uñas han crecido como las garras de un ave de presa.
-En este brazo, al menos -repuso, mostrándome el mutilado-, no hay ni uñas, ni mano siquiera. No es más que un lamentable muñón. ¿Te habías dado cuenta de ello, Jane?
-Es triste verlo, y triste ver sus ojos, y doloroso distinguir las cicatrices que las llamas han dejado en su frente... ¡Y lo peor de todo es que le quiero más precisamente por eso!
-Ya rectificarás, Jane, cuando veas mi brazo y mi rostro lleno de cicatrices.
-No diga semejante cosa... Y, ahora, déjeme que encienda un fuego. ¿Nota cuándo lo hay?
-Sí; percibo vagamente una especie de neblina. -¿Y las bujías?
-Muy imprecisas. Como una nubecilla luminosa. -Y a mí ¿me ve?
-No, hadita mía. Pero te oigo y te siento, y me basta. -¿Cuando quiere usted cenar? -No ceno nunca.
-Pero debe hacerlo esta noche. Yo estoy hambrienta.
Llamé a Mary y las dos arreglamos el aposento con más orden. Preparé una
agradable colación. Me sentí excitada. Hablé a Rochester con placer y emoción durante la cena y largo rato después. Nada me restringía a su lado, nada me hacía reprimir mi vivacidad, porque sabía que cuanto dijese le placía y le consolaba. En su presencia todas mis facultades, cuanto había en mí de vivo y animado, parecía desarrollarse, como a él le sucedía también ante mí. Aunque ciego como estaba, la sonrisa iluminaba su rostro, la alegría brillaba en sus facciones y todo en él parecía dulcificarse. -
Me hizo muchas preguntas sobre mi vida, sobre lo que había hecho en aquel año y sobre cómo había averiguado su paradero, pero sólo pude contestarle en parte, porque era muy tarde para entrar en detalles durante aquella noche. Además yo no quería despertar recuerdos m emociones demasiado profundos en su corazón. Sólo deseaba consolarle, y eso, evidentemente, lo conseguía.
En una ocasión en que en nuestra charla se produjo un silencio, me dijo:
-¿Estás segura de que eres un ser viviente, Jane? -Absolutamente segura.
-Pero no comprendo cómo apareciste, en esta noche oscura y melancólica, a mi lado.
Tendía mi mano para coger un vaso de agua y me lo entregaste tú. Hice una pregunta a Mary y me contestó tu voz. ¿Cómo pudo ser eso?
-Porque fui yo quien trajo la bandeja, en lugar de Mary.
-¡Oh, qué encantador es el tiempo que estoy pasando a tu lado! ¿Cómo podría explicarte la oscura, terrible y desesperada vida que ha arrastrado estos pasados meses? No hacía nada, no esperaba nada, días y noches eran iguales para mí, no sentía sino frío cuando la lumbre se apagaba, o hambre cuando me olvidaba de comer, y, unido a todo, un inmenso dolor; el de no volver a ver a Jane. Sí; ansiaba más volver a encontrarla que recobrar la vista. ¿Es posible que Jane esté conmigo y me diga que me ama? ¿Que no desaparezca como ha aparecido? Temo no hallarla mañana a mi lado.
Me pareció que una contestación vulgar era lo mejor para cambiar el curso de sus turbados pensamientos. Pasando, pues, los dedos por sus cejas, comenté que estaban quemadas en parte y agregué que procuraría buscar algún remedio que volviese a hacerlas crecer tan pobladas y negras como antes.
-¿Para qué ocuparse en ello, espíritu benigno, si en un momento fatal, acabarás desvaneciéndote sin que sepa cómo?
-¿No tiene usted un peine de bolsillo? -¿Para qué, Jane?
-Para peinarle esas crines revueltas. Cuando se las veo, me da miedo. Yo seré un hada, pero usted es un coco.
-¿Tan feo te parezco, Jane?
-Horroroso. Ya sabe que siempre lo ha sido.
-¡Caramba! Veo que, dondequiera que hayas pasado este tiempo, no ha sido
ciertamente en un sitio donde te hayan quitado tu habitual perversidad.
-Sin embargo, he estado con gentes muy buenas, cien veces mejores que usted, con
ideas y opiniones refinadas y elevadas como usted no las ha tenido en su vida. -¿Con quién diablos has estado, Jane?
-Si sigue usted agitándose de ese modo, le arrancaré el pelo de la cabeza a tirones, y así no le quedarán dudas de que soy de carne y hueso.
-¿Con quién has estado, Jane?
-Permítame no decírselo hoy. Así, dejando la historia a medio relatar, tendrá la certeza de que mañana reapareceré a la mesa para contársela completamente mientras desayuna. Además, nada de acostarse con sólo un vaso de agua. Voy a prepararle un huevo con el correspondiente jamón, por supuesto.
-Te estás burlando de mí, hadita mía. Me haces sentirme como si no hubieran pasado estos doce meses. De haber sido tú el David de Saúl, habrías exorcizado el mal espíritu sin necesidad de arpa.
-Vaya, ya se pone usted en razón. Y ahora le dejo para ir a acostarme. Estoy en viaje desde hace tres días, y me siento cansada. Buenas noches.
-Una palabra más, Jane. ¿Había sólo mujeres en la casa en que vivías?
Reí y salí del cuarto. Continuaba riendo mientras subía las escaleras. «¡Buena ocurrencia -pensé-. Ya veo que tengo un medio de vencer su melancolía durante los días próximos!»
Muy temprano, de mañana, le oí andar de un aposento a otro y preguntar a Mary:
-¿Está aquí Miss Eyre? ¿Sí? ¿No será húmeda la alcoba? ¿Sabe si ya se ha vestido? Vaya a ver si necesita algo y pregúntele cuándo va a bajar.
Bajé cuando supuse que era la hora de desayunar. Entré en el cuarto sin hacer ruido y pude contemplar a Rochester. Era doloroso ver aquella vigorosa naturaleza esclavizada a una dolencia corporal. Sentado en su silla, permanecía quieto, pero no tranquilo, sino en actitud de anhelosa espera. En sus facciones se pintaba la tristeza que ahora le era habitual. Daba la impresión de una lámpara apagada en espera de que la encendiesen. Mas, ¡ay!, no dependía de él, sino de otro, el readquirir su brillo. Yo deseaba mostrar despreocupación y alegría, pero la impotencia a que se veía reducido aquel hombre tan enérgico me afectaba hasta el fondo de mi corazón. No obstante, le hablé lo más animadamente que pude.
-Hace una hermosa mañana de sol. Vamos a dar un paseo.
Ya había logrado encender la llama. Sus mejillas se colorearon.
-¿Ya estás aquí, alondra mía? Ven, ven... ¿Conque no te has desvanecido? Hace un
rato estuve oyendo cantar a otra alondra como tú, en el bosque, pero sus trinos no me decían nada, como nada me dicen los rayos del sol naciente. Todas las melodías de la tierra están concentradas para mí en la voz de mi Jane y toda la luz que puedo percibir consiste en tenerla a mi lado.
Mis ojos se humedecieron oyéndole proclamar su dependencia de mí. Era como si un águila real, encadenada, hubiese de depender de un gorrión para subsistir. Pero no podía ser débil. Enjugué mis lágrimas y comencé a servir el desayuno.
Pasamos casi toda la mañana al aire libre. Le conduje, a través del húmedo y espeso bosque, hasta unos campos cultivados de las cercanías y le expliqué lo verdes que estaban, la lozanía de las flores que crecían entre las hierbas y el esplendor del cielo. Le busqué un asiento al lado de un árbol y no me negué a complacerle cuando él me pidió que me acomodara en sus rodillas. ¿Para qué negarme, si los dos nos sentíamos más
felices estando juntos que separados? Piloto se tendió a nuestro lado. Todo era calma en torno nuestro. Rochester exclamó de pronto, mientras me abrazaba fuertemente:
-¡Qué cruel fuiste, Jane! ¡Si vieras lo que sufrí cuando huiste de Thornfield y no pude encontrarte en sitio alguno! ¡Y cuando vi, examinando tu alcoba, que no te habías llevado dinero ni nada que lo valiese! Un collar de perlas que te había regalado lo dejaste en su estuche y tus maletas estaban listas y atadas, como las tenías para el viaje de novios. «¿Qué podría hacer mi amada», me preguntaba, «huyendo desvalida y pobre?» ¿Qué hiciste? Cuéntamelo ahora.
Inicié la narración de mi vida durante el último año. Dulcifiqué mucho lo relativo a los tres días que pasé sin alimento ni hogar, para no causarle un dolor inútil, pero con todo, impresioné su noble corazón más profundamente de lo que quisiera.
Me dijo luego que no debía haberle abandonado así, sin llevar al menos algunos recursos. Debía haber confiado en él, que no me hubiera obligado a convertirme en su amante contra mi voluntad. Por muy grande que fuese su desesperación, me amaba demasiado para constituirse en mi tirano. El me habría dado la mitad de su fortuna, sin pedirme a cambio ni un solo beso, con tal de no verme lanzarme, como me lancé, sin medios ni amigos, a través del mundo. Estaba seguro, además, de que yo habría sufrido más de lo que le confesaba.
-Fueran los que fuesen los sufrimientos, duraron poco -dije.
Y le conté cómo había sido recibida en Moor House, cómo obtuve el cargo de maestra, la noticia de la herencia, el descubrimiento de que los que me acogieron eran primos míos. El nombre de John Rivers se repitió varias veces en el curso de la narración.
-Entonces, ¿ese John es primo tuyo? -Sí.
-¿Y le estimas?
-Sí; es un buen hombre.
-¿Cómo es? ¿Un respetable caballero de cincuenta años? -Tiene veintinueve.
-Jeune encore?, como dicen los franceses. ¿Es un hombre bajo, flemático, corriente?
¿Una de esas personas cuyos méritos consisten más en no cometer faltas que en ejercer virtudes?
-Es al contrario: virtuoso y activo y no vive sino para fines elevados.
-Y de inteligencia, ¿cómo está? Nada extraordinario ¿no es cierto? Es de aquellos que se explican bien y, sin embargo, no interesan, ¿verdad?
-Habla muy poco; sólo lo indispensable. Pero tiene una mentalidad muy vigorosa. -¿Es, pues, un hombre de capacidad? -De mucha capacidad.
-¿Educado? -Instruidísimo.
-Entonces, ¿son sus modales los que no te gustan? ¿Es afectado y gazmoño?
-A menos que yo tuviera muy mal gusto, habían de gustarme por fuerza, porque es muy cortés, sereno y caballeroso.
-Será su aspecto el que... ¿es uno de esos pastores jóvenes, muy empaquetados, con sus cuellos altos y...? -No John viste bien. Es un hombre arrogante, alto, delgado, rubio, con ojos azules y un perfil griego.
-¡Maldito sea! -dijo para sí. Y agregó-: ¿No te agrada, Jane?
-Sí, me agrada. Ya me lo había preguntado usted antes.
Noté que los celos devoraban a mi interlocutor. Pero eran saludables, con todo,
porque le arrancaban de su melancolía habitual. Así, pues, yo no debía adormecer en seguida la serpiente que le mordía el corazón.
-Acaso te encontrarás más a gusto no estando sentada en mis rodillas, ¿verdad?- preguntó inesperadamente y no sin cierta exaltación.
-¿Por qué?
-Porque has hecho un relato tan sugestivo, que la comparación ha de resultarte ingrata a la fuerza. Tus palabras han descrito un verdadero Apolo. Se ve que le tienes presente en la imaginación. Alto, delgado, con los ojos azules, con el perfil griego... Y ahora estás ante un Vulcano, un herrero auténtico, moreno, con los hombros cuadrados y, para colmo, manco y ciego.
-No había pensado en ello, pero, sin embargo, me quedo con Vulcano.
-Bien, señorita, puede usted largarse -y me apretó con más fuerza-, pero antes tiene que contestarme a una o dos preguntas.
Se detuvo. -¿Cuáles son?
-¿John te buscó el empleo de maestra antes de saber que eras prima suya? -Sí.
-¿Le veías muchas veces? ¿Visitaba la escuela? -A diario.
-¿Aprobaba tus proyectos, Jane? Porque debió de darse cuenta de que eran
acertados, ya que eres una mujer de talento. -Los aprobaba.
-¿No descubrió en ti muchas cosas que no esperaba encontrar? Algunas de tus cualidades no son comunes. -Eso no lo sé.
-Dices que tenías una casita junto a la escuela. ¿Te visitaba allí?
-De vez en cuando. -¿Por las noches? -Una o dos veces. Una pausa. -¿Cuánto tiempo has vivido con él y con sus hermanas desde que descubriste
vuestro parentesco? -Cinco meses.
-¿Pasaba mucho tiempo Rivers con vosotras?
-Sí; había un saloncito que era a la vez su cuarto de estudio y el nuestro. El se
sentaba junto a la ventana y nosotras a la mesa.
-¿Estudiaba mucho? -Mucho.
-¿El qué?
-El idioma indostaní. -Y tú, ¿qué hacías? -Aprender alemán, al principio. -¿Te lo
enseñaba él?
-No sabe alemán. -¿Y no te enseñó nada? -Un poco de lengua indostaní. -¿Qué te
enseñó indostaní? -Sí.
-¿Y a sus hermanas también? -No.
-¿Sólo a ti? -Sólo a mí. -¿Le pediste que te lo enseñara? -No.
-¿Deseaba él que lo aprendieras? -Sí.
Una segunda pausa.
-¿Para qué lo deseaba? ¿De qué podía servirte ese idioma?
-Porque quería llevarme con él a la India. -¡Claro, ésa era la cosa! ¿Quería casarse
contigo? -Me lo propuso.
-Eso es falso. Lo dices para ofenderme.
-Perdón: es la pura verdad. Me lo repitió más de una vez y me insistía tanto en ello
como usted mismo lo hubiera hecho.
-Señorita: le repito que puede apartarse. ¿Por qué ese empeño en permanecer sobre
mis rodillas cuando le he dicho que se quite?
-Porque estoy a gusto.
-No puedes sentirte a gusto, Jane. Tu corazón no está conmigo, sino con tu primo,
con ese John. ¡Y yo que he pensado hasta ahora que mi Jane era realmente mía! Yo creí que cuando me abandonaste me querías y eso representaba una gota de miel en mis amarguras. Desde que nos separamos, he vertido muchas lágrimas por ti, pero nunca pude pensar que quisieras a otro. En fin: es inútil lamentarse. Vete, Jane, y cásate con Rivers.
-Entonces, arrójeme usted de su casa, porque por mi voluntad no me iré.
-Jane: tu voz renueva mis esperanzas, me suena leal y afectuosa, me hace volver a mi vida de un año atrás. Comprendo que hayas contraído un nuevo compromiso. Pero yo no soy un necio... Vete.
-¿Adonde?
-A casarte con el esposo que has elegido. -¿Quién es?
-Ya lo sabes, ese John Rivers.
-No es mi marido, ni lo será nunca. No me ama, ni le amo. Él ama -a su modo, que
no es ciertamente el de usted- a una joven llamada Rosamond. Si deseaba casarse conmigo era porque consideraba que yo sería una buena esposa de misionero y Rosamond no. Es bueno y noble, pero muy austero y, para mí, tan frío como un témpano de hielo. No es como usted: no soy feliz a su lado. No siente por mí ni cariño ni comprensión algunos. No ve en mí nada atractivo, ni siquiera la juventud, sino sólo algunos aspectos espirituales. ¿Me considera usted capaz de abandonarle para ir con él?
Me estremecí involuntariamente y me apreté más al pecho de mi ciego y querido Edward. Sonrió.
-¿Me aseguras que es ése en realidad el estado de tus relaciones con Rivers?
-En absoluto. No se sienta celoso. Quería bromear un poco con usted para hacerle olvidar su tristeza. Pero si usted me ama y sabe apreciar lo mucho que le amo, se sentirá orgulloso y contento. Todo mi corazón es suyo y deseo vivir a su lado, aunque hubiese de permanecer en un desierto toda mi vida.
Me besó. Pero otra vez sombríos pensamientos entenebrecieron su semblante. -¡Ay! -gimió-. ¡Pensar que soy un mutilado, un deformado!
Le acaricié, tratando de tranquilizarle. Sabía lo que pensaba y hubiera querido
hablarle de ello, pero no me atrevía. El volvió la cara y de sus ojos apagados brotó una lágrima que se deslizó por su mejilla. Mi corazón desbordaba de pena.
-Estoy como el viejo castaño del huerto sobre el que cayó aquel rayo -murmuró-. ¿Qué derecho tiene esta ruina a que un capullo en flor le perfume con su lozanía?
-No es usted una ruina. Es usted fuerte, vigoroso. Y hay quienes quieren crecer a la sombra de sus ramas, y buscar en su tronco robusto un apoyo contra los huracanes.
Volvió a sonreír, consolado. -¿Te referías a mis amigos, Jane?
-Sí, a amigos -dije, aunque no era ésa la palabra adecuada, ni la que yo quería pronunciar. Pero él me ayudó.
-Lo que yo deseo es una esposa, Jane. -¿Sí?
-Sí. ¿Ahora te enteras?
-Ahora. Antes no me había dicho usted nada. -¿Y no te agrada la noticia?
-Depende de quién sea la persona elegida. -Te autorizo a que elijas tú misma, Jane. -
Entonces... escojo a la que más le quiere en el mundo. -Yo elegiría... a la que más amo... ¿Quieres casarte conmigo, Jane?
-Sí.
-¿Con un desventurado ciego que no puede caminar sin lazarillo?
-Sí.
-¿Con un mutilado, que te lleva veinte años y al que tendrás que ayudar en todo? -Sí.
-¿De veras, Jane? -Completamente de veras.
-¡Oh, querida mía! ¡Dios te bendiga y te recompense!
-Escuche: si algo bueno he realizado en mi vida, si alguna vez he rogado con sincera
devoción, si alguna vez he sentido algún buen deseo, me siento recompensada ahora por todo. Ser su esposa es, para mí, alcanzar la mayor felicidad posible en la tierra.
-Porque te complaces en el sacrificio.
-¿Qué sacrificio? ¿El de calmar el hambre que me devora, el de cambiar la esperanza por la realización? ¿Es un sacrificio poder estrechar entre mis brazos al que estimo, poder besar al que amo, descansar en el que confío? Si eso es sacrificarse, ¡bendito sea tal sacrificio!
-¿Y soportar mis dolencias y condescender con mis faltas?
-Para mí no existen. Prefiero amarle ahora, cuando puedo serle útil, que antes, cuando usted no accedía a desempeñar otro papel que el de un protector orgulloso y espléndido.
-Es verdad que aborrecía el ser auxiliado y conducido, pero no lo aborreceré en adelante. No me gustaba apoyar mi brazo sobre el de los que me sirvieran porque les pagaba, pero con gusto sentiré que me lo oprimen los deditos de Jane. Preferiría la soledad total a ser acompañado por sirvientes profesionales, pero los dulces servicios de Jane me colmarán de alegría. Jane me agrada. ¿Le agradaré yo a ella?
-Más de cuanto pueda decirse.
-Siendo así, como no tenemos que depender de nadie, debemos casarnos inmediatamente.
Hablaba con vehemencia. Su antigua impetuosidad resurgía.
-Debemos unirnos sin dilación, Jane. Nadie nos impide que ahora...
-Acabo de observar que el sol ya está muy bajo. Piloto se ha ido a casa a comer.
Déjeme ver la hora en su reloj.
-Guárdalo tú, Jane, porque a mí no me sirve de nada. -Son casi las cuatro de la tarde.
¿No tiene usted apetito?
-De aquí a tres días nos casaremos. Ahora no hay que ocuparse para nada de ropas
ni joyas. Todo eso no importa ni un adarme.
-El sol ha secado la humedad de la lluvia de ayer... No hace nada de aire y se siente
mucho calor. -¿Sabes, Jane, que tu collarcito de perlas va sobre mi áspera piel, bajo mi corbata, desde que perdí mi tesoro, en recuerdo de él?
-Podemos ir a casa cruzando el bosque. Será el camino más sombreado.
Pero él seguía entregado a sus pensamientos, y no hacía caso alguno de mis intentos de desviar el tema de conversación.
-Jane: aunque pienses que soy un perro ateo, mi corazón rebosa gratitud hacia Dios. Él no ve como ven los hombres, sino con más clarividencia; no juzga como ellos, sino con más justicia. Hice mal tratando de empañar la pureza de mi inocente flor, y el Omnipotente me lo impidió. Y yo, en mi soberbia, en lugar de inclinarme ante su voluntad, le desafié. Pero la divina justicia prosiguió su curso y me fue preciso pasar por el valle sobre el que proyecta su sombra la muerte. El castigo ha sido justo y ha humillado mi orgullo para siempre. Yo, que me envanecía de mi fuerza, debo confiarme ahora a la guía de otro, como el más débil de los niños. Al fin, Jane, sólo al fin, comienzo a experimentar remordimiento y contrición y deseo de reconciliarme con mi Creador. Hasta rezo algunas veces: oraciones muy breves, sí, pero sinceras...
»Hace algunos días... -puedo concretar la fecha: fue la noche del lunes pasado- experimenté una extraña impresión. Yo, hasta entonces, al no hallarte, te daba por muerta. Esa noche, entre once y doce, retirado en mi alcoba, supliqué fervientemente a Dios que, si tal era su voluntad, me arrebatara pronto esta vida y me admitiese a la existencia del más allá, donde yo tenía la esperanza de reunirme contigo.
»Estaba sentado junto a la ventana abierta. Me acariciaba la perfumada brisa nocturna y, aunque no veía las estrellas, por un vago y difuso resplandor adivinaba que brillaba la luna. ¡Te anhelé, Jane, te anhelé con toda mi alma y todo mi corazón! Y pregunté a Dios, con humildad y angustia, si no había sido ya bastante atormentado, desolado y afligido y si no podía disfrutar al fin otra vez de dicha y de paz. Reconocía
merecer cuanto había sufrido, pero rogaba que no se me infligiesen más dolores. Y todos los sentimientos de mi corazón, del principio al fin, se condensaron en tres palabras: ¡Jane, Jane, Jane!
-¿Las pronunció en voz alta?
-Sí. Y si alguien hubiera escuchado, me habría juzgado loco por la frenética energía con que las pronuncié. -¿Y eso fue el lunes, hacia medianoche?
-Sí, pero la hora no tiene importancia. Lo trascendental es lo que siguió. Me tomarás por un supersticioso y confieso que algo de ello llevo en la sangre, pero lo que te voy a relatar es absolutamente cierto.
»Al exclamar: ¡Jane, Jane, Jane!, una voz, que no puedo decir de dónde procedía, pero que reconocí muy bien, dijo: «Voy, espérame. ¡Voy, voy!» Un momento después, el viento me trajo estas palabras: «¿Dónde estás?»
»Procuraré explicarte la impresión que aquellas palabras me causaron, aunque es difícil pintar lo que sentí. Ferndean, como sabes, está situado en un espeso bosque donde los sonidos no producen ecos. Y el "¿Dónde estás?" me pareció dicho en un lugar rodeado de montañas y hasta oí el eco que lo repetía. Una brisa fresca acarició mi frente en aquellos instantes, y tuve la sensación de que Jane y yo nos hallábamos reunidos en aquel momento en algún lugar solitario, desolado. Y creo que, en efecto, nos reunimos en espíritu. Estoy seguro, Jane, de que, a aquella hora, mientras dormías, tu alma abandonó tu cuerpo para confortar la mía por un segundo.»
La noche del lunes anterior, y a aquella hora, fue, lector, cuando 'yo percibí la misteriosa llamada a que respondí con las frases que él me repetía. Escuché el relato de Rochester, pero no correspondí con la narración de lo que yo había experimentado. Me pareció una coincidencia demasiado sobrenatural e inexplicable para comunicársela. Contarle lo que a mí me sucediera habría causado una impresión excesiva en su espíritu, demasiado inclinado entonces a lo sombrío y misterioso, y le hubiera llevado a profundizar más en pensamientos que no convenían a su estado de ánimo. Callé y guardé en mi corazón aquellos misterios.
-No extrañes, pues -prosiguió él-, que cuando anoche te presentaste tan súbitamente, me costara trabajo suponer que eras otra cosa distinta a una simple voz o una aparición, algo que debía disiparse en el silencio y en la nada como aquella otra voz que oí resonar entre montañas que repetían su eco. Mas ahora, gracias a Dios, comprendo que no era así. ¡Sí: gracias a Dios!
Me retiró de sobre sus rodillas, se incorporó y, quitándose reverentemente el sombrero, inclinó sus ojos apagados y se sumió en una casi muda plegaria, de la que sólo pude entender las palabras postreras:
-Agradezco a mi Creador el perdón que en el Tribunal de su Justicia me haya concedido, y pido humildemente a mi Redentor que me otorgue fuerzas para llevar en el futuro una vida más pura que la que he llevado antes.
Luego extendió la mano hacia mí. Tomé y llevé a mis labios aquella mano tan querida, y él la pasó alrededor de mi hombro. Como yo era mucho más baja, pude servirle así de apoyo y de guía. Penetramos en el bosque y llegamos a casa.
XXXVIII Conclusión
Lector: me casé con Edward. Fue una boda sencilla. Sólo él, el párroco, el sacristán y yo estuvimos presentes. Cuando volvimos de la iglesia, fui a la cocina de la casa, donde Mary estaba preparando la comida y John sacando los cubiertos, y dije:
-Mary: me he casado esta mañana con Mr. Rochester.
El ama de casa y su marido pertenecían a esa clase de personas flemáticas y correctas, a las que se puede participar una noticia sin temor a que nos abrumen con sus exclamaciones y nos ahoguen bajo un torrente de palabras de asombro. Mary me miró: el cucharón con que golpeaba un par de pollos que se asaban al fuego permaneció suspendido en el aire unos tres minutos y durante el mismo tiempo quedó interrumpido el proceso de arreglo de los cuchillos de John. Después, Mary, volviendo a inclinarse sobre el asado, se limitó a decir:
-¿Sí, señorita? Muy bien.
Y al cabo de un breve rato continuó:
-La vi salir con el señor, pero no sabía que iban a la iglesia.
Y siguió golpeando los pollos. Me volví hacia John y vi que reía abriendo mucho la
boca.
-Ya le decía yo a Mary que acabaría sucediendo así -comentó-. Conozco bien a Mr.
Edward -John era un criado antiguo y trataba a su amo desde que éste era el menor de la familia, por lo que se permitía a veces mencionarlo por su nombre propio- y me constaba lo que se proponía. Estaba seguro de que no lo demoraría mucho, y ha hecho bien. Le deseo muchas felicidades, señorita.
Y se quitó cortésmente la gorra.
-Gracias, John. Mr. Rochester me dijo que les diera esto.
Puse en su mano un billete de cinco libras y salí de la cocina. Pasando poco después
ante la puerta de tal santuario, oí estas palabras:
-Será mejor para él que una de esas señoronas... Y ella podría haber encontrao otro
más guapo, pero no de mejor carácter ni más cabal...
Escribí a Cambridge y a Moor House dando la noticia. Diana y Mary me aprobaron
sin reserva alguna. Diana me anunció que, una vez transcurrido un tiempo prudencial para dejar pasar la luna de miel, iría a visitarme.
-Vale más que no espere a que pase, Jane dijo mi marido cuando le leí la carta-, porque tendrá que aguardar mucho. Nuestra luna de miel durará tanto, que sólo se apagará sobre tu tumba o la mía.
No sé que efecto causaría la novedad a John, porque no me contestó ni tuve carta suya hasta seis meses más tarde. En ella no aludía para nada a Edward ni a mi casamiento. Era una misiva tranquila y, aunque seria, afectuosa. Desde entonces mantenemos una correspondencia regular, si bien no frecuente. Él dice que confía en que yo sea feliz y espera que no imite a aquellas que prescinden de Dios para ocuparse sólo en las cosas terrenas.
¿Verdad que no has olvidado a Adèle, lector? Yo tampoco. Escaso tiempo después de casados, pedí a Rochester que me dejase ir a visitarla al colegio donde se hallaba interna. Su inmensa alegría me conmovió mucho. Me pareció pálida y delgada, y me confesó que no era feliz. Yo descubrí que la disciplina del colegio era demasiado rígida y su programa de estudios demasiado abrumador para una niña de aquella edad. Me la llevé a casa, resuelta a ser su institutriz de nuevo, pero esto no resultó posible, porque todos mis cuidados los requería otra persona: mi marido. La instalé, pues, en otro colegio menos severo y más próximo, donde me era fácil visitarla a menudo y llevarla a casa de vez en cuando. Me preocupé de que no le faltase nada que pudiera contribuir a su bienestar, y así, pronto se sintió satisfecha y progresó en sus estudios. A medida que crecía, una sana educación inglesa corrigió en gran parte sus defectos franceses, y cuando salió del colegio hallé en ella una compañera agradable, dócil, de buen carácter y sólidos principios. Con su sincera afección por mí y los míos, ha compensado de sobra las pequeñas bondades que alguna vez haya podido tener con ella.
Mi narración toca a su término. Unas breves palabras sobre mi vida de casada y sobre la suerte de aquellos cuyos nombres han sonado más frecuentemente en esta historia, la completarán.
Llevo casada diez años y sé bien lo que es vivir con quien se ama más que a nada en el mundo. Soy felicísima, porque lleno la vida de mi marido tan plenamente como él llena la mía. Ninguna mujer puede estar más unida a su esposo que yo lo estoy al mío: soy carne de su carne y alma de su alma. Jamás me canso de estar con Edward ni él de estar conmigo y, por tanto, siempre estamos juntos. Hallarnos juntos equivale para nosotros a disfrutar la libertad de la sociedad y la satisfacción de la compañía. Hablamos mucho todos los días y el hablar no es para nosotros más que una manifestación externa de lo que sentimos. Toda mi confianza está depositada en él y toda la suya en mí. Nuestros caracteres son análogos y una concordia absoluta es la consecuencia.
Edward estuvo ciego los dos primeros años de nuestro matrimonio, y ello consolidó más nuestra unión, porque yo fui entonces su vista, como soy ahora aún su mano derecha. Yo era literalmente, como él solía llamarme, las niñas de sus ojos. Veía los paisajes y leía los libros por intermedio mío. Jamás me cansé de expresarle en palabras el aspecto de los campos, las ciudades, los ríos, las nubes, la luz del sol, los panoramas que nos rodeaban, el tiempo que hacía, de modo que la descripción verbal se grabase en su cerebro, ya que no podía la apariencia física grabarse en sus ojos. Jamás me cansé de leerle, jamás de guiarle adonde quería ir. Y en aquellos servicios que le prestaba y que él me pedía sin vergüenza ni humillación, había el más delicado e inefable de los placeres. Él me amaba lealmente y comprendió cuánto le amaba yo al comprobar que atenderle y mimarle constituían mis más dulces aspiraciones.
Pasados los dos años, una mañana, mientras me dictaba una carta, se acercó y me dijo:
-Jane: ¿llevas al cuello alguna cosa brillante?
-Sí -contesté, porque llevaba, en efecto, una cadena de reloj, de oro.
-¿Y no vistes un traje azul celeste?
Asentí. Entonces me manifestó que hacía tiempo venía pareciéndole que la
oscuridad que obstruía uno de sus ojos era menos densa que antes. Y acababa de tener la certeza de ello.
Fuimos a Londres, consultamos a un oculista eminente y Edward recobró la vista. No ve con mucha claridad, no le cabe leer ni escribir demasiado, pero puede andar sin que le guíen, el cielo no está en sombras para él ni vacía la tierra. Cuando nació nuestro primer hijo, al tomarlo en sus brazos pudo apreciar que el niño tenía sus mismos ojos grandes, brillantes y negros de antes. Y una vez más dio gracias a Dios, que había suavizado su justicia con su misericordia.
Mi Edward y yo, pues, somos felices, y lo somos más aún porque sabemos felices también a los que apreciamos. Diana y Mary Rivers se han casado y todos los años vienen a vernos y nosotros les devolvemos la visita. El marido de Diana es un capitán de navío, brillante oficial y hombre bondadoso. El de Mary es sacerdote, antiguo amigo de colegio de su hermano y, por sus principios y su cultura, muy digno de su mujer. Tanto el capitán Fitz James como el padre Wharton aman a sus esposas y son amados por ellas.
John Rivers partió de Inglaterra y se fue a la India. Siguió y sigue aún la senda que se marcó. Jamás ha habido misionero más resuelto e infatigable que él, aun en medio de los mayores peligros. Firme, fiel, devoto, lleno de energía, celo y sinceridad, labora por sus semejantes, procurando mejorar su, penoso camino, desbrozando, como un titán, los prejuicios de casta y de creencia que lo obstruyen. Podrá ser duro, podrá ser
intransigente, podrá incluso ser ambicioso, pero su dureza es la del esforzado guerrero que defiende la caravana contra el enemigo; su intransigencia, la del apóstol que, en nombre de Cristo, dice: «Quien quiera ser mi discípulo, reniegue de sí mismo, tome su cruz y sígame»; y, en fin, su ambición es la del espíritu superior que reclama un puesto de primera línea entre los que, desinteresándose de las cosas terrenas, se presentan inmaculados ante el trono de Dios, participan en la final victoria del Divino Cordero y son, conjuntamente, llamados elegidos y fieles creyentes.
John no se casó, ni se casará ya nunca. Él solo ha desempeñado su tarea en la Tierra y su glorioso sol toca ahora a su ocaso. La última carta que recibí de él hizo brotar lágrimas humanas de mis ojos y llenó mi corazón de divina alegría, porque me anunciaba la esperanza de alcanzar en breve una sublime recompensa, una incorruptible corona. Sé que las próximas noticias que tenga de él me las participarán manos ajenas, para comunicarme que este leal servidor de Dios ha sido llamado al seno de su Señor. Estoy segura de que el temor de la muerte no turbará los postreros momentos de John. Su mente continuará despejada, su corazón impávido, su esperanza firme, su fe inquebrantable. Sus propias palabras son prenda de ello:
«Mi maestro -dice- me previene, cada vez con más claridad: "Pronto estaré contigo". Y yo le respondo, con anhelo más acendrado de hora en hora: "Así sea para siempre jamás, Señor Jesús".»